14 DE JUNIO, 1982
Pocos traumas de la historia argentina despiertan polémicas tan sordas como Malvinas. ¿Qué significan exactamente esas islas en el imaginario colectivo? ¿De quién fue la guerra: de la dictadura o de la nación? ¿Basta el coraje de una tropa para exaltarla? ¿Hasta qué punto fue una gesta antiimperialista? ¿Cómo reivindicarla hoy, cuando se toleran la absolución de sus responsables, el olvido de sus víctimas y la traducción de su carga emocional al idioma pasional del fútbol? A veinte años de la rendición, Carlos Gamerro –autor de Las Islas, una de las pocas novelas que se animó a abordar el problema– recorre los temas de un debate que nunca tuvo lugar.
Por Carlos Gamerro
En 1992, diez años
después de la Guerra de Malvinas, comencé a escribir una novela
que se publicaría eventualmente con el título de Las Islas. La
acción transcurre, también, exactamente diez años después
de la guerra, más precisamente, de las semanas previas a su final, el
14 de junio de 1982, y su protagonista es un ex combatiente. Hasta donde alcanzo
a ver, mis motivaciones personales para acometer semejante empresa no son ningún
misterio. Soy clase 62, la clase que fue a Malvinas. No fui a Malvinas. De hecho,
estaba fuera del país cuando comenzó la guerra, y tan alejado
de ella como podía estarlo, geográfica y espiritualmente en
México, y viviendo mi primer amor. De ese sueño el
sueño de que la vida, después de todo, valía a veces la
pena de ser vivida me despertaron, con una semana de demora, los clarines
de la guerra. Volví al país, perdí mi amor, recuperé
mi vida cotidiana en la Argentina del Proceso, bajo el cual se había
desarrollado o más bien, atrofiado entera mi adolescencia.
Malvinas, en ese sentido, me marcó, como marcó a toda mi generación,
a los que fueron y a los que se quedaron. Y me dejó, además, la
sensación de una vida, quizás también una muerte, paralela,
fantasmal la mía, si me hubiera tocado ir. Malvinas no fue
para mí una eventualidad remota; fue un destino al cual por pura suerte
haber pedido prórroga en lugar de hacer la colimba a los 18 años
escapé. Ese destino paralelo me seguiría hechizando de tal modo
que, diez años después, me vi obligado a acatarlo, al menos en
esa otra vida de la ficción. Las Islas es de alguna manera, una novela
autobiográfica al revés: lo que podría haber sido mi vida
si el ojo del destino hubiera sido un poco menos descuidado.
Necesité escribirla, también, para escapar de un laberinto emotivo
e intelectual del cual el mero pensamiento no me ofrecía salida alguna.
Las islas Malvinas son uno de los mitos argentinos, o pasiones argentinas, más
perdurables, y argumentar contra un mito o una pasión resulta tan fácil
como estéril. Nunca conseguí creer ciegamente, como se nos reclama,
en la legitimidad de los derechos argentinos sobre las islas, y menos aún
en la necesidad de una guerra para recuperarlas, y menos que menos que esa guerra
pudieran encabezarla los militares que hasta ese momento sólo habían
librado alguna contra su propio pueblo. Pero en la devoción de ese mismo
pueblo por lo que algún personaje de Cortázar con cierta justicia
llamó islas de mierda, llenas de pingüinos, había,
una vez descartados los efectos evidentes del patriotismo o chauvinismo instigado
por los medios y las instituciones desde la escuela primaria en adelante, un
residuo inexplicable, inaccesible a mi comprensión, refractario a mi
indiferencia, más parecido a las enfermedades del amor que a las manipulaciones
de la política y la prensa. No me alcanzaba con el pensamiento para sacarme
a las islas de la mente, el dilema que me planteaban no era pasible de solución
intelectual, y entonces hice lo único que sé hacer en esos casos:
me puse a escribir una novela. No para decir lo que pensaba, o sentía,
sino para descubrirlo.
Empecé del modo menos racional posible, abandonándome a la fascinación
formal. Las Malvinas, para la gran mayoría de nosotros son, fundamentalmente,
dos formas en un mapa. Casi nadie había visto imágenes de las
islas antes de la guerra, y quienes lo habían hecho las olvidaban enseguida:
cualquier paisaje de Tierra del Fuego se confunde con el suyo. En el mapa, en
cambio, son inconfundibles; son, junto con las manos de Perón, el rodete
de Evita, la sonrisa de Gardel y la melena de Maradona, uno de los iconos nacionales.
Esta peculiar fascinación quizás provenga de su simetría;
hay pocos casos basta con mirar el planisferio de simetría
geográfica tan evidente: parecen cada una la imagen especular de la otra.
Las islas son fundamentalmente siluetas, formas vacías. Pero este vacío
de Malvinas, tantas veces invocado para razonar su inutilidad práctica
o económica es, de alguna manera, en combinación con la antedicha
simetría, la razón de su inapreciable valor. Como las Malvinas
en sí mismas no son nada, pueden significarlo todo. Son un fetiche de
la nacionalidad, el objeto del deseo por antonomasia, y cada uno puede ver en
sus siluetas, cambiantes como jirones de nubes, el rostro inconfundible de su
deseo más preciado. Si a algo me recordaron siempre las formas de Malvinas
es a un Roscharch, esas manchas simétricas de tinta en las cuales el
paciente puede reconocer las formas del delirio o el deseo, y el médico
estudiar las de su locura. Las Malvinas pertenecen a nuestro inconsciente colectivo,
ese inconsciente que poco tiene de mítico o arquetípico y mucho
de sedimento de un incesante goteo ideológico que lleva generaciones,
pero que aun así corresponde a nuestro lado oculto, a nuestra mitad de
sombra, inaccesible a la luz de la razón. Por algo la izquierda, con
sus pruritos racionalistas, nunca ha sabido bien qué hacer con ellas;
para la derecha en cambio, cuya relación con la realidad es básicamente
irracional y paranoica, tienen un valor sin límites, el que da ese lugar
donde la nada se vuelve todo, la insignificancia todo lo significa, lo ínfimo
usurpa las proporciones del universo, como puede ilustrar el siguiente silogismo
de Alberto Brito Lima: Los argentinos amamos las Malvinas. Eva Perón
es la corporización de Malvinas. Yo defiendo a la Eva como si fueran
las islas Malvinas.
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Si bien las islas en sí
quizá no sean nada, quizá la guerra librada por ellas pudo haber
tenido algún sentido, como la guerra del príncipe noruego Fortinbras
por un pedazo de tierra que no alcanzaría para enterrar a los muertos
de ambos ejércitos, empresa que mueve a Hamlet a reflexionar que ser
grande de veras es... encontrar con grandeza motivo de pelea en una paja, cuando
está en juego el honor. Las pajas en este caso serían dos,
y el honor, en ellos, el de seguir siendo el león cuyo rugido hace temblar
al resto del mundo, y en nosotros, el de poder decir sin esquivarnos las miradas
patria sí, colonia no. Malvinas (se ha hecho
costumbre usar el nombre así suelto como símbolo, cuya referencia
excede las más concretas de Guerra de Malvinas o Islas
Malvinas) sería un ejemplo de lucha contra el colonialismo, y como
tal una bandera lícita que enarbolar en análogos procesos de liberación.
Esta idea de que la Guerra de Malvinas fue una guerra de liberación,
o anticolonial, o antiimperialista, tiene una parte de verdad y una de engaño.
La parte de engaño que también es autoengaño de quienes
lo propalaron se funda en una falacia lógica hasta cierto punto
comprensible: como Inglaterra es una potencia colonial, como fue, durante mucho
tiempo en nuestro imaginario nacionalista, la potencia colonial, una guerra
librada contra Inglaterra no puede sino ser una guerra anticolonial. Como además
Inglaterra, la Inglaterra de Margaret Thatcher, reaccionó con toda la
retórica y la prepotencia bélica del viejo colonialismo británico,
la cuestión estaría saldada. Pero así como enfrentarme
con un corrupto no me convierte necesariamente en honesto, ni ser traicionado
me transforma automáticamente en leal, el hecho de enfrentarse a una
potencia imperial no da, por sí solo, credencial de antiimperialista.
Es una variante de la misma falacia que utilizó Margaret Thatcher para
legitimar su guerra contra nosotros: como nos enfrentamos a una dictadura, estamos
luchando por la democracia. Siguiendo su lógica, si la guerra entre Argentina
y Chile hubiera tenido lugar, los gobiernos de Videla y Pinochet se hubieran
transformado ipso facto en democracias. El hecho de que en Malvinas uno de los
contendientes Inglaterra librara una guerra imperialista clásica
no impide que el otro nosotros no estuviera librando, al menos en
su imaginación, una guerra imperialista también. Los militares
argentinos estaban animados por un ideal que va de Alejandro de Macedonia y
Hernán Cortés a Napoleón y Hitler; actuaron como un ejército
conquistador que ocupa un territorio ajeno y somete a la población local:
poco importa que el territorio fuera un páramo desolado y la población
menor que la nómina de afiliados a cualquier club de barrio. Una guerra
de liberación es otra cosa: es la que libraron el FLN en Argelia, Fidel
Castro y el Che Guevara en Cuba, Ho Chi Minh en Vietnam. Los generales del Proceso
no querían liberar a nada ni nadie, querían invadir. Su primera
opción fue Chile (yo vi esos mapas: me obligaron a quemarlos mientras
hacía la colimba en Comodoro Rivadavia), y como el Papa les aguó
la fiesta, optaron por las Malvinas. El delirio puntual de Malvinas corresponde
a un delirio más general de los argentinos, al menos de sus clases dirigentes
y de sus capas medias para arriba: el de creernos Primer Mundo, diferentes y
mejores que los latinoamericanos que nos rodean, más cercanos a Europa
y a EE.UU. que a nuestros vecinos. El hecho de que los europeos y norteamericanos
no nos vean de la misma manera es una fuente constante de extrañeza para
nosotros, y cada tanto nos empeñamos en demostrarles su error. Invadir
las Malvinas no implicó marcar nuestra diferencia, enfrentarnos a ellos
implicó creer que somos tan como ellos que podemos hacer las mismas cosas
impunemente. La Guerra de Malvinas es el acto final de una farsa titulada la
Argentina potencia que todos anhelamos, final al que el gobierno de Menem
agregaría años después una posdata, cuando envió
sus dos pusilánimes fragatas a la Guerra del Golfo. Para las potencias
imperiales, y para el Primer Mundo que se agrupa tras ellas, no había
ni hay, en lo esencial, ninguna diferencia entre Galtieri y Saddam Hussein,
entre Argentina e Irak. La Guerra de Malvinas anuncia un nuevo orden imperial
en el cual las potencias no se enfrentan militarmente entre sí y se agrupan
para escarmentar a los países tercermundistas con problemas de aprendizaje;
un orden fundado en el eje EE.UU.-Inglaterra, la colaboración del resto
de los países centrales, y la protesta apenas formal, la indiferencia,
o la anuencia de la U.R.S.S. y la Rusia posterior: argentinos, iraquíes,
sudaneses, serbios, afganos y palestinos son, hasta ahora, quienes han servido
de ejemplo para los demás. Desde 1976 al menos, nuestros gobiernos han
competido entre sí por ver cuál se somete más servilmente
a este poder imperial, y Malvinas no fue una excepción sino parte de
ese proceso: los militares actuaron como el sirviente que cree que puede cobrársela
a su antiguo amo porque se ha convertido en muy buen sirviente del nuevo señor.
Malvinas, también, debería haber desarmado aunque para la
mentalidad carapintada parezca lo contrario el viejo mito del militar
nacionalista. No hay militares nacionalistas, por lo menos desde 1955 todos
los militares han sido (en su función institucional, más allá
de lo que uno u otro pueda pensar en la intimidad de sus barracas) los agentes
locales del poder imperial, garantes últimos de su continuidad. La absurda
e inexplicable confianza en que los EE.UU. harían la vista gorda a la
invasión de las islas, contraria al más mínimo conocimiento
histórico, adquiere así, si no sentido, al menos cierta lógica
delusional: los militares argentinos habían no sólo ganado por
ellos la Tercera Guerra Mundial en esta parte del continente, sino que
ahora reemplazaban a los estadounidenses en Centroamérica, participando
en la represión o apoyando a los contras en el caso de Nicaragua. En
Centroamérica, los militares argentinos le sintieron el gustito a lo
que implicaba jugarla de potencia imperial, experiencia que también harían
en Bolivia. Y sin embargo nunca dejaron de ver al amo como tal, ni siquiera
a Inglaterra. Una prueba incidental de ello es su trato hacia los kelpers, nativos
de las islas pero ingleses al fin. Nunca ha dejado de asombrarme que los mismos
militares que cometieron todas las atrocidades conocidas con sus propios compatriotas,
no se atrevieran a tocarle ni un pelo a los pobladores delas islas. Se dice
que fue por la opinión internacional, la misma opinión que nunca
les preocupó cuando se trataba de violar los derechos humanos (por usar
un eufemismo) en su país; se dice también que en las guerras internacionales
hay convenciones que cumplir, pero basta pensar en lo que hubiera sido la guerra
con Chile, basta imaginar y acá no hay hipótesis, sino certeza
lo que los militares argentinos le hubieran hecho a los civiles chilenos y lo
que los militares chilenos le hubieran hecho a los civiles argentinos, para
que el respeto a la población de Malvinas nos impacte con mayor sorpresa.
Una sorpresa en la que no hay reconocimiento de mérito alguno: es indiscutible
que ni la decencia, ni la ética, ni la humanidad pueden invocarse como
explicaciones cuando se trata de los militares del Proceso. La respuesta es
más simple: para cometer atrocidades hay que sentirse superior a la víctima,
y en los rostros de los kelpers los militares argentinos no podían sino
ver, apenas diluido, el rostro de sus viejos amos y señores.
Lo que sucedió en Malvinas fue que ambos contendiente libraron una guerra
ofensiva y de conquista, ambos contendientes trataron de ocupar el lugar de
potencia imperialista unos de manera imaginaria y psicótica, plebeya
y chambona, los otros con la naturalidad y la elegancia que sólo pueden
dar casi cinco siglos de práctica continua. La guerra de Malvinas
prueba, de manera paradójica, nuestra ancestral sumisión a Inglaterra.
No hubo revancha alguna: fue un acto de pura devoción.
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La anterior conclusión,
si bien me ayudó a comprender mejor el conflicto de Malvinas (no hablo
ya de la guerra que terminó para siempre, sino del conflicto que continúa
en nuestra conciencia colectiva) en el plano intelectual o ideológico,
no hizo sino desplazar el foco más abajo, hacia la zona del corazón.
Cuestionar la legitimidad, la justicia, el carácter liberador de la Guerra
de Malvinas, ¿no implica olvidarse de los soldados que pelearon en ella,
aquellos que el discurso oficial por chantaje sentimental sigue llamando los
chicos de la guerra, aunque la mayoría ya han pasado los cuarenta? ¿No
es una falta de respeto hacia quienes murieron por la Patria, o combatieron
valientemente contra un ejército superior en poder de fuego y entrenamiento?
Creo que no; es evidente que el valor individual de los combatientes no tiene
mucho que ver con a legitimidad de la guerra. Muchos alemanes combatieron valientemente
en la Segunda Guerra, muchos estadounidenses en Vietnam, muchos rusos en Afganistán.
Tampoco la sangre derramada otorga títulos de propiedad. Cuando un senador
que interinamente ocupa el sillón de Rivadavia se atreve a decir que
las Malvinas son nuestras por derecho de sangre no sólo se
comporta con toda la deshonestidad de quien reclama un pedazo de tierra mientras
intenta sin mucho talento vender un país entero con todo
su pueblo dentro, sino que además insulta nuestra más elemental
inteligencia. Si así fueran las cosas, los ingleses tendrían tanto
derecho a las Malvinas como nosotros, así como Bin Laden podría
reclamar la posesión de Manhattan, ya que sin duda sus hombres
murieron combatiendo en ella.
Por otra parte, el valor físico (del cual el valor en combate es apenas
una variante) no es una virtud moral, ni mucho menos ética. Es una reacción
física, o quizás fisiológica, que puede estar apuntalada
por altos ideales pero también por impulsos suicidas, por un superyó
tiránico, por miedo a la condena de sus amigos y familiares, por odio
a la vida, por impulsos sádicos, o puede, como sucede tantas veces, consistir
en una reacción espontánea del cuerpo que la mente no alcanza
a comprender. Puede, sobre todo, variar no sólo de un individuo a otro
sino para distintos momentos del mismo individuo. Desde Homero en adelante la
literatura el registro más antiguo que poseemos de las vicisitudes
delvalor guerrero ha explorado sus vaivenes. Enfrentado a Aquiles, Héctor,
el campeón de los troyanos, pega media vuelta, huye corriendo y bajo
la mirada de todos su pueblo da tres veces la vuelta a los muros de Troya perseguido
por su adversario. Luego se detiene y muere peleando y Héctor ha
pasado a la historia como paradigma del guerrero valiente. Ambrose Bierce, que
vivió entera la más feroz de las guerras del siglo XIX, la Guerra
de Secesión estadounidense, nos propone en Parker Addison, filósofo
el enigma de un condenado a muerte que se enfrenta con bromas en los labios
a la ejecución de la mañana siguiente y se convierte en un gusano
abyecto y suplicante cuando adelantan la hora de su fusilamiento; Hemingway,
valiente profesional que iba por el mundo buscando guerras como Don Juan mujeres,
y en los intervalos corridas de toros y cacerías que ponían en
juego parecidos valores, el enigma de un hombre que corre como una liebre cuando
debe cazar un león y se convierte en un fire eater (tragabrasas) cuando
se enfrenta al ataque de un búfalo. Entre nosotros, fue el pacífico
Borges quien mejor indagó los vaivenes del coraje en cuentos como Hombre
de la esquina rosada, Historia de Rosendo Juárez, La
otra muerte y tantos otros; a sí mismo se dio, bajo la forma del
semi-autobiográfico Juan Dahlmann de El sur, una inaudita
muerte que es también un suicidio en duelo de cuchillos a
cielo abierto. El valor físico es, además, una de las cualidades
humanas que más se prestan a ser capturadas por los poderes opresores
del Estado, la tradición, el patriarcado, etc. Corresponde a una ética
exclusivamente viril o masculina (ser hombre contra ser mujer
o ser marica) y como tal se entrelaza con la cultura del machismo,
la misoginia y la homofobia. Es una forma de valor que insta a despreciar a
los débiles, en lugar de protegerlos, y mucho más apta para relaciones
de jerarquía y obediencia que de solidaridad. En una sociedad como la
nuestra, en la cual el paradigma de la valentía ha pasado de militares
a civiles y de hombres a mujeres y reside hoy, sin duda alguna, en las Madres
de Plaza de Mayo, caer en la trampa de elevar el valor en combate a la categoría
de virtud última es no sólo injusto sino anacrónico, una
manera entre tantas de negar la realidad.
Por lo mismo, la tendencia de acusar de cobardes a los militares
-oficiales y suboficiales que pelearon en Malvinas, si bien comprensible
desde la tentación de refregarles a los milicos en la cara sus propios
valores, es también problemático. En primer lugar, porque parece
implicar que si hubieran peleado valientemente entonces lo que hicieron en su
propia tierra sería de alguna manera menos reprobable. Es usual, es tentador,
echarles en cara que fueron valientes para secuestrar familias,
violar mujeres y torturar, y luego no supieron pelear contra un enemigo de
su tamaño. Pero si bien esto es verdad de modo genérico
la confusión de creer que ganar una guerra contra un pueblo indefenso
los capacitaba para pelear contra una fuerza militar entrenada, confusión
cuyo símbolo inmortal es el argentinísimo Pucará, el avión
diseñado para bombardear y ametrallar pueblos en la selva tucumana y
que en Malvinas sólo sirvió para meter ruido también
es cierto que numerosos notorios torturadores murieron peleando contra los ingleses,
y muchos que no secuestraron ni torturaron fueron incapaces de dar batalla.
La realidad del deseo querría que todos los asesinos del Proceso fueran,
como Astiz, los cobardes de Malvinas, pero los hechos no siempre la confirman.
En lo personal, me siento menos cerca de aquellos que combatieron valientemente
o murieron por la patria que con los soldados colimbas que tuvieron
miedo, los que trataron de salvar sus vidas o las de otros, los que se ayudaban
entre sí a sobrevivir, a resistir las condiciones inhumanas y las vejaciones
y humillaciones constantes de sus superiores. Quienes hayan hecho la colimba
saben que es una gigantesca trituradora cuyo fin último es convertir
el instinto de solidaridad en el hábito de laobediencia. No es posible
someterse a una jerarquía de hierro sin renunciar al menos en parte a
la hermandad, y la función del servicio militar es convertir el amor
por el prójimo en el miedo o el odio al superior. La humillación,
el castigo, la obediencia ciega por un lado; el fomento de la delación,
el robo y la traición entre iguales por el otro, son dos caras de un
mismo proceso. En el servicio militar, y en la guerra, no se hacen los hombres
se deshacen, y con las partes se arma un soldado. No son tanto los que
pelearon contra los ingleses, sino los que en medio de esa guerra inventada
supieron mantenerse unidos, apoyarse, ayudarse, consolarse, resistir al verdadero
enemigo que eran sus propios oficiales; mantenerse, en suma, humanos, quienes
merecen reconocimiento y respeto. Si hubo héroes de Malvinas, fueron
ciertamente ellos, y no los carapintadas abyectamente glorificados por Alfonsín.
La Guerra de Malvinas fue una derrota en todo sentido, en todos los planos,
y no hubo manera de disimularlo: el total aislamiento geográfico de las
islas implicó que no hubiera posibilidad de honrosa retirada: salvo algunos
aviadores y marinos, todos los que participaron en la guerra debieron rendirse,
ser capturados y volver a su tierra como prisioneros. Es una vergüenza
ganar una guerra son las palabras finales de una de las mejores novelas
bélicas, La piel de Curzio Malaparte, y no siempre es mejor la victoria
que la derrota. No lo hubiera sido para Alemania en el 45, no lo hubiera
sido para los EE.UU. en Vietnam, no lo fue para los ingleses en 1982, para quienes
significó más Margaret Thatcher y la prolongación hasta
el presente de la mentira de que siguen siendo la nación que construyó
un imperio y gobernó una cuarta parte del mundo. En nuestro caso
tampoco hubiera sido beneficioso, y no estoy pensando únicamente en la
continuidad de la dictadura del Proceso por dos o tres años más,
sino en la continuidad de ciertas obstinaciones argentinas: la idea de que somos
un gran país, la de que somos superiores a nuestros vecinos, la de que
somos primer mundo: nociones que por su evidente falsedad generan sus inevitables,
automáticas contracaras: que somos un país de mierda, que nos
merecemos los gobernantes que tenemos, que somos una colonia y es mejor que
nos vayamos acostumbrando a ello. Todo sentimiento divorciado de la realidad,
todo pensamiento ajeno a la verdad, toda palabra insincera o hipócrita,
engendran fatalmente su opuesto: nos decimos los mejores y nos sentimos los
peores, celebramos a los combatientes de Malvinas como héroes y después
no los queremos ni ver, nos asombramos de que los kelpers no quieran ser argentinos
en el avión que nos lleva para siempre a Roma, Miami o Tel Aviv; toda
esa dualidad de exitismo y derrotismo simbolizada, quizás mejor que por
nada en nuestra historia, por las demasiado famosas islas especulares
y la fecha del 2 de abril.El 14 de junio es una fecha triste, sin duda, pero
ofrece a cambio algo que calma, aquieta la mente, devuelve la unidad al pensamiento,
permite que se reencuentren cabeza y corazón, equilibra ese intolerable
vaivén entre grandeza e insignificancia que ya nos está resultado
intolerable. Permite sobre todo callar, y sentir dolor, y recordar en silencio,
ya que a la verdad le bastan pocas palabras, y es la mentira la que necesita
hablar y hablar sin parar. Por todo esto la fecha que cifra el sentido de Malvinas
no es la del 2 de abril sino la del 14 de junio, día de nuestra pérdida
quizás definitiva de las islas, día también de nuestra
recuperación de la incómoda cordura de la realidad.
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