MúSICA > AIMéE MANN, LA REINA DE LA MELANCOLíA
En The Forgotten Arm, su quinto álbum solista, Aimée Mann se arriesga a un disco conceptual: una “novela-en-canciones” producida por el folk-country-rock John Henry, que recrea casi en vivo, en estudio, la atmósfera más noble de los años ’70.
› Por Rodrigo Fresán
Si se lo busca se lo encuentra enseguida: un site en Internet titulado Aimée Mann versus Annette Funicello. Es un chiste tonto pero, como muchos chistes tontos, uno de esos que funcionan. Allí, con formato de test, se ofrecen al visitante –sin atribuirlas a sus respectivas dueñas– citas cantadas por la ingenua y morocha actriz teenpop de los tempranos ’60 y versos turbios escritos por la gran song-writer rubia y milenarista del desamparo femenino. La gracia está en que el visitante tiene que identificar el ADN y repartir cada una de ellas entre las dos contrincantes. Y es tan fácil: porque Annette es la que dice cosas como “Me estás rompiendo el corazón”, mientras que Aimée es la única capaz de cantar “Así que haceme un favor / Si alguna vez vacilo / Sé mi salvador y sacá el revólver”. Ya saben: la perfecta mezcla de torch-song y noir con drogas y angst existencial. Y ahora –buena noticia– Aimée Mann regresa con su quinto álbum solista, The Forgotten Arm, una “novela-en-canciones” que, seguro, a Annette Funicello le daría mucho miedo escuchar. Y que no cantaría bajo el sol, mientras todos bailan en sus bikinis a lunares y sobre sus tablas de surf y nadie piensa en las playas de Vietnam o en jeringas enterradas en la arena.
Porque, como bien definió un crítico, Aimée Man es “la reina de la melancolía”.
Y muerto el melancólico King Warren I, larga vida a la reina Aimée que ahora, apoyada en una barra, levanta un shot de bourbon, se lo bebe de un trago y te canta una sonrisa que parece decir: “I’m your Mann”.
Y la verdad sea dicha: cuando se anunció que el nuevo trabajo de Aimée Mann sería un álbum conceptual, más de uno sintió un escalofrío pensando en Tales of Topographic Oceans de Yes o en aquel Mr. Roboto de Styx o en cualquiera de esos pomposos artefactos de los ’70 estilo Rush, banda para la que Aimée Mann alguna vez grabó coros. ¿Qué falta hacía? Si, después de todo, cualquier disco de Aimée Mann estaba organizado alrededor de ideas recurrentes, de temas constantes: la tristeza que sonríe, la lágrima valiente, la futura despedida que se esconde en todo hola. ¿Por qué arruinar por un capricho una carrera larga y un triunfal y reciente arribo a una meta que tanto había costado? ¿Qué era eso de la “novela-en-canciones”?, se decían los que hasta hace muy poco se preguntaban de quién eran las canciones de esa película con Tom Cruise donde llovían ranas y, de pronto y sin aviso, todos los actores se ponían a cantar el blues de sus vidas.
Así que, llegado este punto y esta estrofa, se impone flashback –los colores brillantes deshilachándose hacia el sepia– y los datos apilándose como postales y como olas enredándose en las piernas de los muelles.
Vamos: Aimée Mann nace en Richmond, Virginia, en 1960. A los cuatro años, su madre la “secuestra” y se la lleva a Inglaterra y recién la devuelve a padres y hermanos y hermanastros doce meses después. Unica chica en tribu masculina. Pensar entonces en ella como en una de esas heroínas con mameluco en las novelas de Carson McCullers. Lo que significa que, en el colegio, las que usan vestidos se burlan de ella y Aimée pasa las horas encerrada en la biblioteca. En algún momento agarra una guitarra y ya no la suelta y es aceptada en el prestigioso Berklee College of Music de Boston. Pero se va antes de graduarse y forma banda punk –The Young Snakes– para casi enseguida fundar ‘Til Tuesday. El primer disco –Voices Carry (1985)– trata de su ruptura sentimental con el baterista Michael Hausmann. El tercero y último y mejor –Everything’s Different Now (1989)– habla de su separación del songwriter Jules Shear y contiene “The Other Side of the Telescope”, compuesta a medias con un fan declarado de nombre Elvis Costello. El disco del medio –Welcome Home (1987)– no está nada mal, pero le falta ese toque extra: la separación de amantes con laconismo chandleriano y todo eso. Los tres venden relativamente bien, aunque no alcanzan para que Aimée Mann se gane un casillero propio, y muchos la definen rápido y fácil como una mezcla de “Beatles con Pretenders”. Por lo que la discográfica le pone condiciones –que escriba junto a fabricantes de singles pop– y entonces portazo y adiós a todo eso.
Los primeros discos solistas –Whatever (1993) y I’m With Stupid (1995)– mantienen el excelente nivel y se ganan el aprecio de seguidores que, ahora, la bautizan como “un Leonard Cohen con tetas” o una “Darryl Hannah que canta” y –en perspectiva– como la hermanita menor de Rickie Lee Jones y la tía curtida de chicas como Alanis Morissette y Fiona Apple. Y problemas con la compañía otra vez, y loop contractual justo cuando Aimée Mann empezaba a ser reconocida. Ayudó mucho esa canción perfecta –“Wise Up”– en la mejor escena de la película Jerry Maguire (lo cierto es que era la mejor escena porque esa escena estaba dentro de esa canción). Entonces llega al rescate Paul Thomas Anderson, que ya la había incluido junto a su flamante esposo –el songwriter Michael Penn, hermano del sollozante Sean– en la banda de sonido de Boogie Nights. Lo que hace Anderson es “armar” todo un film –el magistral Magnolia, de 1999– alrededor de las canciones de Aimée Mann. Son las canciones las que le inspiran el guión. Una especie de musical fantasma. Allí está otra vez “Wise Up” –cuando todo el elenco la va cantando verso a verso– y allí están “Save Me” y “Deathly” y “You Do”.
“Save Me” resulta candidata al Oscar de ese año y pierde contra Phil Collins –lo que es casi un honor–, pero el soundtrack se lleva tres Grammys y vende mucho. Cansada de las corporaciones, Aimée Mann se gasta sus ahorros en recuperar los derechos de sus propias viejas canciones y funda su propia discográfica, la bautiza Super Ego Records, lanza Bachelor N. 2, or The Last Remains of the Dodo en el 2000 y vende 200 mil copias. En el 2002 llega Lost in Space, y para entonces Aimée Mann ya es un culto más que saludable: aparece en un episodio de Buffy Caza-vampiros (haciendo de ella misma), en otro de The West Wing (haciendo de ella misma), los títulos de Donnie Darko le dedican un “agradecimiento especial”, y a no olvidarse de que los Coen la vieron primero al incluirla en el reparto freak de El gran Lebowski como “mujer nihilista” (es decir, otra vez, haciendo de ella misma). Y por si todo esto fuera poco, Aimée Mann es especialmente buena a la hora de “cubrir” canciones ajenas. Como muestra ahí están su “One” de Harry Nilsson, su “Nobody Does It Better” de Hamish & Sager (muy por encima de la versión clásica de Carly Simon) y su “Two of Us” de Los Beatles en tándem marital con Penn.
Y ahora, fast-forward y otra vez al aquí y al ahora y a eso de una novela...
... sonora que se llama The Forgotten Arm y que, ya desde la gráfica, apunta más a la idea de un libro que a la de un compact-disc: el cartelito de complete and unabridged y de first edition, la dedicatoria “A los alcohólicos y adictos que todavía sufren”, la advertencia de la autora en cuanto a que “los personajes y hechos retratados en este libro son completamente ficticios”, el cuadernillo con las letras reordenadas como capítulos y en párrafos (y no en versos) y las ilustraciones del muy retro Owen Smith –que años atrás se encargaba de las portadas de los summer fiction issues de The New Yorker– rematando la atmósfera hard-boiled de todo el asunto.
Y el temor a lo pretencioso y lo absurdo se disipa en el acto. Porque, de acuerdo, aquí se cuenta una historia, pero los doce “capítulos” que la cuentan son canciones redondas que no hubieran desentonado en ningún álbum anterior de Aimée Mann –esa voz es la que salda y salva todas las posibles diferencias– pero que, sí, se presentan en un inteligente crescendo narrativo y con un sonido parejo y funcional que ya se insinuaba en lo que hizo Michael Lockwood en Lost in Space. Aquí Aimée Mann se aleja de los preciosismos de su habitual Jon Brion –presente ya en una de las formaciones de ‘Til Tuesday– y opta por la producción del más folk-country-rock John Henry, que ha puesto a punto una banda de expertos sesionistas y grabó prácticamente live en el estudio –como ya lo hiciera con Solomon Burke–, con lo que consiguió una atmósfera que recuerda a los primeros Elton John y Billy Joel, a la parte más noble de los infames ’70. Todo mezclado en un stereo primitivo pero lleno de matices. Tal vez se trate del álbum más parejo de Aimée Mann, donde destacan páginas inmediatamente inolvidables como “Dear John”, “The King of the Jailhouse”, “Video”, “Little Bombs”, “I Was Thinking I Could Clean Up for Christmas” y la infaltable balada à la “Wise Up” en la perfecta “That’s How I Knew This Story Would Break My Heart”, que ya aparecerá en algún film cualquier trasnoche de éstas.
Todas y cada una de esas canciones están salpicadas de grandes líneas que autorizan a Aimée Mann a presentarse como escritora. Porque hay que tener mucho talento para arropar con una melodía preciosa largas parrafadas como “La vida se va vaciando, más como una sequía que un diluvio, menos parecida a una gran nube con forma de hongo que a un proyectil que no detonó dentro de una celda del piso 22 del Hotel Lennox”, o a polaroids concisas del tipo “Así que empacaron sus problemas y se fueron en un viejo Cadillac; ahí está ella en el espejo retrovisor, durmiendo en el asiento de atrás”.
Y el hombre de la habitación de hotel es John: un boxeador que se va a Vietnam y vuelve entero pero drogadicto. Y la chica en el auto es Caroline, que conoce a John trabajando en un parque de diversiones y se enamora. Y los dos tienen la voz de Aimée Mann. Y separaciones y reencuentros, y uno y otra se prometen aguantar puños y rounds hasta el final feliz. Que llega con el cierre de “Beautiful”: agridulce y cansado y golpeado y dolorido pero feliz. Algo así como la versión hard y X-Rated de “The Boxer”, de Simon and Garfunkel.
El título The Forgotten Arm –“El brazo olvidado”– alude a una arriesgada estrategia boxística: “olvidarse” de un brazo durante casi toda la pelea, apenas usarlo para defenderse, hacer que el rival se acostumbre a su ausencia y, en el momento justo, “recordarlo” y usarlo para sorprender con el golpe del final y del k.o.
Eso.
Poner en la biblioteca junto a ¿Acaso no matan a los caballos? de Horace McCoy, Angels de Denis Johnson, Fat City de
Leonard Gardner y Cutter and Bone de Newton Thornburg.
Y esperar a que lo filmen.
Y después repetir una y otra vez esa verdad de que el libro –el disco– fue y es y siempre será mucho mejor que la película.
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