LIBROS > LOS RECORDATORIOS DE PáGINA/12 SEGúN LUIS GUSMáN
Si desde la antigüedad el epitafio ha resultado fundamental para reafirmar la identidad de los muertos, indicando quién ha muerto y dónde está enterrado, el cenotafio –un monumento funerario vacío– ha cumplido una función semejante en los casos (como los marineros y los soldados) en los que no se ha encontrado el cuerpo. Pero, ¿qué hacer frente a la desaparición de personas a quienes se les niega la muerte, el cuerpo y la identidad? En su último libro, Epitafios. Un derecho a la muerte escrita (del que Radar reproduce algunos fragmentos), el escritor Luis Gusmán aborda este tema a partir de los “recordatorios” publicados diariamente en este diario.
La relación entre la inscripción y la piedra siempre ha sido estrecha. Tomamos la definición de epitafio teniendo en cuenta que la inscripción sepulcral y el soporte material son inseparables. “No puede haber tumbas sin cadáveres y cadáveres sin tumbas”, escribe Philippe Ariès en El hombre ante la muerte. El quiasmo puede funcionar como explicación del modo en el que las tumbas emergen de la tierra –es decir, de cómo se vuelven visibles–. La etimología de la palabra “epitafio” nos conduce en la misma dirección: un epitafio es la inscripción que está grabada en una placa sobre la tumba. Por su parte, lo que actualmente se denomina “placa” remite a la “estela”, la piedra rectangular colocada encima de la tumba sobre la que se escribe el nombre del difunto, punto de partida de nuestro recorrido. La estela debía indicar dónde estaba el cuerpo, a quién pertenecía y, finalmente, recordar la imagen física del difunto, signo de su personalidad. Con esta práctica, el arte funerario incorporó el retrato. (...)
Que el epitafio exista es insoslayable para la identidad. Saber quién es el muerto y dónde está su tumba es un derecho. La apelación a ese derecho en la antigua Grecia se la conocía como el “derecho a la muerte escrita” -como si el acto de morir reivindicara póstumamente un ejercicio absoluto del derecho–. (...)
La otra condición necesaria para la identidad es la relación entre cuerpo e inscripción. Es el caso del cenotafio, cuando el epitafio cuenta con su soporte material –la estela– pero falta el cuerpo, como sucedía con los marinos muertos en el mar y que en las sociedades modernas se ha extendido a la práctica del genocidio. La perplejidad que invade a Ismael, el personaje de Moby Dick, cuando se encuentra rodeado de cenotafios en la capilla de los balleneros en Nueva Bedford, depende de un descubrimiento: no es lo mismo que el cuerpo esté o no en la tumba. “¡Qué amargo vacío tras esos mármoles orlados de negro que no cubren cenizas! ¡Qué desesperación en esas inscripciones inalterables! ¡Qué ausencias mortales, qué inconfesada incredulidad en esas líneas que parecen corroer toda fe y negar la resurrección a seres que, privados de toda morada, han muerto sin tumba!”
Lo que sucedió en nuestro país en materia de desaparecidos constituye sin duda un fenómeno que implica una lectura y un relevamiento de la relación entre identidad y epitafio. Faltan cuerpos, faltan epitafios. Tal vez una forma de “reconstruir” esa vía simbólica exterminada, esa epigrafía borrada en cuerpo y letra, sea el ritual que inexorablemente retorna cada aniversario de una desaparición. Cada año, los deudos publican en un diario, Página/12, un recordatorio del desaparecido. Sin duda, el recordatorio como género cumple a la manera de un remedo de la función de aquellos epitafios ausentes.
El proyecto de abolición de la identidad se apoyaba en la consigna de “No entregar los cadáveres”, al punto de que muchas de las personas asesinadas, perfectamente identificadas, fueron inhumadas como NN –es decir, nescio, no sé–. En muy pocos casos puede leerse en los libros de los cementerios “NN” y, a su lado, “fulano de tal”. O como el caso de Daniel Barjacoba, enterrado como NN en el cementerio de San Vicente, Córdoba, que figuraba en los registros de la morgue como “Fosa común Pilote 5 números 1040 1060”.
Como bien señala Cohen Salama en su libro Tumbas anónimas, la decisión de hacer desaparecer no solamente a las personas, sino también a los cadáveres, se tomó con respecto a los desaparecidos, y también a los muertos en “enfrentamientos” –es decir, se estableció una política de la desaparición de los cuerpos que de alguna manera duplicaba la política de exterminio–. La declaración de la muerte de los desaparecidos implicó un conflicto tanto para el gobierno militar como para las organizaciones de derechos humanos y para los sectores políticos.Ya se han hecho análisis discursivos sobre los modos lingüísticos de denominar a los desaparecidos. Para referirse a ellos, el general Viola usó la expresión “ausentes para siempre”. En el Documento final, escrito en 1983, concluye que “había que darlos por muertos”. La elipsis implícita en la frase “ausentes para siempre” indica no sólo la idea macabra de un viaje sin retorno, sino también el concepto de una presencia sin corporeidad. La expresión “ausencia forzada”, presente en muchos recordatorios, funciona como una respuesta desplazada al “ausentes para siempre” de Viola.
La búsqueda de restos ha dado lugar a más de una escena macabra. Por ejemplo, cuando un equipo forense estaba trabajando en un cementerio, se realizó una manifestación de repudio de una fracción de las Madres de Plaza de Mayo que se dieron cita en el lugar. Existen testimonios que se oponían a la búsqueda porque ésta “implicaba poner en duda o hacer vacilar la creencia de un posible regreso”. “Yo los huesos no los quiero. Yo siempre voy a negar una identificación”: hay un largo camino de huesos en esta historia. Este horror, como señala Pilar Calveiro en su excepcional libro Poder y desaparición, llegó hasta las propias familias de los desaparecidos. Se trata de devolver un nombre y una historia, función que el epitafio condensa de manera ejemplar. Es decir que la política de los huesos se podría situar en un doble registro que articula por un lado el programa genocida del gobierno militar –”Los cadáveres no se entregan”–; y por otro, la acción de una fracción de las Madres de Plaza de Mayo, cifrada en la consigna “Aparición con vida”. La expresión “detenido/desaparecido” también implica cierta suspensión, cifrada en la consigna “Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos”. Aunque no debe perderse de vista su valor metafórico y de consigna, pareciera que estas expresiones exceden esa dimensión.
“Todos sabemos que los desaparecidos están muertos, pero un país no puede manejarse con fantasmas”: la frase pertenece a Ricardo Balbín, en quien el cinismo político deviene hipocresía. El punto es adónde situar ese plural, “Todos sabemos”. Para diferenciarse, el cinismo militar devino técnico y no hipócrita: “La dificultad de ubicar la identidad dependía de los guerrilleros”. Nombres falsos, huellas digitales borradas... Muchos de los “caídos”, dice el Documento Viola, “no poseían documentación”. Y es más, continúa, “algunos tomaban cianuro durante los enfrentamientos y como no se los reclamaba iban a una fosa común”.
Fue con la Gran Guerra que se produjo la masificación de la muerte. Con ella, se pasa a otro estado, a otro concepto del cadáver. Ya no se trata del paisaje del cuerpo entero, sino de sus partes: ojos desorbitados, piernas amputadas, cabezas decapitadas. Falta la cosa y, sin embargo, indica Carine Trevisan en Les fables du dueil (2001), hay signo, aunque de este signo se haga un culto. El horror de la muerte en combate se glorifica. Pero de acuerdo con la experiencia vivida en la Argentina, ¿qué ocurre cuando no se reconoce el combate? Si la mayoría de las veces el desaparecido ni siquiera tuvo la oportunidad de lo que oscuramente se llamó un “enfrentamiento”, la expresión “caídos” es entonces una elipsis cínica.
Después de la marcha multitudinaria de 1996, a veinte años del golpe, los recuadros-lápidas publicados en Página/12 comenzaron a consignar y a reivindicar con frecuencia el origen militante de los desaparecidos. Esos espectros ya no se los recuerda únicamente como víctimas inocentes, sino que se los exalta en su carácter vital de militantes políticos. Quizás haya que desarticular el carácter aparentemente solidario de los dos términos. Es posible que bajo el tópico “inocentes” o “víctimas” puedan leerse en algunos recordatorios no sólo los datos de filiación, sino también la palabra “secuestrada”, “asesinada” o “torturada”. Es decir que el texto se completa con las cualidades morales de la persona, como por ejemplo, haber sido alumna/o, o abanderada/o. Se siente aquí la necesidad de incluir datos de un valor afectivo y ejemplar. Pero resaltar lasvirtudes del asesinado podría llevar a justificar, en ausencia de dichos rasgos o en posesión de otros rasgos considerados negativos, la expresión que circuló y funcionó en el Proceso “Algo habrá hecho” –legitimando cualquier grado de atrocidad.
A diferencia de lo que puede leerse en los diferentes documentos episcopales, en ninguno de los recordatorios, incluso en aquellos que invocan una creencia religiosa o a Dios, se aboga por reconciliación alguna. En el extremo opuesto se encuentra la figura del Apocalipsis que se menciona en el Documento final. La civilización cristiana incluye la figura del Apocalipsis para dejar un margen eterno que justifique teológicamente el error.
Estos recordatorios nunca son estéticos, aunque a veces utilicen elementos estéticos –poesías, letras de canciones, citas del Evangelio o literarias–. Tienen una estructura monótona, repetitiva y esterotipada. No podría ser de otra manera: van a retornar una y otra vez como la marea, aunque el agua del mar o del río devuelva los cuerpos irreconocibles.
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