Dom 12.06.2005
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CINE > ¿POR QUé HAY TANTAS ESPADAS EN EL CINE?

La hora de la espada

Cruzada, Troya, Gladiador, Rey Arturo, Alejandro Magno, Star Wars. El sable láser, la espada, Excalibur, el florete. ¿Por qué Hollywood decidió resolver todo a sablazos?

› Por Juan Ignacio Boido

El estreno de Star Wars tiene una interpretación política evidente: el nacimiento de Darth Vader no es sino el resultado de una metamorfosis mayor, el de una República que, enfrentada a las tensiones que nacen bajo su esplendor, es llevada a devenir en Imperio. Como a partir del siglo XX todo imperio es no sólo imperialista sino también un voraz aniquilador de diferencias que el mundo estaría en condiciones de albergar, el Imperio es, en sí, un Imperio del Mal. Pero el juego de la interpretación permite ver en Star Wars otra culminación: la culminación, o apoteosis, de un proceso menos político pero quizá más mítico, un proceso del que Star Wars mismo fue un pionero hace treinta años, el de la resolución, en el cine y en el imaginario que el cine a la vez moldea y materializa, de conflictos a través de la espada.

EL ESTADO DE LA ESPADA

¿Qué significa la espada? En las películas de ambientación medieval y proliferación de armaduras y testosterona, el grupo, la banda de hermanos unida por la trama destinada a cifrar en su misión la salvación del mundo o de la humanidad, suele reservar a la espada un lugar único e insustituible. Ya sea entre los irlandeses y escoceses de Corazón valiente o la comunidad del anillo de Tolkien, cada miembro suele representarse no sólo por su procedencia sino también por su arma. Y a grosso modo podría decirse que a cada arma, un atributo: así, el arco, con su capacidad de mantener la calma en el fragor de la batalla, de sostener el foco, prever un recorrido, apegarse a él y lacerar como un plan a la distancia, encarna la inteligencia; la masa vendría a ser la fuerza pura del grupo; y la espada (podría sumarse, casi siempre, un miembro en apariencia inútil, que sólo después revelará su astucia, sus sensatez o su suerte), siempre en manos del líder del grupo, representa ese atado de valores por los que el grupo lucha y que el héroe (siempre papable, siempre con destino de rey) encarna en su máxima expresión: la lealtad, la voluntad, la nobleza en lo humano.

El mismo Robin Hood parece subrayar esta distribución simbólica de los atributos heroicos: su arco, y flecha, se alza y se tensa contra la voluntad despótica de Juan Sin Tierra, pero Juan Sin Tierra no es rey sino apenas un siniestro sustituto que abusa de la ausencia de su noble hermano Ricardo Corazón de León, de viaje en las Cruzadas. Es a ese rey al que Robin Hood –junto al Pequeño Juan, cura franciscano cuya orden vendría a encarnar los valores más puros del cristianismo– rinde lealtad, y por eso exige al máximo su inteligencia (y su arco) para enfrentar al poder gobernante, pero sin jamás alzarse contra la corona: usa el arco sin jamás empuñar una espada.

Es relevante también el caso de otro justiciero, en este caso sí espadachín: el Zorro. Bien se podría pensar en el Zorro como en un Batman unplugged, en un Batman latinoamericano: los dos son ricos, criados por hombres mayores y algo excéntricos, con una desarrollada debilidad por animales de baja aceptación social (murciélagos, zorros), las cuevas debajo de sus mansiones (la baticueva, la zorricueva), la doble vida (Bruno Díaz y Diego de la Vega de día, héroes de noche), las máscaras y capas negras, un oscuro afán de justicia, y leales medios de transporte con los que entrar y salir de escena (el batimóvil y el corcel, cuando sale la luna). ¿Qué es lo único que los diferencia? La espada: el Zorro usa una espada. Es cierto, en el siglo XIX todos usaban espada, mientras Batman, en cambio, se enfrenta a villanos algo más tecnologizados. Pero hay, también, en el plano simbólico, otra variable: Batman colabora con las fuerzas del bien y se comunica mediante una teléfono rojo con la oficina del comisionado Fierro, el jefe de la policía de Ciudad Gótica, la batiseñal en el cielo no es sólo el pedido de los desamparados sino del mismo Estado. El Zorro, en cambio, disfruta tanto de hacer justicia comode burlar a los agentes del orden: el Capitán Monasterio y el Sargento García entregarían cualquier cosa menos el vino por atrapar al Zorro. La marca del Zorro, hecha con la espada, es la marca de la justicia realizada: la marca de lo que no hace el Estado. En este sentido, el Zorro, como un Mosquetero sin Rey, espada en mano, sería la adaptación perfecta de Batman a la Latinoamérica en la que vive.

A TAJO Y DESTAJO

¿En qué momento cayó en desgracia la pólvora? ¿Qué pasó con Rambo, con Bruce Willis? ¿Por qué Schwarzenegger terminó haciendo comedias? Básicamente podrían identificarse dos grandes momentos que marcan el fin de la pólvora en el cine.

El primero es en Apocalypse Now! Ya al final, cuando Martin Sheen encuentra a Brando, éste le cuenta el hecho que lo transformó para siempre en el hombre que es, el hombre que el propio ejército norteamericano quiere matar. Una tarde, le dice, el pelotón al que pertenecía salió a vacunar a los chicos de las poblaciones cercanas. Tras dejar uno de esos pueblos, un vietnamita mayor corre desesperado a buscarlos. Sin entender bien, el pelotón vuelve. Lo que encuentra es inconcebible: el VietCong, con el evidente propósito de dejar en claro el desprecio por toda forma de presencia norteamericana, acababa de reunir a los chicos vacunados y, uno por uno, procedió a cortarles el brazo en el que habían recibido la inyección. Ante la pila de bracitos izquierdos, la conclusión de Brando es estremecedora: “No son bestias –dice– sino hombres como nosotros. Y así de poderosa es su determinación. Denme cinco batallones de hombres así y podría ganar esta guerra.” En ese momento, Apocalypse Now! se convierte, entre otras cosas, en una denuncia prístina: la de Estados Unidos como un Imperio cobarde. El napalm, la bomba atómica, los helicópteros, las ametralladoras, no pueden, de ninguna manera, doblegar la voluntad encarnada en el machete que cortó esos brazos.

Después de Apocalypse Now!, los soldados vuelven a casa, la impotencia de los cañones apunta hacia adentro y toda esa pólvora empieza a dispararse en suelo norteamericano: Rambo, Arma mortal, Duro de matar (sería entretenido recorrer la línea que une al terrorista de Duro de matar con Bin Laden), etcétera. Pasan casi veinte años en los que el cine norteamericano lidia con toda esa violencia contenida estallando en su propio territorio.

Hasta Matrix.

Con Matrix, el círculo parece cerrarse. ¿Dónde? En esa escena en la que Neo, el héroe que ha logrado ver y dominar la trama ilusoria que conforma lo que llamamos realidad, es blanco de una descarga de balas. Sin mayor esfuerzo, con sólo un gesto de su mano, detiene las balas en el aire, y las deja ahí suspendidas un segundo antes de hacerlas caer, inofensivas, desplomadas, inútiles. Con ese gesto, Neo pareciera enterrar por un buen rato las balas entre héroes en el cine: ya no es a balazos como se aniquila al héroe, ya no es a balazos como se defiende un Imperio. Ahora, parece, es la hora del cuerpo a cuerpo, la hora de la espada.

Lo que nos lleva a Darth Vader.

UNA ESPADA SIN CABEZA

Darth Vader, tanto antes como después de la célebre transformación que cierra la última película, no es ni más ni menos que el brazo armado de una facción que se disputa el mundo en medio de un orden que se derrumba. Como Jedi, su lealtad está con la República. Como marido y padre, su lealtad está con quien le promete la supervivencia de su familia y la reinstauración del orden. Si esa garantía viene sujeta al nacimiento de un Imperio, está dispuesto no sólo a soportarlo sino incluso a colaborar: está dispuesto a poner su espada láser al servicio de esa causa. ComoJedi, quiere que el sistema funcione. Pero como Skywalker, y como casi cualquier habitante de un lugar donde germina el fascismo, quiere que las cosas funcionen.

Una de las cualidades más asombrosas del pensamiento norteamericano es la de revisitar el pasado, aplicando a él categorías propias y –sobre todo– contemporáneas. Es esa lógica tan propia de los profesores universitarios de Boston o California que vemos en documentales de History Channel, explicando que “los espartanos eran más bostonianos y los atenienses más neoyorquinos”. Con ese perspicaz abordaje histórico, después de la caída de la URSS, Hollywood parece haberse abocado a revisitar buena parte de los grandes imperios que lo antecedieron. Troya (que convierte a Aquiles en un Rambo con polleras), Gladiador (que exalta los valores cívicos de los generales), Rey Arturo (que recupera para el mundo sajón el nacimiento de un mundo justo de las entrañas de un imperio latino), Alejandro Magno (que transforma al expansionista aventurero en un abanderado de la tolerancia, la diversidad y el progreso), Cruzada (que traslada las disputas económicas de la Edad Media al conflicto entre israelíes y palestinos en la actualidad) y hasta El señor de los anillos (que, desde Nueva Zelanda, intentó devolver honor, camaradería y bondad a los pueblos de Occidente frente a la amenaza del Este). ¿Cuál es el propósito de tantas espadas en el cine? Todas parecen converger en una única respuesta: demostrar que cada pueblo tiene la espada que se merece.

Incluso en su apariencia: los cristianos, una espada que clavada en el pecho del hereje finalmente se convierte en cruz; los árabes, una cimitarra en forma de media luna; y los republicanos de una nación tecnológica, un sable láser que –no es casual– ni siquiera parece necesitar baterías: la espada de una religiosidad laica, de una religiosidad difusa conectada a la fuente inagotable de la Fuerza del Universo. Los Jedis son una suerte de monjes de esa Fe. Pero la transformación de Anakin Skywalker no se debe a una crisis en esa fe, a un cisma religioso en su interior que hace tambalear los cimientos de su formación, sino a un interés personal que esa misma Fe le prohíbe tener: Anakin Skywalker es un monje que se casó y que está por tener un hijo. Y, en medio del caos de un orden que se derrumba, Anakin no acepta que la muerte se lleve a la mujer con la que –por su condición monacal– no debería aferrarse. Cristiana antes que protestante, la castidad de los Jedis es casi un alegato vaticano a favor del celibato. Cuando el Senador que será Emperador le ofrezca a Anakin Skywalker la inmortalidad para su esposa, ya no habrá vuelta atrás: de guardián de la República, Anakin Skywalker, el Jedi más dotado, se convierte en un señor medieval al servicio de un Emperador de modales papales.

Es curioso que la segunda trilogía se acople a la perfección con la primera y, sin embargo, pueda llevar una carga ideológica tan diferente. Igual que pasaba con los marcianos y la invasión comunista en el cine de los ‘50, en la primera Star Wars resultaban evidentes los paralelos entre Vader y un líder soviético, entre el Imperio y la URSS, entre la princesa y las viejas monarquías del Este europeo, entre la resistencia y el anticomunismo. (Aunque, por algún motivo, nadie aventuró los mismos paralelos con las dictaduras latinoamericanas de entonces.) Pero, en cualquier caso, los paralelos eran tan evidentes que hasta Ronald Reagan los vio y aludió a la URSS como Imperio del Mal y a la escalada armamentística en el espacio como Guerra de las Galaxias.

La segunda trilogía –más bien moralista y cristiana– nada tiene que ver con esa primera interpretación. No sólo por su contexto sino porque es imposible ver en ella una elegía al nacimiento de la URSS. Si la primera trilogía le permitía al pueblo norteamericano y al mundo ver las atrocidades soviéticas y la importancia de apoyar la resistencia interna, la segunda transforma a Vader ya no en un marciano que trae el comunismodel planeta rojo sino en un alien que nace de las mismas entrañas de la república norteamericana. Así, finalmente –paradoja de paradojas– para Lucas, Estados Unidos y la Unión Soviética podrían terminar siendo el mismo tipo de Imperio.

Con esta trilogía, Lucas le regala a Estados Unidos eso que nunca tuvo (salvo, quizás, a escala pueblerina, con los sheriffs de los westerns): una épica guerrera, un héroe trágico, un Aquiles que con la fuerza de su ira erige un imperio. Como aprendiz de mitólogo que es, Lucas entiende que la épica es menos un lugar en la Historia que un lugar en el inconsciente colectivo, un estado mental en el que la amenaza, el miedo y el desamparo son tales que legitiman medidas consideradas brutales a la luz de los hábitos civilizados que esa misma sociedad parecía haber alcanzado. Con toda su vulgaridad emocional, su torpeza ideológica, su asepsia física (nadie sangra, nadie come, nadie tiene sexo ni siquiera para quedar embarazada), Lucas le regala a Estados Unidos lo que Estados Unidos parece querer, lo que el Kurtz de Brando no conseguía reclutar: una espada capaz de cualquier cosa con tal de defenderlos.

Y finalmente, después de casi ocho horas de trilogía, llega ese momento, esa demostración de fuerza inquebrantable, ese triunfo de la voluntad. Como condición indispensable para la imposición sustentable de un nuevo orden es necesario eliminar todo vestigio del sistema anterior: en el caso de Star Wars, asegurarse la eliminación de todos los Jedis, defensores de la República. En una marcha marcial de obvias reminiscencias fascistas, Anakin Skywalker entra a la Academia de Jedis donde él mismo se formó. Los soldados que lo acompañan disparan a quemarropa. Los aprendices de Jedis caen como moscas. Imperturbable, Anakin Skywalker avanza, asegurándose de que no quede ni uno con vida. Finalmente entra al recinto donde hasta hacía poco se reunían los Maestros Jedis. Parece vacía. Pero de atrás de los sillones asoman los ojos asustados de un grupo de chicos. Ninguno tiene más de 10 años, y al ver que quien entró es uno de ellos, salen de su escondite. Se acercan, con esa solemnidad hueca que hasta los chicos tienen en las películas de Lucas, y le preguntan qué van a hacer para defenderse. La mirada de Anakin Skywalker no les dice lo que el espectador ya sabe y sin embargo no ve: Anakin Skywalker está dispuesto a llegar hasta el final. A lo mejor por pudor o por puritanismo (nadie sangra) o para evitar ser una película prohibida para menores, Lucas decide no mostrar lo que sigue. Sólo diez minutos después, a través de una conversación, nos enteramos de lo que la cámara nos negó: Skywalker acribilló de un sablazo, uno por uno, a los chicos. Su conversión ya no tiene retorno. Diez minutos después, Anakin Skywalker se convierte para siempre en Darth Vader, la espada del Imperio. Con Darth Vader, el Imperio tiene ese hombre que tanto quería el Kurtz de Brando: alguien capaz de cortar el brazo de sus propios niños. Y como Estados Unidos hoy, Lucas es capaz de hacerlo, pero no de mostrarlo.

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