ARTE > EL INGLéS JEREMY DELLER EN BUENOS AIRES
Reconstruye enfrentamientos entre mineros y policías con los mismos participantes 20 años después, recorre la Norteamérica profunda en busca de las historias al margen de la historia, recopila el folclore inglés que la elite londinense esnobea, retrata con la misma distancia a un bushista confeso y a un ex Pantera Negra... Cruza de director creativo y antropólogo, Jeremy Deller pasó por Buenos Aires de visita exploratoria y explicó por qué cree que el arte popular está ahí afuera, y sólo hay que saber mirarlo.
› Por María Gainza
Cuando en 1648 un grupo de ambiciosos artistas franceses ingresó a la Real Academia de Pintura y Escultura, buscaban elevar el arte bajo estrictas reglas de decoro. Una de ellas estipulaba que ningún miembro de la Academia podía tener un negocio o exhibir su trabajo de tal manera que éste pudiera ser visto desde una vidriera. De un plumazo, cortaron así el vínculo entre el arte y la vida en las calles. Llevó años reestablecerlo. Tuvo que venir Duchamp para explicarnos que cualquier cosa podía ser arte (siempre y cuando alguien se atreviera a poner el dedo sobre ella), tuvo que venir Beuys y decirnos que todos somos artistas y tuvo que entrar Warhol para avisarnos que –por si no nos habíamos dado cuenta– hacer arte era igual a hacer cualquier otro producto comercial (en el fondo la cara impávida de Warhol es eso: el estado de shock ante la obviedad de lo que ve). Pero el pop hizo más que intentar superar la división entre lo elevado y lo ordinario. El producto más perfectamente terminado que produjo The Factory fue la idea del artista como director creativo.
Así podríamos definir al inglés Jeremy Deller, ganador el año pasado del mediático y prestigioso Turner Prize. Deller es un hombre de narrativas más que de objetos aislados, estéticamente comprimidos, y sus trabajos lo han llevado a asumir el rol de curador, mediador, productor y editor. De paso por Buenos Aires, invitado por el British Council en una visita exploratoria, mostró imágenes y fragmentos de sus películas.
“No podía dibujar, ni pintar ni modelar”, contó Deller “y como no tenía taller, mi primera muestra fue en casa de mis padres. Aproveché una semana en que se habían ido de vacaciones para hacer Open Bedroom, una muestra que presentaba la casa tomada. El baño, el comedor, las habitaciones atiborradas con gráficos, fotografías y carteles que, entre otras cosas, leían: ¿Te creés que esto es un hotel?”.
Recién años después, cuando Deller, ya famoso, publicó un libro con sus trabajos, los padres se enteraron del evento. Siguieron acciones que parecen picardías de adolescente (ej.: pegar calcomanías en autos de policía), pero hay algo en ellos que ya anuncia lo que vendrá. Porque lo de Deller es un pop al revés: que más que elevar el arte popular a la categoría de Bellas Artes, les pide prestado a las Bellas Artes para hacer arte popular. Como decía el artista Alex Bag: “¿Qué sentido tiene hacer arte para gente que es tan inteligente que ni siquiera mira televisión?”.
Deller comenzó su conferencia en Buenos Aires con una imagen de Caravaggio, indicando así su vínculo con una tradición del arte que buscaba incluir al pueblo en el espacio psicológico de la pintura. La elección no fue del todo feliz, porque si hubo un movimiento manipulador y, como se dice ligeramente hoy, psicópata, fue el Barroco. Pero aunque un poco ingenuo, el interés de Deller por democratizar el arte parece real. La batalla de Orgreave (2001) es quizá su trabajo más complejo: la recreación de la lucha violenta entre mineros y policías ocurrida el 18 de junio de 1984 al sur de Yorkshire. El conflicto original fue un intento de la administración Thatcher por destruir el creciente poder político de las clases obreras. Diecisiete años más tarde, 800 personas provenientes de grupos de reconstrucción histórica y ex mineros participantes de la batalla original volvieron a recrear el episodio ante las cámaras del director de cine Mike Figgis. Como ejércitos medievales, se arrojaron piedras, corrieron por las calles ante el avance de la policía montada y maldijeron a los gritos. Deller sostiene que su interés no residía en curar heridas, sino en “desenterrar un cuerpo para volver a realizarle una autopsia”. Quizá por eso su trabajo no es abiertamente político ni sentimental y, más que predicar, insinúa. Trata más sobre la dignidad de la gente que sobre derechas e izquierdas. Y finalmente deja flotando loinevitable: la certeza que en tiempos de guerra la primera víctima es la verdad.
Como un antropólogo que no se deja atrapar por su objeto de estudio, Deller se aleja de las cosas para volver a mirarlas. En Memory Bucket, una película sobre Texas, California, captura con la misma distancia (“No me interesa la ironía. Es demasiado fácil reírse de la gente”, dice Deller) al manager de un café que está todo excitado por la próxima visita de George Bush como a un grupo que protesta contra la guerra o a un sobreviviente de la matanza de Waco (“En un sentido Waco no es diferente a la invasión a Irak”, dice Deller, “se demoniza a una persona y luego se la utiliza como excusa para ejercer cualquier tipo de violencia”). La película termina con una secuencia de murciélagos saliendo de una cueva. Como todo en Deller, es ambiguo, un final abierto. Puede ser la peor pesadilla de Hitchcock pero también una elegía: “Ver estas fuerzas de la naturaleza es una visión muy romántica, en el sentido más clásico del término”.
After the Gold Rush es una colección de 96 páginas de mapas, historia, entrevistas, fotografías, CD, que indagan en la historia de California. La guía/búsqueda del tesoro revela puntos turísticos bizarros, un minimuseo de lo burlesco regenteado por una mujer que es exactamente igual a Marilyn Monroe (si Marilyn estuviese viva) y de hecho al hacer el tour imita su voz, o un local manejado por dos ex Panteras Negras. “Es una historia paralela a la gran historia. Los escuché durante horas. Uno puedo olvidarse de un paisaje, pero no de una persona. Son la historia viviente en el mejor de los sentidos y resume mi opinión sobre los Estados Unidos: el mejor y el peor país del mundo”.
Está también el Folk Archive, un rejunte de todo lo que la cultura alta de Inglaterra esnobea. Un archivo de imágenes que capturan desfiles pueblerinos, competencias de fumadores, castillos de arena, festivales de autos que hacen trompos (“Viejas malas conductas que con el tiempo son asimiladas”), colecciones de caracoles o elefantes mecánicos diseñados por gente común y corriente. “Me atraen las demostraciones públicas, pero al mismo tiempo me atemorizan”, dice mientras muestra una foto de un desfile donde unas niñitas sostienen una cruz que termina en bandera norteamericana mientras entonan himnos y reparten Biblias camufladas. Podría ser una performance hecha por un acólito de León Ferrari: “Me pareció la mayor obra de arte pública jamás hecha. Pero por casualidad”, confiesa Deller.
Los trabajos de Deller son reportes, un despliegue de información que supone que está en nosotros encontrar sentido dentro del tumulto. Pero una de las ideas más sensibles que habita en sus trabajos es la noción de interconectividad. Cuando Deller convenció a una típica banda escocesa de instrumentos de vientos de tocar acid jazz no estaba planteando simplemente un juego de ingenio sino una forma de buscar qué conectaba a esta banda vinculada a la Revolución Industrial y a los pueblos mineros con el acid jazz, una música asociada a las drogas y a la revolución digital.
La imagen de la existencia como red no es una idea nueva. Está aquel viejo mito de la araña que tejió el universo y en cada intersección de los hilos nació una estrella, una flor, un animal y, finalmente, un ser humano, todos habitando un cruce del camino de esa red. El mito se reflejó en la poesía, Frances Thompson dijo: “No se puede arrancar una flor sin hacer temblar a una estrella”; y luego en la ciencia: Einstein buscaba una teoría unificada del todo, hoy la teoría de las cuerdas supone una realidad compuesta por cuerditas, y cada modo de vibración corresponde auna partícula diferente. Cuando se le menciona esto, Deller comenta: “Todo está conectado con todo. Así funciona mi cerebro”.
Los ingleses ven a Deller de dos maneras. O bien entienden que el legado pop sigue dando coletazos –pero bajo su sombra: cada vez que alguien señala un objeto de la cultura popular está reciclando nociones del pasado– o bien lo ven como un visionario.
Richard Dorment del Daily Telegraph escribió: “Jeremy Deller es un ejemplo de libro de texto de por qué el arte contemporáneo es tan aburrido. Me parece bien que tome el rol de empresario, dj y productor. Pero lo que me molesta es que Deller no encuentra un cliché que no le guste y que no haya una opinión política que no pueda incluir en una cartelera. Su nueva película, Memory Bucket, es una vista por los pueblos de Waco y Crawford, la residencia de Bush (...) ¿Es eso un blanco fácil o qué? (...) Estos reportes iluminados desde el corazón de las tinieblas de los europeos no son difíciles de hacer, y aun si lo fuesen, un americano llamado Michael Moore ya lo hizo. ¿No es acaso el mundo del arte el lugar donde uno debe probar nuevas ideas en lugar de reforzar las viejas? Para responder a mi pregunta, en el mundo del arte uno puede salirse con la suya haciendo cosas realmente obvias, cosas tontas, y la gente no parece darse cuenta porque generalmente piensa que no lo entiende”.
A lo que Jonathan Jones, de The Guardian le contestó: “¿Es esto arte? ¿A quién le importa? Lo que importa es Deller. Lo que lo separa a él del resto es su optimismo utópico y su creencia en la gente. Los otros artistas presentan productos. Deller, en cambio, te invita a una conversación. El Turner Prize es profunda, clásicamente romántico. No se otorga por un grupo de obras interesantes sino a una sensibilidad expandida. Por ser un artista en el sentido completo y wagneriano de la palabra, un creador, un generador. Deller es un verdadero artista, un sutil y genuino exponente del deseo de Robert Rauschenberg de actuar en el espacio entre el arte y la vida. Deller es uno de los pocos artistas de su generación en tener una visión”.
Probablemente no sea ni lo uno ni lo otro. Pero habrá que esperar a ver su obra en vivo y directo para saberlo. Como dice el saber popular (después de todo de eso estamos hablando): los pingos se ven en la cancha.
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