CINE > LA MEJOR ADAPTACIóN DE JOHN IRVING A LA PANTALLA GRANDE
Cuando John Irving leyó el guión basado en su novela The Door in the Floor, le gustó tanto que vendió los derechos a 1 (un) dólar. Sepa por qué es tan buena.
› Por Rodrigo Fresán
Existen pocos animales menos cinematográficos –menos cinéticos– que los escritores. De ahí que por lo general (y tal vez por esa secreta tensión que siempre hubo entre Hollywood y los que escriben en y para Hollywood, y los que llegaron a Hollywood y ya nunca volvieron a escribir como solían hacerlo) las películas de o con literato suelan ser espectáculos vergonzantes para casi todos y, muy especialmente, para los que pasan buena parte de su vida sentados frente a un cuaderno, una máquina de escribir, una pantalla pequeña. Porque lo cierto es que pocas cosas más aburridas de ver y más intransferibles a segundos y terceros que el acto de ordenar palabras hasta arrancarles una historia. La música y la pintura y la escultura son mucho más fotogénicas y dramatizables: hombres dirigiendo orquestas invisibles en los bordes de un acantilado o embadurnados de colores y colgando de andamios con cincel en mano y...
Tal vez por eso el escritor infantil Ted Cole (Jeff Bridges) en The Door in the Floor escribe poco y cortito, y prefiere pasar el tiempo pintando vecinas desnudas y jugando al padel y atormentando a su asistente y aprendiz Eddie O’Hare (Jon Foster) mientras éste descubre el sexo por cortesía de la sufrida Marion (Kim Basinger), esposa del primero y partida en tres por el dolor de la muerte de dos de sus hijos.
The Door in the Floor es la inteligente adaptación de la primera parte de la novela de John Irving, A Widow for One Year, (1998) editada por Tusquets como Una mujer difícil. Y lo cierto es que funciona –en alguna parte leí que Irving, luego de leer el guión, se mostró tan satisfecho que vendió los derechos por apenas un simbólico dólar– porque ésa es la mejor parte del libro y porque su director y guionista, Tod Williams, tuvo la inteligencia de presentarla como un producto tan humilde como sentido. Una especie de Verano del ‘42 revisitado, transcurriendo en una época indeterminada que pueden ser los ‘70 o la actualidad y, por supuesto, apoyado en otra formidable creación de Jeff Bridges.
Jeff Bridges –como Bill Murray– es uno de esos contados y magistrales intérpretes que actúan sin actuar y, sin embargo, todos y cada uno de sus personajes están dotados de sutilezas y rasgos distintivos (“Lo que importan son los detalles”, diría Ted Cole) por más que todos vistan ese cuerpo grande y esa voz inconfundible. Ver y verlo en La última película, The Vanishing, Fat City, Pescador de ilusiones, Tucker, Fearless, Los fabulosos Baker Boys, American Heart, Starman y –last but not least– El gran Lebowsky, en la que su caracterización como The Dude se ha convertido en tótem y culto para los veteranos de Vietnam. Ver, también, las muchas películas mediocres que hizo y admirarse porque sólo su presencia pueda convertir en una experiencia agradable un film con Barbra Streisand o Robin Williams (quien, ya que estamos, arruinó la adaptación cinematográfica de otra novela de Irving, El mundo según Garp, convirtiéndose en el escritor más intragable en la historia del celuloide).
Bridges –hijo de Lloyd y hermano de Beau, nacido en Los Angeles en 1949– parece llegar al set recién levantado y hacer lo suyo y hasta la vista. Porque Bridges sólo filma cuando lo necesita y el resto del tiempo lo ocupa sacando fotos (muy buenas, publicó un libro), pintando (los dibujos que aparecen en The Door in the Floor son suyos), cantando y tocando la guitarra con su banda (grabó un buen disco muy en la onda John Hiatt) o disfrutando de su prole y de su largo matrimonio. El mundo del cine parece ser, para él, apenas uno de varios mundos. Y, ahora que lo pienso, tal vez por eso (por esa elegante y un tanto cínica dejadez; suyo es ese pseudo Clinton en The Contender, un presidente sólo preocupado por los sandwiches de queso pero que, cuando la cosa se complica, corta cabezas como si fueran fetas de gruyère) Bridges me recuerda cada vez más, según pasan los años, a Robert Mitchum.
Y por todo esto es que Jeff Bridges consigue el retrato de un escritor verosímil –las ráfagas de egocentrismo, las miserias apenas escondidas, la manipulación de segundos y terceros como si se trataran de sus personajes– en The Door in the Floor. El problema es que la mayoría de las películas no se atreven a filmar eso y prefieren lo otro: paisaje de hombre en escritorio y, después, la gloria o el alcohol. Lo que sucede afuera. No es culpa de nadie. No es fácil filmar un mecanismo o el modo en que una cabeza inventa y luego escribe. Pero aún así hay un puñado de títulos que se las han arreglado para transmitir –en mayor o menor grado– qué se siente y cómo se hace. Y, a continuación, una breve y caprichosa antología muy personal a compartir o rechazar y, claro, seguro que me olvido de alguna:
1 La dolce vita, de Federico Fellini (1959). Marcello asegura que está escribiendo una novela pero, en realidad, se la pasa perdiendo el tiempo viviendo experiencias que harían una obra maestra. La gran película sobre el no escribir.
1 Julia, de Fred Zinnemann (1977). La relación entre Lillian Hellman y Dashiel Hammett y, ah, esa casa en la playa con la que todos alguna vez soñamos.
1 Providence, de Alain Resnais (1977). La noche insomne y pesadillesca de un viejo y laureado escritor –John Gielgud– quien, en lugar de contar ovejas, reescribe las vidas y las obras de sus seres supuestamente queridos. Y después los soporta a la hora del desayuno.
1 El amor en fuga, de François Truffaut (1979). Director de cine que amó los libros como pocos –todas sus películas están llenas de libros– y que finalmente, a la altura del último capítulo, convirtió a su Antoine Doinel en escritor. Lo que no impide que éste siga corriendo y molestando a sus ex novias y futuras esposas.
1 Betty Blue, de Jean-Jacques Beneix (1986). Extrema, artificiosa, adolescente pero, aun así, el cóctel definitivo de tinta con tequila y amour fou. Cuadernitos, sexo, locura y, al final, solo y triste, pero... ¡édito!
1 Barton Fink, de Joel y Ethan Coen (1991). Pocas veces el bloqueo de escritor se vio tan bien y tan monstruoso. A destacar las conversaciones entre Turturro y Goodman quien, claro, repite una y otra vez aquello de “tengo una gran historia para contarte”. Y Turturro, claro, no lo escucha. Y no sabe lo que se pierde. Y ya lo va a saber.
1 Smoke, de Wayne Wang (1995). Hay gente que odia esta película; pero hay pocos escritores más escritores que el que compone aquí William Hurt. Y la escena final –en la que el profesional de la escritura se “bate a duelo” con el narrador oral que es Harvey Keitel y, títulos finales, se “construye” el cuento– es algo raro y emocionante.
1 El tiempo recobrado, de Raúl Ruiz (1999). Las biopics de escritores suelen ser material delicado; pero aquí se consigue –con la excusa de adaptar el último volumen de En busca del tiempo perdido– una extraña e irrepetible hazaña: filmar una vida a partir de un modo de pensar y de ver las cosas. El resultado final es una mezcla de Visconti con Kubrick. Lo que no es poco.
1 El secreto de Joe Gould, de Stanley Tucci (2000). El libro es tanto mejor pero, aun así, aquí late ese momento terrible en que Joseph Mitchell no sólo descubre que Gould no escribió sino que, también, él mismo ya no volverá a escribir.
1 2046, de Wong Kar-Wai (2004). A principios de los años ‘60, en Hong Kong y Shanghai, un seductor serial busca olvidarlo todo escribiendo una novela de ciencia-ficción que lo proyecte en el tiempo y en el espacio. Y, por supuesto, lo único que consigue es recordarlo todo.
Y, sí, agregar aquí al Ted Cole de Bridges en The Door in the Floor. Una película pequeña, pero lograda con un actor grande y que –al contar nada más que el principio de la novela– nos ahorra el final más terrible de todos. Sépanlo: el joven Eddie crece y escribe y publica.
Y es un escritor mediocre.
Un escritor al que nadie le dedicaría una película con escritor.
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