Dom 16.06.2002
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REQUIEM POR MITTELEUROPA

RESCATES ¿Quién es Sandor Marai, el novelista húngaro de preguerra que la crítica internacional acaba de rescatar del olvido y poner a la altura de Thomas Mann y Robert Musil? La aparición de El último encuentro y el anuncio de la publicación del resto de su obra en los más importantes idiomas occidentales (incluyendo, afortunadamente, el castellano) permiten a los lectores limpiarse el paladar de tanta hojarasca editorial y probar el inigualable sabor de un secreto literario añejado durante cuarenta años de ostracismo.

› Por Juan Forn

El 21 de febrero de 1989, un ciudadano centroeuropeo se suicidaba en San Diego, California, poco antes de cumplir los noventa años. Sus deudos (una nuera y tres nietas, todas ellas norteamericanas) adjudicaron el triste suceso al pozo de depresión en que se había sumido el anciano luego de las muertes sucesivas de su esposa y de su hijo adoptivo (el padre de las niñas) en menos de dos años. Grande fue la sorpresa de las cuatro cuando, al llegar al entierro, descubrieron un equipo de Radio Europa Libre pidiendo permiso para transmitir a Hungría los responsos de ese anciano para ellas inofensivamente anónimo, que llevaba 41 años sin pisar su tierra natal.
Casi al mismo tiempo, en unas oficinas de París, el editor y escritor italiano Roberto Calasso cedía a uno de sus vicios impenitentes y desatendía una tediosa reunión editorial para sumergirse en la lectura de un catálogo donde se ofrecían viejos volúmenes de literatura centroeuropea traducidos al francés entre el ‘46 y el ‘50. Calasso terminó levantándose de la reunión para encargar con urgencia todos los títulos que figuraban en ese catálogo de un ignoto novelista húngaro y se enclaustró en su habitación de hotel a leerlos hasta la partida de su vuelo a Milán. Meses después, en la Feria de Frankfurt, reunió en una cena a seis de sus más prestigiosos colegas europeos y dedicó las dos horas siguientes a convencerlos de que se sumaran al proyecto que se proponía llevar a cabo desde la editorial Adelphi. Fueran los legendarios postres alemanes, la elocuencia igualmente legendaria de Calasso o los nuevos aires que soplaban desde la caída del Muro de Berlín, los seis editores se embarcaron en el descabellado proyecto de reeditar poco a poco, y en los más importantes idiomas occidentales, la obra de Sandor Marai, aquel nonagenario que se había descerrajado un balazo en el paladar meses antes, en San Diego, California.
Las cosas se toman su tiempo en el mundo editorial pero, a doce años de aquella cena en Frankfurt, la quimera de Calasso se ha convertido en realidad. El ariete ha sido El último encuentro, un libro de 1942 cuya reedición no sólo ha sido ensalzada hasta el delirio por la crítica y elegida uno de los libros del año 2001 en Italia, Francia, España, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Portugal y Brasil (con ventas que superan los cien mil ejemplares en cada uno de esos países) sino que amenaza convertirse en superproducción cinematográfica en el futuro cercano, protagonizada por Anthony Hopkins y Juliette Binoche. Que el cine trivialice un libro tan formidable es una noticia menor y hasta bienvenida si eso contribuye a que sigan traduciéndose o reeditándose los demás títulos de un autor que retrató con maestría comparable a la de Robert Musil, Joseph Roth, Leo Perutz y Gregor von Rezzori la agonía de ese mundo mitteleuropeo que no supo cómo sobrevivir el fin del imperio austrohúngaro.
Y digo reeditando porque los lectores de habla castellana de los años 50 (y los habitués de librerías de viejo) ya conocían El último encuentro, sólo que con un título más fiel al crepuscular original: A la luz de los candelabros (la reciente edición anglosajona rescata al menos algo del título original al rebautizarlo Embers, o “Rescoldos”, ya se verá por qué). En el extenso prólogo de aquella edición de Destino de 1946, el traductor F. Oliver Brachfeld contaba que Marai había nacido en 1900 en Kassa (hoy Kosice, en Eslovaquia), que era sobrino del “universalmente famoso catedrático de derecho” Beni Grosschmidt (Marai es seudónimo literario) y hermano del cineasta Geza Radvanyi; que empezó a escribir en diarios húngaros a los 14 años y a publicar poemas a los 18, luego de volver de un viaje por Palestina; que, con la llegada al poder del nacionalista Horthy, se exilió en Leipzig (desde donde escribía para el Frankfürter Zeitung) y París (donde conoció a Ilona, la mujer que lo acompañaría el resto de su vida, y donde tradujo al húngaro las obras de Kafka, Trakl y Benn) y que, a su retorno a la patria, conoció el éxito y el escándalo con Los rebeldes (1931), una novela que retrataba un “despertar de primavera físico y moral que se abría a todas las seducciones, sobre todo las ilícitas, tanto políticas como sentimentales” y que inauguró para él y sus lectores una producción literaria febril que ni siquiera la invasión nazi pudo aplacar (aunque durante la ocupación Marai sólo publicó un título, un Libro de hierbas que ofrecía recetas de infusiones curativas para el cuerpo y el alma, y que, en clave, animaba a sus compatriotas a hacer frente al invasor, al que llamaba “los males de la existencia”). El prólogo de Brachfeld culminaba con la noticia de que, pese a los rumores que corrían por la Europa liberada, Marai no había sucumbido durante la guerra en un campo de concentración (como tantos compatriotas y colegas suyos), y festejaba la noticia anticipando la traducción de los libros más “intensos” de su admirado autor: las novelas Interludio en Bolzano, Los celosos y Divorcio en Buda y la autobiografía Confesiones de un burgués.
De todos ellos, sólo es posible rastrear una edición de Los celosos, publicada por Janés en 1949 y también traducida por el inefable Brachfeld. Afortunadamente, Salamandra (el sello que relanzó en nuestro idioma El último encuentro) anuncia para dentro de poco Buda y Bolzano, además de haber publicado ya La herencia de Esther (de 1939). Vale aclarar que las nuevas traducciones (de Judit Xantus) exhiben un castellano francamente más límpido que las de Brachfeld, pero carecen por desgracia de sus inigualables introducciones. De hecho, parece no haber más Brachfelds en el mundo editorial, lo que hace más que azaroso reconstruir el accidentado itinerario posterior de Sandor Marai. Se sabe, por su Memoria de Hungría 1994/1948, publicada por un pequeño sello de expatriados en Canadá en 1972, que Marai tuvo un único hijo con Ilona, llamado Kristof, que murió a poco de nacer en 1940. Poco después, los bombardeos aéreos destruyen la residencia de la pareja en Budapest y deben buscar refugio en una aldea, donde salvan la vida a un huérfano que llamarán Jan y se convertirá en su hijo adoptivo. Giorgio Pressburger, que conoció a Marai durante la guerra, cuenta que este hombre “mimado por las mujeres y adorado por sus lectores” se negó, a pesar del antisemitismo imperante en Hungría, a que su esposa Ilona (que era judía) llevara la estrella cosida a su abrigo. Según Imre Kertesz (otro escritor húngaro, sobreviviente de los campos), cada vez que los “cruces gamadas” detenían a la pareja, Marai los apartaba con un gesto de la mano tan inconcebible como raramente eficaz. “Su pertenencia a aquella burguesía cosmopolita de principios de siglo se convirtió en su maldición y su bandera”, agrega Pressburger, a propósito de la decisión de Marai de abandonar Hungría cuando se impone el régimen comunista. Primero prohibió que se reeditaran sus libros, dispuesto a “escribir sólo para el cajón”. Cuando las autoridades se burlaron de su decisión y quemaron en público los ejemplares que quedaban en librerías y bibliotecas, decidió emigrar con su mujer y el hijo adoptado.
El exilio lo llevaría de Italia a Suiza y de Londres a Nueva York, donde consiguió por fin un empleo en Radio Europa Libre. Los años pasaban y Marai se iba perdiendo en la memoria de los lectores de su país y del continente. Lo único que escribía para entonces eran sus diarios y sus libelos radiofónicos. En un intento por cambiar de vida y recuperar la literatura se dejó convencer por Ilona y volvieron a Italia, pero la experiencia duró poco: extrañaban demasiado a Jan (quien, aunque había americanizado su nombre a John luego de casarse, seguía siendo el interlocutor favorito de Marai a la hora de recordar Hungría) y aceptaron su propuesta de instalarse con él en San Diego para ver crecer de cerca a sus nietas. El resto ya ha sido dicho: cuando la muerte se llevó a Ilona y a Jan en menos de dos años, Marai compra un arma y decide acompañarlos en ese exilio definitivo. Su nuera y sus tres nietas comprenden durante elentierro que los innumerables cuadernos garabateados en grafía incomprensible que encontraron en el departamento constituyen una clave para que no sólo ellas sino la humanidad puedan acceder al misterio de esos 41 años de aparente silencio de Marai lejos de su patria.
Sugestivamente, El último encuentro también gira en torno de un silencio de 41 años: el que separa a dos amigos de infancia, oficiales del ejército austrohúngaro, cuando uno de ellos abandona el regimiento, la patria y a su amigo sin explicaciones. Los dos ancianos saben que deben saldar cuentas antes de morir y eso precisamente es lo que narra la novela: no la espera de 41 años sino el reencuentro final, a lo largo de una noche, en una residencia campestre, a la luz de los candelabros, donde los rescoldos de la memoria arderán con la intensidad y el dramatismo de lo postrero. En sus diarios, Marai consideraba este libro “una de mis creaciones menores”. Habiendo leído Los celosos, con su panorámico fresco de época y la fenomenal galería de personajes que desfila por sus 400 páginas, puede entenderse un poco más la subestimación de esta “pieza de cámara” por parte de su autor (La herencia de Esther es casi un calco, sólo que en este caso es el reencuentro de dos amantes y no de dos amigos el centro neurálgico de la novela) y celebrar que este rescate de Marai permita que lleguen a nuestras manos sus obras “sinfónicas” (desde Interludio en Bolzano y Divorcio en Buda hasta Los rebeldes y los Diarios) para que se corrija por fin esa tristísima sentencia que Marai anota en su diario durante el exilio (“El mundo parece no tener necesidad ya de literatura húngara”) y adquiera cabal significado la sentencia que rige sus Confesiones de un burgués: “Quizá sea éste mi destino y mi deber como escritor: retratar la desintegración de esa burguesía en la que nací y a la que llegué a comprender a través del escrutinio de sus raíces más hondas y hoy cada vez menos visibles”.

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