ITINERARIOS > LA MISMíSIMA RUTA DEL QUIJOTE
Pueblos que se disputan ser el lugar de nacimiento de Don Quijote. Pueblos en los que toda su población copia a mano El Quijote. Un único pueblo que ignora al Quijote y reivindica a Sancho Panza. Molinos auspiciados por países
latinoamericanos. Una teoría según la cual el caballero andante sería judío. Y el mismísimo pueblo de Cervantes, donde apenas quedan 17 personas y un cura que casi no va. En el año del Cuarto Centenario, Radar viajó a España y se lanzó a La Ruta: el camino que Don Quijote y Sancho Panza emprendieron hace 400 años.
› Por Ariel Magnus
Cervantes se debe de haber hecho la misma pregunta frente al pergamino en blanco: ¿por dónde empiezo? La meticulosa imprecisión de su respuesta –fiel a su cruzada realista, el autor de El Quijote cambia el “Había una vez hace mucho tiempo” por un “Había acá nomás hace recién”– demuestra que nunca terminó de saberlo. Menos poder de resolución se puede esperar entonces del viajero moderno frente a su colorido mapa: podría empezar por Alcalá de Henares, la ciudad que supuestamente vio nacer a Don Miguel. O por Esquivias, al sur de Madrid, donde se conserva la casa de Don Alfonso Quijada Salazar, pariente de su esposa. O bien por Argamasilla de Alba, indiscutido hasta hace poco como el pueblo natal de Don Quijote; o bien por Villanueva de los Infantes, la nueva propuesta de los eruditos; o bien por El Toboso, puesto que toda verdadera aventura empieza por una mujer. Claro que también hay opciones menos ortodoxas: emborracharse en algún lugar de la Mancha de cuyo nombre no podremos acordarnos ni queriendo, comprar en los Carrefour que llevan en su publicidad la insignia del Cuarto Centenario (¡tres productos por el precio de dos!), dejar que decida la suerte una de las monedas de 12 euros especialmente acuñadas para la Celebración, quedarse en casa leyendo guías turísticas. Saliendo al cruce de tantos caminos, los organizadores del Cumple han estatuido que La Ruta –con 2500 km, “el corredor ecoturístico y cultural más largo de Europa”– empieza oficialmente en Toledo. Es la única razón que habla en contra de empezar por ahí.
Según consta en el capítulo nueve de la primera parte del mejor libro que se ha escrito en lengua castellana, fue en Toledo donde Cervantes adquirió por medio real el enteramente ficticio manuscrito de Cide Hamete Benengeli. La etiqueta exige, pues, hacerse de una edición de El Quijote en el mismo sitio, y hete aquí que frente a la Catedral se halla “la única librería anticuaria de toda la Mancha” (palabras de su dueño), donde los Quijotes cuestan efectivamente medio real nuevo. Pero hay trucos para llegar al doloroso monto: estacionar el auto fuera de las murallas (enhebrarse a través de las calleagujuelas es de todos modos una mala idea), ahorrarse la entrada de la sinagoga de Santa María La Blanca (con ver las postales alcanza) y no dejarse embaucar por el cuidador del monasterio de San Juan de los Reyes (pide coima para dejar sacar fotos que igual se pueden sacar a sus espaldas). Para los ortodoxos de la ruta, no hay mucho para hacer en Toledo además de comprar el libro. Además, se trata de la ciudadela más bonita de Europa: mejor abandonarla antes de que, como su afamado mazapán, empalague.
En El Toboso es donde Don Quijote dice “Con la iglesia hemos dado, Sancho”, frase que algo variada y con sentido propio supo luego adquirir status de hecha dentro del refranero español. Se trata, en efecto, de una iglesia de proporciones, la del Toboso, ya avistable kilómetros antes de llegar al pueblo. Delante del edificio hay un conjunto escultórico de hierro que muestra a Don Quijote declarándole su amor a Dulcinea (ella con cinturita de avispa, él con gorrito de prelado), a la izquierda está el Museo Cervantino, que alberga una importante colección de ejemplares en distintos idiomas (corre el rumor, que no nos fue dado confirmar, de que hay un ejemplar alemán con la firma de Hitler y otro italiano con la de Mussolini), y más allá está la casa de Dulcinea, cuyo interior se encontraba cerrado al público por refacciones al momento de nuestra visita. “¿No podían acordarse de arreglarla un poco antes?”, le espetamos al cuidador. Acaso alentado por el acento argentino, nos responde en confianza: “Bueno, ya sabes cómo son estas cosas”. Entre las atracciones de este simpático pero menguante pueblito (“Mis cuatro hijos se fueron, sólo vamos quedando los viejos”, comenta ya ni siquiera en tono de queja una tobosiana de nacimiento) se halla también Feliciana la loca. Basta quedarse parado por ahí, lejos de los grupos de turistas, para que se acerque a ventilar sus secretos: según ella, que dice ser hija no reconocida de la reina de España y que puesta a cantar viejas canciones españolas no para más, la verdadera casa de Dulcinea con sus descendientes actuales queda al lado de la estación de servicio. Allí cuelga, anunciando el Centenario, uno de esos tristes carteles luminosos de kermés dominguera que poco después de su estreno empiezan a fallar letra por letra y en la primera noche de viento fuerte se vuelan para siempre.
Desde que Azorín empezara allí su Ruta del Quijote en conmemoración del Tercer Centenario, Argamasilla de Alba pasa por ser la cuna del caballero andante (también reclamaron ese honor Esquivias, Villaverde, Tirteafuera, Argamasilla de Calatrava, Quintanar de la Orden, entre otras). En este “pueblo enfermizo, fundado por una generación presa de una hiperestesia nerviosa”, está la prisión donde se supone que Cervantes empezó a escribir su libro. Las calles llevan nombres reminiscentes de la novela; sobre la carretera, un cartel anuncia orgulloso: “El lugar de la Mancha”.
Sin embargo, todo indica que la hegemonía de Argamasilla ha tocado a su fin. Nuevos estudios demuestran que la verdadera y única e indiscutible cuna del caballero es Villanueva de los Infantes, hasta próximo aviso. Desde entonces, un cartel idéntico al de Argamasilla pende a la entrada de este otro pueblo, que para festejar la novedad se ha impuesto una tarea ya prefigurada por Borges: entre todos los habitantes están copiando El Quijote a mano.
Pero el pueblo cuenta también con otros atractivos: el nombre de ciertas comidas autóctonas (Duelos y quebrantos; Migas de pastor; Patatas gañaneras; Pipirrana), la luz de la iglesia (sólo funciona si los visitantes echan un euro en la ranura) y el convento donde murió Francisco de Quevedo, hoy convertido en una hostería –cara, pero atendida por una brasileña–.
Cuenta Azorín que, mientras en todas las otras ciudades de la Mancha se pelean por ser la patria del Quijote, en Campo de Criptana se cultiva el sanchismo: “Criptana quiere representar y compendiar el espíritu práctico, bondadoso y agudo del sin par Sancho Panza”. Eso no obstante, al llegar a los molinos notamos que recién ahora se empezaron lentamente a acordar de hacer un estacionamiento para autos. “Tú sabes cómo es esto”, comenta el jefe de la obra. Como la gente de la oficina de turismo se ha ido a dormir la siesta (de 13 a 17 no pasa mucho en la Mancha, lo que no equivale a decir que las horas restantes sean muy distintas), don Julio toma un par de llaves y nos muestra los molinos por dentro.
De los treinta y pico que hubo alguna vez, dice, sólo quedan 10, y de esos sólo 3 conservan aún el mecanismo interno. Frente a uno de estos centenarios armatostes de madera, don Julio se esmera por explicar cómo se molía el grano y nosotros hacemos todo lo posible por disimular que no le entendemos un pomo. Cada una de las ventanitas, indica antes de irnos, llevaba el nombre del viento que entraba desde esa dirección: matacabras, solano, vendaval, bochorno... los nombres flotan en el aire quieto de la siesta.
Los siete molinos restantes, patrocinados cada uno por un país latinoamericano, funcionan como museos: hay un molino dedicado a Sarita Montiel, otros se ocupan de la labranza o el vino, el argentino homenajea al célebre Enrique Alarcón. ¿Quién? Nuestro guía se muestra ofuscado: “Alarcón, el cineasta argentino”. Nos disculpamos por nuestra ignorancia: más tarde el sitio www.imdb.com nos indicará que se trata de un escenógrafo español nacido en Campo de Criptana. Que no es, por lo demás, el único lugar donde admirar estos amistosos molinos: los hay también en Consuegra y Mota del Cuervo. Los hay por todas partes, en rigor: según la World Wind Energy Association, el año pasado España fue el país que más creció en producción de watts mediante molinos de viento. Un gigante de la energía eólica.
El episodio de la cueva de Montesinos es uno de los más oscuros de El Quijote. Nunca sabremos si lo que el Don dice haber vivido dentro de ella fue realidad, sueño o invención. Por primera y única vez en todo el libro, nuestro caballero no es sólo protagonista sino también narrador de su aventura: ningún abogado de la cordura se encuentra a su lado como para asegurarnos que los gigantes son molinos, los yelmos no más que bacías y los fabulosos castillos, ventas de mala muerte. Aquí Don Quijote se hace cargo de El Quijote; deja las riendas de Rocinante para tomar las de la historia; se arma, ya no caballero, sino narrador.
Visto desde este luminoso, clarividente enfoque, es bueno estar tan falto de luces como para llegar a la cueva de Montesinos sin linterna: saldremos de ella sabiendo tanto como al leer el libro. Antes, nos cuenta un conductor de bus, la cueva estaba iluminada por dentro, pero como se robaban todo, el gobierno decidió no poner un duro más para mantenerla. ¿Ni para el Centenario se les ocurrió arreglarla? “Y... tú sabes cómo es esto”.
El bus transporta a la promoción cincuenta y tantos de la carrera de Ingeniería de alguna universidad del sur. Después de visitar la cueva, el grupo se acomoda bajo un árbol, uno de los ancianos saca el libraco y se pone a leer, el resto lo escucha, comenta, se ríe. Es un momento mágico. Y qué prethiosho que shuena el Quijjjote en eshpañol de verdath.
El Quijote ha dado pie a diversas interpretaciones, pero tal vez ninguna tan radical como la de Leandro Rodríguez. Este profesor de Derecho Internacional de la Universidad de Ginebra defiende hace mucho la tesis de que Don Quijote no era manchego, sino manchado: un judío converso, igual que Cervantes. A esa mácula sanguínea y no a cierto lugar del centro de España habría aludido el manco de Lepanto llamando a su héroe De la Mancha, por lo que todas las referencias geográficas del libro han de ser leídas cum grano salis: ni El Toboso ni los Campos de Montiel ni aun la cueva de Montesinos son más que metáforas. Es una teoría fuerte: insinúa que los libros suceden en lugares imaginarios y que cualquier visita a su presunta geografía es, por lo bajo, una puerilidad.
Afortunadamente, Rodríguez mismo se encarga de devolvernos la ilusión: propone que el Caballero de los Leones inventado por Miguel de Cervantes Saavedra nació, como sus nombres lo indican, en el pueblo Cervantes de la provincia de León. Pero Rodríguez ha hecho más por la verdad histórica: ubicó la casa natal de Don Quijote y, a partir de allí y de una reinterpretación total del texto, detalló el escenario leonés de cada una de las aventuras del caballero. Un ejemplo: lo que Cervantes llama Toboso es en realidad Santa Colomba de Sanabria porque: a) queda cerca de Cervantes; b) allí vivió una mujer que se llamaba Aldonza y tenía un padre de nombre Lorenzo (Aldonza Lorenzo es el nombre no artístico de Dulcinea); c) en la mayoría de las lápidas del cementerio de Santa Colomba se lee el nombre Saavedra; d) Cervantes, que usa el nombre Toboso sólo por su sonoridad y para despistar al lector, habla en algún momento de una “blanca paloma tobosina”, que es lo que significa Colomba. Basado en estas y otras revelaciones no menos epocales, Rodríguez ha editado dos libros (pagados de su bolsillo), ha organizado congresos internacionales (muy asistidos por catedráticos israelíes) y ha trazado hasta su propio circuito turístico por la zona.
La noticia dejará fríos a los discretos: nosotros, los curiosos, no podemos cerrar nuestro viaje sin darnos una vuelta por Cervantes. Desde la Mancha es un tirón: se impone hacer noche en Salamanca o en Avila, que ya pagan el viaje. La geografía cambia hasta hacerse irreconocible: la tierra roja y plana, los viñedos, las casas tapiadas y esas nostalgias de ríos que conforman la Mancha se truecan en puro verde.
Cervantes no figura en ningún mapa y los pobladores de las cercanías, o bien no saben dónde queda, o bien tienen ciertas dificultades para explicar cómo llegar. No es para menos: el pueblo en sí no es más que un sinuoso camino de montaña escoltado por casas más o menos derruidas; la más destrozada de todas, ya casi saliendo hacia el otro lado, es la del Quijote. “Estuvo 50 años deshabitada”, comenta Miguel Rodríguez, que no es pariente de Leandro sino el vecino de enfrente. “Antes la usaban para almacenar patatas.” Le pedimos que nos hable de su pueblo: “Yo no soy de acá, me vine por mi mujer. En total somos 17. El cura viene poco y a veces ni da misa, porque no va nadie”. Después, aburrido, Miguel se interesa por nuestras señas. “En 1974 –evoca entonces–, comí carne argentina envasada en 1953: la mejor cena de la mili.” Vale.
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