Dom 07.08.2005
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LIBROS > JULIAN BARNES REVISITA FRANCIA (Y SUS MUERTOS)

De paseo por el cementerio

Brassens, Brel, la Nouvelle Vague, Georges Simenon, Mallarmé, Daudet, Baudelaire, Courbet, Sartre, los cigarrillos negros y –por supuesto– la tumba de Flaubert: con dos libros que llegan en simultáneo a las librerías argentinas, Julian Barnes, el más francófilo de los escritores ingleses, revisita dos de sus obsesiones: la muerte y los franceses.

› Por Juan Forn

Los franceses idolatran a Julian Barnes como sólo pueden amar los franceses a un británico que ama a Flaubert. En cambio, el viejo Kingsley Amis dijo de él en televisión: “Ojalá dejara de cotorrear sobre Flaubert de una buena vez”. El mejor amigo de Barnes (Martin, el hijo de Kingsley) lo ridiculizó en su novela La información como un escritor complicado al pedo que le envidia de manera enferma éxito y contundencia. La mujer de Barnes, la agente literaria Pat Kavanagh, lo dejó por una de sus clientas ilustres, Jeanette Winterson (al tiempo, cuando quiso volver, él la aceptó y le sigue dedicando sus libros hasta hoy). Curiosamente, unos años antes, el propio Barnes había escrito una de las mejores reflexiones que existen sobre el autor de Madame Bovary (que enmascaró como una novela y a la cual le inventó como protagonista un cornudo conmovedor, sin amigos, que quiere entender a través de Flaubert las infidelidades que le propinó su esposa muerta). Para cerrar esta somera descripción, la crítica británica dice de Barnes que es “nuestro ensayista más fino” (The Times), aunque su obra esté compuesta por nueve novelas, tres libros de cuentos y apenas dos de relatos de ideas, o miscelánea ensayística reunida.

Para decirlo mal y pronto, Julian Barnes parece un personaje de Julian Barnes. Sólo los que disfrutan sus excéntricos libros pueden encontrar encanto, dignidad y coherencia en su excéntrica figura (a propósito, Barnes le perdonó a Amis La información; lo que no le perdonó nunca fue que dejara como agente literaria a Pat Kavanagh para pasarse a las huestes del Donald Trump de los agentes, el norteamericano Andrew Wylie).

Barnes es, por supuesto, británico hasta la manija. Incluso su francofilia es de lo más británica: si se lo piensa un poco, Flaubert, el objeto de sus desvelos, es el menos francés de los escritores (y hasta el anticuerpo más perfecto generado desde adentro por la literatura para combatir “lo francés”). Pero, por devoto que haya demostrado ser Barnes de la canónica Bovary, “su” Flaubert es el menos conocido: el que escribió el cuento “Un corazón simple” (de donde viene el parroquet de El loro de Flaubert), el autor del Diccionario de lugares comunes y del inconcluso Bouvard y Pecuchet y de la monumental correspondencia con George Sand, Louise Colet, los Goncourt, Maxime du Camp, Turgueniev y Maupassant. Porque Julian Barnes es un amante terminal del cruce de géneros, de la petite histoire, del ensayo enmascarado como ficción y del cuento corto que no se preocupa por disimular su verdadera identidad como relato de ideas. Es por eso que la crítica británica lo elogia como ensayista: por la fecunda circulación de ideas en su obra supuestamente narrativa (y cuánto le habrá gustado a él lo que tiene de boutade típicamente británica ese elogio). Barnes es, sin duda, un estilista. El mestizaje de sus libros es hijo de su estilo, que consiste en la construcción de un tono tan neutro como inteligentemente narrativo para engarzar sus observaciones y reflexiones. Sólo que, en lugar de exponer sus ideas, como haría un ensayista, Barnes siempre prefiere contarlas: revelarlas a través del relato, en lugar de explicarlas a través del análisis.

Por eso su libro más admirado (El loro de Flaubert) funciona como novela siendo un ensayo enmascarado, por eso su libro más vendido (Historia del mundo en diez capítulos y medio) es visto como una novela siendo un desflecado conjunto de cuentos. Tanto éste como sus otros dos libros de cuentos (Al otro lado del canal y el reciente La mesa limón) trabajan un tema en sucesivos asedios o variaciones (en el primero fue la evolución de la humanidad; en el segundo, las relaciones anglofrancesas; en el último, la vejez y la muerte). Esos asedios o variaciones proporcionan a Barnes la posibilidad de intentar su proverbial cruce de géneros, sólo que con el cuento la cosa es más complicada que en la novela. Y, a la hora de ser cuentista, Barnes es también típicamente británico: entre los escritores ingleses de ayer y de hoy, el cuento sólo interesa a los estilistas, y a ninguno de ellos les sale especialmente bien (no es casual que, habiendo tenido tantos y tan buenos novelistas, sea tan difícil encontrar un inglés que esté a la altura de los grandes maestros del cuento rusos, yanquis, latinoamericanos e incluso franceses e italianos –el mejor cuentista inglés por lejos es un norteamericano, Henry James, o un irlandés, James Joyce–). En cambio, lo que saben hacer como nadie los ingleses es esa clase de crónica que, utilizando una respiración narrativa, logra la densidad del ensayo con la liviandad de la buena conversación y el mecanismo de intriga de la buena ficción.

En estos días han llegado en simultáneo a nuestras costas dos nuevos libros de Barnes: uno de ellos de cuentos, traducido por Anagrama (el mencionado La mesa limón) y el otro de ensayos o relatos de ideas (Something to Declare, que por esas casualidades de la vida ha aparecido en diversas librerías porteñas en idioma original –y más barato que el Anagrama, valga la paradoja–). El libro de cuentos parece el hermano en sordina de Historia del mundo y Al otro lado del canal: otro mustio volumen de relatos con un par de momentos extraordinarios. El libro de ensayos, en cambio, no sólo se alza como un indispensable complemento de El loro de Flaubert por ahondar y revelar los razones del flaubertismo y la francofilia de Barnes (de ahí el título, Something to Declare, en referencia a los viejos carteles de las aduanas de Dover y Calais, el lugar de tránsito por excelencia para ir y venir de Inglaterra a Francia) sino que ofrece una lectura grata hasta al francófobo más acérrimo.

La mesa limón es, quizás, el más crepuscular de los libros de Barnes (incluso más que la novela Mirando al sol, su otro libro sobre la muerte). Todos los cuentos tratan sobre el envejecimiento, más que la muerte. Y no es casual que sus mejores momentos tengan lugar cuando Barnes se remonta al pasado: logrando una pieza que parece escrita a cuatro manos por Ibsen y Strindberg, ambientada en una pequeña ciudad escandinava del siglo XIX (“Mats Israelson”), o una mirada postrera que dedica Turgueniev a su vida amorosa (“El reestreno”), o una antielegía al último Sibelius, incapaz de terminar su octava sinfonía porque su tiempo no “incomprende” correctamente al artista incomprendido (La mesa limón). En cambio, cuando la ambientación es actual, cuando los personajes son nuestros contemporáneos, el libro pierde tensión y misterio, se opaca y apelmaza y hasta se pone tonto (el propio Barnes ofrece un buen argumento al respecto: “Nosotros sabemos más de consumación, ellos sabían más de deseo; nosotros sabemos más de cantidad; ellos de desesperación; nosotros sabemos alardear; ellos recordar”).

Si La mesa limón transmite (con sus logros y fracasos) el rigor mortis que sienten en sus venas todos esos seres aún vivientes, Something to Declare realiza el procedimiento inverso: trae a la vida, exhibe la lozanía envidiable que tiene un conjunto de muertos enterrados hace mucho. Aunque se remonte más atrás en el tiempo, nada hay de crepuscular en el tono de Barnes en este libro: los muertos son mucho más capaces de transmitirnos alegría que quienes aún enfrentan a la muerte, parece decirnos. Y nos lleva de paseo por el gran cementerio francés de su invención. Ahí están Brassens y Brel, bebiendo cerveza y cantando con el cigarrillo entre los labios; por allá la Nouvelle Vague haciendo ringrajes; desde esa colina bajan pedaleando los ciclistas energizados por la droga del Tour de France; por aquel puente marchan Edith Wharton y Henry James a visitar a George Sand; en esa huerta asoma la increíble escritora gastronómica Elizabeth David; por los baños de mujeres vaga el lúbrico Georges Simenon; bajo aquella pérgola discuten los discretos Mallarmé y Daudet con los vehementes Baudelaire y Courbet. Por supuesto, el paseo desemboca en los muchos subsuelos de la tumba de Flaubert, cada uno una parada, para escuchar a Sartre y Vargas Llosa desvariando sobre el idiota de la familia y la orgía perpetua mientras el gran Gustave bebe tinta para olvidar los reclamos financieros que le hace su sobrina y Chabrol pregunta en un susurro si le es posible ser un poco más Emma y un poco menos Madame a la bovárica Isabelle Huppert.

Cuando murió Verlaine, Mallarmé asistió al momento en que hacían su máscara mortuoria. El alcoholismo ablanda la piel, y cuando retiraron el molde de yeso de la cara de Verlaine, le despegaron un trozo de su nariz y del bigote. “Después de los funebreros vienen los biógrafos”, dice Barnes. “Ellos también hacen sus moldes para apresar la expresión final del ilustre finado, pero la piel humana es blanda y el reverente proceso suele dar resultados así de destructivos.” Afortunadamente, a Julian Barnes le interesa menos la expresión final que todas las expresiones anteriores de sus queridos muertos. Quizá por eso es siempre una dicha dar un paseo por el cementerio con él de guía.

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