Dom 30.06.2002
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TODO MAL

La semana que viene se estrena El ataque de los clones, el segundo episodio de la trilogía en que George Lucas quiere mostrar cómo un pobre chico talentoso cede al lado oscuro de la Fuerza y termina siendo el maléfico Darth Vader. Para matizar la espera, José Pablo Feinmann recorre el frondoso repertorio de villanas y villanos que Hollywood nos legó.

› Por José Pablo Feinmann

Georges Bataille, refiriéndose al Saint Genet de Sartre, decía que era la investigación “más aventurada que un filósofo haya consagrado al problema del Mal”. Aventurada, sospecho, deberá traducirse aquí como arriesgada, una indagación que va más allá de todo límite. Sartre (y Bataille interpreta acertadamente este gesto) identifica la búsqueda de la abyección en Genet con dos negatividades: la negatividad que todo acto libre ejerce ante la viscosa completud del Ser y la negatividad histórico-dialéctica, la que permitiría el despliegue histórico. Son dos facetas diferenciadas de un mismo hecho fundante: lo negativo existe para quebrar lo que es; lo establecido, para desdoblarlo y lanzarlo al riesgo, a la aventura de la historia.
No hay guionista que no sepa estas cosas. No hay cinéfilo que no las sepa. El Mal constituye al cine. El cine está hecho de historias y una historia vale tanto como vale su villano. Acaso empecemos a entendernos. En los ‘50, Paul Anka cantaba: “Sé que ustedes recuerdan/ sé que ustedes creen la historia de Adán y Eva”. Que la recordamos, qué duda cabe. Ahí está la Biblia, la Biblia empieza con esa historia. Que la creamos es otro asunto. Pero, la creamos o no, esa historia presenta al Mal en su más excelsa funcionalidad. Sin el Mal no existiría la historia humana. No hay quien no lo sepa, está ahí: en la Biblia, en ese libro que está en el cajoncito de la mesa de luz de todos los hoteles de este mundo, salvo en aquellos donde está el Corán. Si la Biblia se limitara a contar la historia del paraíso terrenal sería un libro muy aburrido. Un mero relato sin alternativas y naturalista sobre dos seres que se pasean desvergonzadamente desnudos (de otro modo no podían hacerlo, ya que no conocían la vergüenza) a través de una geografía paradisíaca, que no podía ser sino eso ya que se trataba, en efecto, del Paraíso. Todo esto es terriblemente vano, insulso. Terriblemente aburrido. Tediosamente edificante. La serpiente, al tentar a Adán, le ofrece la posibilidad de la historia. No puede seguir vagando desnudo (como un Tarzán idiota, y Eva como una Jane insípida) entre esas flores de la inocencia. Adán, al elegir la manzana, al elegir el pecado, se arroja a la temporalidad, que es lo propio de la historia. Lo eterno pertenece a lo divino. Adán y Eva, en el Paraíso, habitaban los parajes de la eternidad bajo la mirada del buen Dios. Adán y Eva, expulsados del Paraíso, dan inicio a la historia, donde la eternidad ha sido herida de muerte por el pecado. ¿Qué le faltaba al Paraíso? Le faltaba eso que dijo Hegel: “La seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo”.
En el Nuevo Testamento, el Mal se corporiza en un gran villano: Judas Iscariote. Se ha reflexionado mucho acerca de esto, pero vamos a insistir sobre un par de puntos. Judas es un villano tan perfecto, tan admirable, porque, sin él, la historia de la redención humana por medio de la crucifixión del hijo no tendría lugar. La Crucifixión vendría a reparar el pecado de la desobediencia inicial. Jesús viene a morir por todos nosotros, viene a redimir los pecados de los hombres, que se iniciaron allá, muy tempranamente, en el Paraíso. Escrito el Antiguo Testamento, que era el del pecado y el de la ira de Dios, había que escribir el Nuevo, que es el del sacrificio y la redención. Pero en el Nuevo, tanto como en el Antiguo, el relato se cumple por la presencia del Mal. Para redimir a los hombres, Jesús debía ser crucificado. Para que Jesús fuera crucificado, Judas tenía que venderlo por esas treinta monedas, que parecerán escasas pero fueron, no obstante, el precio metálico de la redención. Esas treinta monedas compraron la conciencia de Judas, transformaron su fe y su fidelidad en traición. Esa traición (desobediencia, pecado, Mal) puso a Jesús en el exacto lugar en que debía ser puesto para redimir los pecados de los hombres: en la Cruz. Sólo hay alguien tan importante como Jesús en la historia de la redención: Judas. Era necesario que Judas traicionara para que el hijo de Dios entregara su cuerpo al martirio y cumpliera sumisión redentora. De este modo, la traición abre el camino a la redención, el pecado posibilita la santidad del que debe morir para que todos sean perdonados. Ninguno de los dos relatos fundantes (el del Antiguo y el del Nuevo Testamento) podría realizarse sin la presencia del Mal. Del villano.
Así las cosas, no hay película que no tenga uno. No hay cuento infantil que carezca de él. Brujas, reinas malvadas, lobos feroces, ogros, gigantes hambrientos, cazadores impiadosos, la imaginación de los niños se despierta por medio de la fascinación del Mal. Walt Disney montó su imperio sobre esa fascinación, que conoció y alimentó como pocos. El resto de los productores de Holly- wood no se quedaron atrás. Pistoleros despiadados, gangsters, monstruos, psicópatas, asesinos seriales, piratas, marcianos y, desde luego, nazis y comunistas.
Tal vez sea adecuado y, por qué no, entretenido echarles una mirada. Al cabo, pocos como los villanos, que hacen posibles las historias, los cuentos, las leyendas, han contribuido al entretenimiento de la humanidad, esa categoría abusiva y totalizadora que reúne en sí la suma absoluta de todas las maldades, de todas las villanías.

ELLAS: DE CLEOPATRA A CRUELLA DE VIL
Eva seduce a Adán que, en rigor, era un poco, digamos, pelotudo, por decirlo suavemente, ya que se traga la manzana, el cuento de la manzana, y, para colmo, no tiene relación con el Demonio, como, sí, la tiene ella, y hubiera obedecido eternamente al buen Dios si ella no lo hubiese despertado al pecado por medio de la seducción. Eva, entonces, digo, es la primera villana de la historia, es decir, la villanía se inicia en la modalidad de la mujer. Acaso se trate de una argucia machista, acaso el relato del Génesis sea machista al pretender cargar las culpas del pecado en la mujer, pero, como todo machismo, es idiota y exalta, por vía negativa, el valor de la mujer, Eva en este caso, que lanza el torbellino de la historia humana negociando con el Diablo, seduciendo al aburrido y obediente Adán y enfrentando al mismísimo Dios, al feroz Dios autoritario y vengativo del Antiguo Testamento. De este modo, son “ellas” las que desbocan la villanía, la posibilitan, la comprometen con la temporalidad. Les debemos la historia humana. Nacieron, subordinada y humillantemente, de una mera costilla del gran pajarón del Paraíso, pero lo superaron en agresividad, temperamento, búsqueda de lo nuevo, curiosidad infinita y pasión por lo complejo, aun cuando implicara dolor, ya que de ese modo Dios las condenó a parir. ¿Cómo no iniciar con “ellas” nuestra espectacular cabalgata a través de la villanía en el cine?
No hay comienzo ni final. Queda el lector advertido: no estarán todas, las primeras no serán las primeras ni las más recientes las últimas; la elección será caprichosa, guiada por la memoria y la más pura y descarada predilección, que para eso, insisto en decir esto que no agradará pero es cierto, para eso el que escribe esto soy yo, y al hacerlo elijo “mis” villanas y también olvido muchas que seguramente amo tanto como ustedes, que me condenarán por olvidarlas. Es así, no es posible recordar todo. Adelante.
Comienzo obvio: Theda Bara. Muy lejos para mí y sin duda para todos ustedes. Luego Cleopatra en sus dos versiones: Claudette Colbert y la Taylor. La pobre Cleo debe pagar sus pecados (sexo y ambición de poder) negociando otra vez, como Eva, con una serpiente, pero los resultados, según se sabe, son distintos. Sigamos. La primera Doña Sol de Sangre y arena, en versión de Valentino, se llamaba Nita Naldi y devastó al latin lover en la versión de 1922. No obstante, en 1941, retoma el personaje Rita Hayworth para aniquilar a Tyrone Power. Doña Sol es caprichosa, manipuladora y utiliza el sexo como arma de poder. Casi todas las villanas son así: saben que tienen, en su cuerpo, una serie de elementos que los hombres codician: ojos, labios, tetas, muslos y esa vaciedad, ese socavón infinito, esa nihilización del ser, esa caverna de la perdición y del goce que acaso sea el centro del universo, la concha. Rita vuelve a la villanía en Gilda. Es tan mala que Glenn Ford le da la bofetada más célebre de la historia del cine. Canta “Amado mío”, “Pongan la culpa en mami” y hace un strip tease elegante, tan exquisito, tan minimalista que le alcanza un guante, sólo quitarse un guante para volarle la cabeza a todo el mundo. Rita repite su villana en La dama de Shangai, pero de rubia y entre espejos y genialidades de Orson Welles, que le hace decir, moribunda, “Dale mis saludos al amanecer”. Pocas villanas se despidieron del mundo con tan buena literatura. Lana Turner fuma, luce mallas de baño y piernas largas y bien torneadas, labios carnosos, cabellera infinitamente rubia y planes asesinos en El cartero llama dos veces, donde John Garfield hace de Adán, ya que es tan idiota como Adán y acepta bobaliconamente la invitación de Lana para pecar, es decir, para matar a su marido. También Barbara Stanwick (¡gran villana!) le hace a Fred MacMurray retirar de la realidad a su marido, o sea, amasijarlo, en Pacto de sangre. Este es el “esquema James M. Cain”: la mujer es la perdición. Lo repetirá Kathleen Turner en Cuerpos ardientes, donde Adán es William Hurt y se come por completo la manzana. La Turner (Kathleen) está increíble en esta película: sexo puro, la más impecable esencia del pecado. Seguimos. Barbara Stanwick en El extraño amor de Martha Ivers (1946). Y Mary Astor, en El halcón maltés, entregando el tipo exacto de la heroína maldita del film noir. Digámoslo: las mujeres son muy malas en los film noir. Recuerden: Jane Greer en Regreso del pasado, la más perfecta de todas. Aunque, si me lo preguntan (y si no me lo preguntan también lo digo), la más mala de todas las chicas malas bien podría ser Gene Tierney en Que el Cielo la juzgue. Posesiva, celosa, con unos celos que la llevan a destruir todo lo que teme perder, es uno de los monstruos más perfectos del cine. Su madre, tal vez con cierta condescendencia, dice que su problema es “que ama demasiado”. Y tiene algo de razón; Gene ama demasiado, no tolera que lo que quiere no se le someta, no sea suyo hasta los más remotos confines de lo absoluto. Acaso sea inverosímil que lo que quiera sea Cornel Wilde, que era más idiota que Adán, pero el cine es así: Cornel venía de hacer Chopin (atormentado por otra gran villana: George Sand) y era perfecto para el papel. Gene le ahoga al hermanito en un lago. Falta un detalle: el hermanito es paralítico. Gene queda embarazada y siente que el niño le quitará el amor de Cornel: se tira de una escalera y se provoca un aborto. Gene, finalmente, se envenena y organiza todo para que Cornel sea culpado por su muerte, y encarcelado y ejecutado y le dice, heladamente le dice: “Jamás te librarás de mí”. La película, recuerden, se llama Que el Cielo la juzgue, algo que, correctamente interpretado, debiera significar que Gene ha sido tan mala que sólo el Cielo, es decir, Dios, que anda siempre por allí, puede juzgarla y no la justicia humana. Pero esto no debiera preocupar a Gene: si Dios la juzga culpable y pecadora, si la rechaza... el Diablo la estará esperando con los brazos abiertos, la sentará a su diestra y la tratará como a una reina, la más perfecta de sus discípulas, y ella sabrá, feliz, que lo merece, que el Diablo, sí, es suyo para siempre y nada habrá de arrebatárselo. Ni siquiera se arriesgará a tener con él un hijo, ya que esos avatares, lo sabe, están reservados para una jovencita que habrá de llamarse, en los 60, Rosemary.
Bette Davis llevó muy alta la villanía. En La carta (1940) empieza la película disparándole uno, dos, cuatro, seis, siete, quince tiros a su amante, nunca supe cuántos ni me importa, parecen interminables, tal es su deseo de matarlo. Y luego, apartándose del abrazo fofo y baboso de Herbert Marshall, gran cornudo de Hollywood, Adán irredento, exclama: “Con todo mi corazón... ¡aún amo al hombre que asesiné!” Bette padece la villanía de Anne Baxter en La malvada, que es Anne, quien, pavorosamente, encuentra en acción a “su” malvada en la escena final. Bette, sin embargo, retornagloriosamente a la villanía: ¿Quién mató a Baby Jane? (1962), glorioso grand guignol de Robert Aldrich donde Bette tortura minuciosamente a Joan Crawford, que era mala en el cine y, según su hija, más mala en la vida, pero, se sabe, las hijas de las divas son muy ingratas, y si uno lee Mommy dearest advierte que la villana es la hija, y si ve la película la villana es Faye Dunaway, que está espantosa, como lo estará en Evita Perón, ese mamarracho que hizo sobre nuestra Eva, esa trepadora, déspota, fascista y, claro, prostituta, según la versión de Madonna, que era una proyección fenomenal de la intérprete sobre el personaje interpretado. Sigamos. ¡Marlene Dietrich! ¡El ángel azul! ¿Hay alguien más perverso que Lola-Lola? También a esta chica el Diablo la pondría a su diestra. Con lo que comprobamos un dicho popular de honda sabiduría: “El Cielo será muy lindo, pero en el Infierno están las mejores minas”. Difícil desmentirlo.
Algunas más: Marilyn en Torrente pasional (Niágara), el primer film en que la Fox explota a su gran estrella a fondo, la pone junto a Joseph Cotten y le ordena, vía guión, vía Henry Hathaway, el talentoso director del film, que lo vuelva loco, algo que Marilyn no encuentra dificultoso hacer, ya que le alcanza para tal empresa caminar por ahí con unos vestiditos increíblemente ajustados, cantar, en medio de una noche de verano, una canción hipersexy, con una boca tan roja como rojo podía ser el Color De Luxe de la Fox, y mirar algunos muchachitos jóvenes, fornidos y algo bobos, aunque nunca tan bobos como Casey Adams, que hace de marido de Jean Peters, el matrimonio “bueno” de la peli, como “malos” son Marilyn y Cotten, enfermo de celos él y obstinada en torturarlo ella, a quien Peters ve, ahí, en las Cataratas del Niágara, besándose con un tipo de un modo, por decirlo claro, inolvidablemente caliente, y sabe que algo terrible va a pasar entre esos dos, ya que si Cotten es tan celoso no es adecuado que Marilyn se bese así con ese tipo, menos aún si él, como en rigor ocurre, la descubre, y, como no podía ocurrir de otro modo, ya que está repiantado el pobre, la persigue, y Marilyn camina rápido con su vestido ajustado y su culo que enloquece a la platea y enloquece a Cotten que, para desgracia de ella, la alcanza en una catedral, o algo así, y la ahorca tan despiadadamente como son despiadados con el pecado los filmes con trasfondo moralista: no te vistas como Marilyn, no te levantes tipos en las cataratas, no los beses con ardor, no te contonees, no mires provocativamente a jovencitos con bíceps, ya que si haces todo esto, niña, el villano de la peli te ahorcará sin piedad, castigándote. Sigamos. Jean Hagen en Cantando bajo la lluvia, nunca la maldad fue tan adorable, tan divertida. Annie Girardot en Rocco y sus hermanos le dice a Alain Delon, con una genial música de Nino Rota que mezcla a Tchaicovsky con una canzoneta napolitana, “Te odio, arruinaste mi vida” y vuelve a prostituirse, y Simone (Renato Salvatori, uno de los grandes villanos del cine en esta película monumental) la busca en un paraje solitario, la encuentra, ella abre los brazos en cruz, recibiéndolo, y él la acuchilla. Y llegamos casi al presente. (Se acaba el tiempo, el espacio.) Theresa Russell en La viuda negra, excelente. Linda Fiorentino en La última seducción, una villana que, con perdón, se coge todo y todo le sale bien, sí, créase o no, Linda se sale con todas las suyas en esta película y el pecado no se castiga, ni tampoco el sexo excesivo, instrumental, y ella se lleva el dinero y todos sus galanes quedan desparramados en el pasado. Bravo por Linda. Y terminamos con Glenn Close, con Glenn, a quien queremos tanto, en dos películas desiguales: Atracción fatal, donde enloquece a Michael Douglas, pero es castigada en nombre de la familia, las buenas costumbres, el imperativo categórico yanki: “Si eres un buen americano, no la pongas fuera de tu casa” y hasta la prevención del sida, demasiado para ella que, de todos modos, ya había hecho su gran contribución a la causa de la villanía en Relaciones peligrosas como la pérfida Marquise de Merteuil, que juega cruelmente con las pasiones de los otros, que desafía al Vicomte de Valmont (Malkovich, en un inolvidable “villano” que muere de amor) a enamorar a Madame de Tourvel y luego abandonarla, dejándola destrozada, algo que Valmont hace pero al precio de quebrar irreparablemente su corazón, ya que se enamora de la Tourvel porque la Tourvel es Michelle Pfeiffer y, claro, se comprende que al pobre hombre le pase eso. La escena final de la Close en el teatro de ópera, abucheada, odiada y luego su largo plano frente al espejo son maravillosos, como ella. Que insiste en la villanía como Cruella De Vil en 101 dálmatas, película con la que habrá cosechado muy buenos dólares asustando perritos dálmatas, sin lograr, no obstante, superar el dibujito animado. Ni ella pudo.


ELLOS: DE JACK EL DESTRIPADOR A HANNIBAL LECTER
De Jack queda poco por decir. Pareciera que su gran mérito es no haber sido atrapado nunca, cosa que confirmaría la posibilidad del triunfo del Mal, su no castigo. No merecía semejante honor. Lo debieran haber encontrado las prostitutas de Whitechapell y colgado de donde ustedes imaginan. Era un enfermo de puritanismo victoriano, un sexópata machista, un cirujano fracasado, un habilidoso en el arte del raje. Se hicieron infinidad de películas sobre él porque encarna un deseo subrepticio de media humanidad: matar a las mujeres quienes, según un hondísimo y no muy inconsciente concepto de los machos de este mundo, son todas malas, todas putas, salvo mamá. Lo que sigue (el lector queda avisado) será algo vertiginoso. Hollywood, desde los ‘30, se fascinó con los gangsters y quienes brillaron en eso fueron Cagney, Robinson y Bogart. Los tres hicieron tres personajes inolvidables: Robinson hizo al Pequeño César, que se llamaba Enico y disparaba y cerraba los ojos porque lo asustaban las salvas y al final muere y dice la frase que quedará en la historia: “¿Es éste el final de Enrico?” Lo era. Bogart hizo a Duke Mantee en El bosque petrificado robándole la peli a Leslie Howard, que lo había pedido para el papel, y a la mismísima Bette Davis, y Cagney hizo al enemigo público número 1 ¡y le reventaba un pomelo en la jeta a una mina! Años después se superó e hizo Alma negra, gran película de Raoul Walsh. Terminaba volando todo, inmolándose en la catástrofe y gritándole a su santa madrecita: “¡Top of the world, mom!” En 1947, año histórico para la villanía, Richard Widmark hace al más memorable psicópata del film noir: Tommy Udo, que tira a una paralítica por una escalera, amasijándola, claro. Pero en 1950, para mí, al menos, Widmark se supera y compone al Harry Fabian de Siniestra obsesión (Night and the city), donde el villano, el bad guy, es el protagonista de punta a rabo y entrega una de las muertes más relevantes de la historia del cine. Robert Ryan hará muchos villanos y todos memorables: junto a Barbara Stanwick incendiará la pantalla en Clash by night, de Fritz Lang (no sé el título en castellano), ya había deslumbrado con su Montgomery, racista, brutal, sádico, de Crossfire y estará impagable en El precio de un hombre de Anthony Mann y La casa del sol naciente de Samuel Fuller. Los villanos son inagotables y los actores que los hacen siempre se lucen porque meten miedo y mueren y morir, en el cine, asegura una, al menos una, poderosa escena para cualquier actor. Jack Palance en El desconocido, Dan Duryea en Winchester 73, Ernst Borgnine en Johnny Guitar (aquí la mala es memorable: Mercedes McCambridge), Joseph Wiseman en La antesala del infierno y en Dr. No (¡él fue Dr. No!), Kirk Douglas en Cadenas de roca, George Zucco haciendo Moriarty, el enemigo de Sherlock Holmes, malvado pero tan inteligente como él, Henry Daniell en Jane Eyre y El profanador de tumbas, y los monstruos, Bela Lugosi, Lon Chaney padre e hijo, Christopher Lee, Vincent Price y Boris Karloff como el Monstruo de Frankenstein o como la Momia o como Fu Manchu y luego el gran Robert Mitchum de La noche del cazador y Cabo de miedo y Broderick Crawford en Decepción y el Capone de Rod Steiger y luegoel de De Niro y, antes, Conrad Veidt en Casablanca y Claude Rains en Notorious y Sessue Hayakawa en El puente sobre el río Kwai y Leo G. Carroll en Cuéntame tu vida y Charles Laughton en Motín a bordo y Basil Rathbone como el pirata Levasseur atravesado por el capitán Blood (Errol Flynn) y Raymond Burr en La ventana indiscreta y –desde luego– Anthony Perkins en Psicosis y Orson Welles en Sed de mal y, sí, en El ciudadano y George Sanders en Rebeca y La malvada y Clifton Webb en Laura y Peter Lorre en M y Laird Cregar en Concierto macabro y Charles Boyer en Luz de gas y Robert Walker en Extraños en un tren y Victor Buono en ¿Qué pasó con Baby Jane? y Dennis Hopper en Terciopelo azul y Máxima velocidad y...
Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes, ya que con algo hay que cerrar y no estará errado hacerlo con él, acaso el más destacado villano de los últimos años. El doctor Lecter es brillante, es psiquiatra y, arriesgo, tiene el mérito de conjugar en sí las dos características de los personajes que Arthur Conan Doyle enfrentara en los textos de Sherlock Holmes: Moriarty y el hombre de Baker Street. Veamos. Lecter es tan deductivo como Holmes, algo que le permite poner su inteligencia al servicio de la ley y ayudar a Clarice Starling (Jodie Foster) a conjurar los crímenes del serialista llamado Bufallo Bill. Pero en Lecter asoma también la maldad del profesor Moriarty, ese genio del Mal. Lecter lo es, pero con un agregado que Conan Doyle jamás se hubiera atrevido a incluir: el hombre es caníbal. Así, le dicen Hannibal, The Cannibal, Lecter. Hopkins adorna al personaje con la exquisitez de su british accent, cosa que también lo acerca a Holmes. Pero un Holmes mezclado con Moriarty y la antropofagia. Lecter ayuda a Clarice, el asesino es atrapado, Lecter queda libre y se dispone a almorzarse al personaje más antipático del film.
Hay algo que fascina en el doctor Lecter: disfruta con la abyección. Ejerce el Mal y encuentra en él la forma perfecta de lo absoluto. Volvemos, de este modo, a Georges Bataille y su análisis de la obra de Jean Genet a través del célebre texto de Sartre. En su punto más alto, el villano, el hombre que se consagra al Mal, busca una experiencia que semeja la de la santidad. “Genet (escribe Bataille) quiere la abyección, aunque sólo traiga consigo el sufrimiento; la quiere por sí misma (...) la quiere por su propensión vertiginosa a lo abyecto, en la que se anonada, de manera inversa a como el místico se anonada en lo sagrado”. De este modo, en ese punto en que la conciencia se nihiliza, se consume en el goce de una experiencia extrema, el Bien y el Mal, la santidad y lo demoníaco, parecieran identificarse. Así de compleja es la cosa.

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