Dom 30.06.2002
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IMPERIO

por Hernán Ferreirós

POR HERNÁN FERREIRÓS
En las lecciones de cine que ofrecía espontáneamente en cada una de sus entrevistas, Alfred Hitchcock se cansó de explicar que una película sólo podía ser tan interesante como complejo y cautivante fuera su villano. Al menos, según la teoría que define el cine como un montón de butacas que deben ser ocupadas. El héroe lleva sobre sus hombros la carga de hacer avanzar el relato y poner en marcha los resortes de la identificación, pero su estatura sólo puede ser medida en relación con la de su contraparte.
George Lucas bien pudo haber aprendido esta lección del viejo Hitch o de sus consabidos estudios sobre el relato mitológico o el cuento popular. Lo cierto es que la primera trilogía de Star Wars emplea con total impunidad, naturalidad y eficacia todos los recursos diseñados por los relatos más antiguos y perdurables. Acaso su estructura narrativa inexpugnable sea uno de los secretos de su éxito. Lo curioso del caso es que, con el tiempo, Lucas parece haber olvidado todo lo que sabía al comienzo de su carrera.
La nueva trilogía, una “precuela” de la serie original que comienza medio siglo antes que la primera Star Wars –o Episodio IV: una nueva esperanza, como debe ser llamada ahora–, se presenta como la biografía en tres partes del personaje más interesante, enigmático, perturbador y memorable de la primera trilogía: Darth Vader, tal vez el villano más célebre de la historia. Si había que explorar una de las historias de Star Wars, claramente tenía que ser ésta.
Episodio I, el primer capítulo de toda la saga, narraba la infancia del monstruo. Lamentablemente, el insulso actor infantil Jack Lloyd no pudo crear la menor aura para su personaje, por entonces llamado Anakin Skywalker. Nada en esa cara de propaganda de cereales hacía pensar en la densidad o el destino trágico de Darth Vader. Sus mohínes de niño de celuloide, aprendidos en clase de actuación, resquebrajaron a hipervelocidad la tolerancia de los fans del jedi caído. Y el guión de Lucas nunca le tiró una cuerda.
Como la saga original, Episodio I demostró ser un nuevo capítulo en el eterno combate entre el bien y el mal. Sin embargo, su guión no estaba planteado como una lucha de fuerzas sino más bien como un viaje, el relato fragmentario de las aventuras de los caballeros Jedi Qui-Gon Jinn y ObiWan Kenobi en diferentes planetas maravillosos de una galaxia muy, muy lejana. Cada secuencia se apilaba sobre la anterior y la película, que no quería ser cine avant-garde sino un relato clásico, avanzaba erráticamente, sin levantar vuelo jamás –confirmando la lección de Hitchcock– hasta la aparición del malo. El mal estaba diluido en una serie de personajes menores, poco cautivantes, que aparecían poco y morían rápido. Inexplicablemente, el único villano en serio sólo se hacía presente en la última media hora, justo a tiempo para la batalla final. Los errores cometidos por Lucas fueron tan gruesos que terminaron venciendo la entereza moral de los sufridos fans de la ciencia ficción, habituados a tolerar todo tipo de basura a cambio de la más pequeña alegría. Además de sus diálogos tradicionales, entre explicativos, aforísticos y de comic malo (“Es posible tipear esta mierda, George, pero es imposible decirla”, se cuenta que le reprochaba Harrison Ford durante la filmación de la primera saga), Lucas dio la espalda a todo el conocimiento de las funciones narrativas del que había hecho gala en la primera serie. Al final de Episodio I, decide enfrentar al villano Darth Maul con los dos protagonistas al mismo tiempo, dejándolo en inferioridad de condiciones y garantizándole –a un personaje que los héroes liquidarían en pocos minutos– toda la simpatía de la audiencia. (Roland Barthes explica que nos identificamos con aquel que comparte nuestra posición imaginaria, no con el que se nos parece más: por eso siempre terminamos vivando al menos poderoso.) Lucas hizo una película con tres versiones de Luke Skywalker (Qui-Gon, Obi-Wan y Anakin), ningún Darth Vader y, ¡horror!, ningún Han Solo: faltaba el personaje capaz de reunir la cuota necesaria de carisma, descaro, picardía, rebeldía y heroísmo para intrigar a los espectadores. Los personajes de Episodio I eran tan poco interesantes que, a pesar haber sido una de las películas más exitosas de la historia del cine, no creó –paradójicamente– ni una sola estrella. Con suertes diversas, Harrison Ford y Carrie Fisher –la princesa Leia, obstinada, consentida, orgullosa y, al mismo tiempo, locamente atraída por Han– emergieron como iconos de los ‘70 tras Star Wars. Si el actor que interpreta al Anakin Skywalker adolescente en este nuevo episodio llega a ser un icono del siglo XXI, más vale que nos criogenicemos hasta el XXII.
De lo que no puede acusarse a Lucas es de falta de perseverancia. En este Episodio II, el ataque de los clones, el director insiste con todos los errores de su película anterior. Una vez más se entusiasma con el tema de la lucha entre buenos y malos, pero escatima un villano hasta la media hora final, cuando la presencia milagrosa de Christopher Lee insufla un poco de vida a la pantalla. Hasta allí, los que cargan contra los protagonistas son entes anodinos, y si lo hacen es sólo para que algo los ponga en movimiento. El mal, una vez más, aparece diluido; jamás logra condensarse en un personaje cautivante que magnifique a los héroes.
Si algo falta, por ahora, en esta nueva trilogía, eso es carisma, encanto, ingenio. No hay una sola línea de diálogo digna de ser citada. Como siempre, Lucas se conforma con que las palabras transporten información sobre la trama y algún chiste fácil (“Me vas a terminar matando” le dice Obi-Wan al futuro Darth Vader). En la mejor entrega de la saga, el director/guionista/productor contó con la asistencia de Lawrence Kasdan, director y guionista de Cuerpos ardientes, Reencuentro, Silverado y otros films caracterizados por diálogos efectivos y graciosos. (Un recuerdo al azar de El Imperio Contraataca: C3PO: “Tenemos una posibilidad en 1.234.343 de salir con vida de este campo de asteroides”. Han Solo: “¡Nunca me des estadísticas!”) Aunque Lucas se decidió a llamar a un coguionista –Johnathan Hales, el de la versión televisiva de Indiana Jones–, el guión lleva su marca.
Como en la entrega anterior, lo que vemos aquí es una acumulación de secuencias sin demasiado contacto entre sí. El orden en el que se presentan es más o menos intercambiable porque están autocontenidas y no se dirigen a ningún lugar: el intento de asesinato –con ciempiés letales– de la senadora Amidala (Natalie Portman); la persecución a alta velocidad y en tres dimensiones –los autos también suben y bajan, sí, como en El Quinto Elemento– por el planeta de rascacielos; la lucha sobre un techo resbaloso de Obi-Wan (Ewan McGregor) con el cazarrecompensas Jingo Fett (Temuera Morrison); el encuentro de Anakin (Hayden Christensen) con su madre, secuestrada y torturada por salvajes y su posterior venganza –sí, como en The searchers de John Ford–; los juegos románticos en una pradera –sí, tomados directamente de La Novicia Rebelde– entre Anakin y la Amidala... Como se ve, nada es muy original. En el paroxismo de la cita, Lucas hace que un asesino muera por un dardo envenenado justo antes de que pueda nombrar a su jefe: “Trabajo para... ¡ahh!”. Imposible decidir si pretende revitalizar momentos clásicos del repertorio cinematográfico o si se trata sólo de una descarada seguidilla de clichés.
Esta segunda parte sucede una década después del final del Episodio I. La princesa Amidala renunció a su título para convertirse en senadora en el congreso galáctico. Los jedis Anakin Skywalker y su mentor Obi-Wan Kenobi son los encargados de protegerla de las fuerzas oscuras que pretenden su muerte. Luego de un fallido atentado contra Amidala, los jedis investigan sospechosos y descubren un planeta oculto donde una raza alienígena está manufacturando clones para crear un ejército imperial. Estos clones son los Stormtroopers –los soldados de uniforme blanco– queconocimos en la primera saga. Sucesivas investigaciones llevan al desenmascaramiento del Conde Dooku (Christopher Lee), un ex jedi volcado al lado oscuro que lidera un plan de secesión. La lucha con Dooku termina por diezmar a los jedis y sienta las bases para el ascenso al poder de una misteriosa figura encapuchada (y nadie que no tenga la camisa manchada de baba puede dejar de descubrir la identidad del encapuchado).
Como si no bastara con toda la controversia racial desatada en torno de Star Wars (la primera fue acusada de racista por no incluir actores negros; Episodio 1 también, pero porque el estúpido Jar Jar Binks hablaba un dialecto caribeño negro y el avaro alien Watto tenía barba y nariz en gancho, como las caricaturas de los judíos), Lucas insiste. En este caso, toda la fuerza de trabajo del imperio, los clones, usados como material humano descartable para el trabajo y la guerra, tienen rasgos... latinos. Parecen mexicanos. Imposible decidir, también, si es una crítica al imperio de nuestro mundo o sólo una convalidación del orden de cosas. Pero dado que la jerga política neoconservadora de Reagan/Bush tomó de la serie dos de sus más famosas locuciones (“Guerra de las Galaxias”, “Imperio del mal”), la segunda de las dos posibilidades suena más plausible.
Como en toda la saga, las actuaciones no permiten saber si Lucas estaba presente en el set dirigiendo a los actores o si usó la fuerza. Los dos protagonistas, Hayden Christensen y Natalie Portman –con una serie de tocados post Leia cada vez más bizarros–, carecen de todo matiz, hablan con lentitud y gravedad, declamando, como si se dirigieran a un destinatario débil mental, que es tal vez el modo en que Lucas imagina a su público. Sólo Ewan McGregor intenta algo parecido a una actuación en su imitación de Alec Guiness haciendo de Obi-Wan Kenobi.
El título Ataque de los Clones sugiere la libertad y la felicidad de los seriales y películas de ciencia ficción de los ‘40 y ‘50. Sin embargo, ese tono, que dominaba la primera saga, fue reemplazado aquí por una cierta gravedad: la certeza de estar agregando una entrada fundamental a la enciclopedia de la cultura popular del nuevo milenio. La jactancia de estar creando una mitología contemporánea. Desde luego, a Star Wars le falta densidad moral, humana y social para ser la epopeya que pretende. Es, más bien, la fantasía entretenida de un niño que no quiere crecer. El éxito inédito de la película fue responsable de reducir drásticamente la calidad del cine ciencia ficción de los ‘70, que con películas como 2001 (Stanley Kubrick) o la inferior Silent Running (Douglas Trumbull) se acercaba a la introspección y la experimentación de la “nueva ola” de la literatura de ciencia ficción de los ‘60. Lucas, en cambio, lo devolvió a un estadio anterior: las space opera de los ‘50 y antes, provocando al mismo tiempo un desarrollo inédito en la técnica. Más que como cine, esta nueva trilogía puede verse como una serie de largos comerciales que prueban lo que la empresa de Lucas –la Industrial Light & Magic– es capaz de lograr con unos cuantos millones de dólares.
Pero si no está claro que sea cine, ¿es entretenimiento? En momentos aislados (la lucha de Yoda contra Dooku), definitivamente sí. El resto del tiempo falta una presencia ominosa que pueda alimentar nuestras pesadillas. Para encontrarla habrá que esperar a la tercera entrega, cuando Anakin Skywalker se convierta en el villano definitivo. Ése deberá ser el capítulo más oscuro de la saga, dado que tendría que concluir con el triunfo del Emperador, que es el estado de cosas imperante al comienzo del episodio 4. Pero para que eso suceda, Lucas debería achicar su ego, resignar algunas posiciones y contratar a un guionista y director que hagan lo correcto antes de que sea demasiado tarde.

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