Dom 02.10.2005
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CINE > WALLACE & GROMIT: LA PLASTILINA AL CINE

Me pareció haber visto un lindo perrito

Hasta ahora se los conocía por tres cortos que circulaban de manera más bien irregular, pero ya con eso las aventuras de un perro brillante y su dueño británico hechos de plastilina se habían ganado la simpatía, la risa y la admiración de muchos. Ahora, La batalla de los vegetales le permite a la casa de animación inglesa que ya nos dio Pollitos en fuga mostrar a Wallace & Gromit durante una hora y media en pantalla grande. ¿La verdad? No se los pierda.

› Por Mariano Kairuz

Quién sabe de dónde proviene el poder de encantamiento que tienen las películas protagonizadas por muñecos de plastilina animados; pero todo indica que emana precisamente de sus materiales. De su mera, irresistible gomosidad, esa sensación ilusoria de que, desde afuera de la pantalla, se los puede tocar. De esa capacidad caricaturesca que tienen para expresar tanto con tan poco –que aunque es algo que tienen también muchos personajes de dibujos animados, no se encuentra tan seguido en los de carne y hueso y siliconas–. O será, acaso, que envidiamos su flexibilidad.

Como sea, ocurre cada vez que se estrena una película con muñecos animados (no demasiado seguido): uno se sienta en la butaca y durante casi hora y media se deja hipnotizar por un pelotón de bichos de goma –tipos dientudos, perros, conejos, cadáveres– que se mueven frenéticamente por toda la pantalla e incluso cuentan alguna historia. Ahora se estrena La batalla de los vegetales, el primer largometraje de Wallace & Gromit (señor y perro; cuadrúpedo cerebral y bípedo descerebrado), y ya se sabe el tremendo laburo que implica fabricar una de esas películas de casi hora y media, y lo que cuesta hacer que parezca que esos tipos y conejos y perros se mueven solos y que cuenten historias, y la pregunta no es tanto cómo es que seguimos entregándonos a su encantamiento por ochenta minutos y el precio de una entrada de cine sino qué es lo que lleva a unos cuantos tipos más bien creciditos a dedicarse a jugar con muñequitos –delante de una cámara de cine, cuadro a cuadro, un levísimo movimiento por vez– cinco años de sus vidas.

Con dientes

Porque ése es el tiempo que llevó hacer Wallace & Gromit: la batalla de los vegetales. Los que vieron los tres cortos protagonizados por estos personajes entre 1989 y 1995 (el viaje a la luna en busca de queso de A Grand Day Out, el plan de un pingüino criminal de The Wrong Trousers; la historia de ovejas y madejas de lana de A Close Shave) ya saben cómo viene la mano y que por muy divertidas que sean sus premisas argumentales, éstas no son otra cosa que un gran McGuffin: el guión como un mero pretexto para ver muñequitos en acción.

Y si Pollitos en fuga, el primer largometraje de la Aardman Animation, la compañía inglesa detrás de tanto caucho y tanta arcilla en movimiento, parodiaba El gran escape –un clásico del cine sobre la Segunda Guerra– reemplazando a Steve McQueen y Charles Bronson por un montón de aves de corral, las referencias narrativas de La batalla de los vegetales apuntan al cine de terror norteamericano de los ‘30 y los ‘40 (algo de King Kong y bastante de los monstruos clásicos de la Universal) y a sus maravillosas remakes inglesas perpetradas en las dos décadas siguientes por la “Casa Hammer del Horror” (y en especial a su peludísimo hombre-lobo). Aunque no se lo haga explícito, todo parece estar ambientado en un pequeño pueblito inglés hace unos cincuenta años, en un mundo previo a la tecnología digital, aparatosamente analógico, plagado de esos inventos absurdos en los que era pródiga la ciencia ficción de la época. Mucha tecnología al servicio de una misión sólo en apariencia sencilla: acabar con una plaga de conejos en las vísperas de un gran concurso de hortalizas. Aunque con el detalle, bastante más moderno, de una conciencia ecológicamente correcta (los conejos capturados son tratados con absoluto cuidado y hasta con ternura) que debe hacerle frente a las viejas y brutales maneras de un cazador “de safari”. Y algún detalle más: un conejo gigante está asolando al pueblo por las noches. Nada de qué sorprenderse, al menos si uno vive en una película de los años ‘50.

Esa es, a grandes rasgos, la premisa de lo que uno de sus creadores, Nick Park, llamó “una historia de horror vegetariano”, lo que no hace más que reconfirmar que Park y el resto de sus camaradas en Aardman hacen todoesto antes que nada para encontrar nuevas maneras de seguir jugando con sus muñequitos. Y, quizá, también para ponerle unos dientes enormes a todo: a los conejos, por supuesto, pero también a Wallace, como siempre, y a su interés romántico, una muy británica Lady Tottington, que tiene unas paletas enormes como los ingleses sólo les hacen a la Thatcher o al príncipe Carlos en las caricaturas. Parece ser un toque típicamente british el de ponerle esos dientes a todo: hasta las gallinas de Pollitos en fuga los tenían, debajo de sus picos. “Puede que nuestras películas sean extremadamente británicas en sensibilidad”, dice Peter Lord, codirector de Pollitos..., ahora que las películas de Aardman son distribuidas en el mundo por el gigante hollywoodense DreamWorks; “ahora bien, si eso es arrogante, no lo es más que la arrogancia norteamericana, que cree que al resto del mundo le interesa su cultura”.

Con los dedos

Ningunos giles de goma –por usar una expresión caduca de años más analógicos–, Nick Park y su codirector Steve Box consiguieron que Hollywood reconsiderara al stop motion en plastilina como una de las bellas artes. Despojada de la función que cumplía setenta años atrás, cuando el patriarca de los animadores de muñecos articulados, Willis O’Brien, hizo el primer King Kong, o incluso algo después, cuando su discípulo Ray Harryhausen animó a los mitológicos esqueletos guerreros de Jasón y los Argonautas, es decir, cuando la animación cuadro a cuadro era lo último en materia de efectos visuales, ésta pasó a ser nada más que un arte. Un arte raro que se hace a mano, y en el que queda marcada la huella de los dedos sobre los materiales. A diferencia de las de El cadáver de la novia de Tim Burton –que se estrena la semana que viene y que exhibe un “pulido digital” demasiado elegante, al punto que por momentos no se distingue si se trata de muñecos o de dibujos–, las criaturas de W & G son siempre, inequívocamente, figuras de crealina, en las que se alcanzan a ver las irregularidades de la masa y, de vez en cuando, hasta se distingue una huella digital completa. Al igual que los movimientos imperfectos pero perfectamente vitales del King Kong de 1931, la marca de sus creadores impresa en la arcilla forma parte del encanto.

Con el mouse

Entonces habrá quienes se sientan profundamente defraudados cuando lean la trivia de la película en www.imdb.com y se encuentren con que muchas de las imperfecciones que hacen tan artesanales a Wallace, Gromit y compañía fueron simuladas con un software especialmente diseñado para sostener la ilusión de que lo que estamos viendo es la misma vieja y querida plastilina de siempre. Era inevitable: algunos efectos tuvieron que ser generados digitalmente. En todo caso, convendría no leer más la trivia de ésta ni, para el caso, de ninguna otra película, que al fin de cuentas les quita gracia.

Con plastilina

Nostálgica de un arte abandonado antes que de una época; inocentona, alejada de la ironía posmoderna de, digamos, un Shrek, y muy divertida, Wallace & Gromit es la segunda de las cuatro películas del contrato que Aardman firmó con DreamWorks. La próxima será una relectura gomosa de la fábula clásica de La liebre y la tortuga. Habrá que verla; pero lo que de verdad estaría bueno sería que revivieran a los personajes de Creature Comforts, un corto de cinco perfectos minutos estrenado por Nick Park en 1989, y extender eso a una hora y media. Eso: los animales de un zoológico prestando testimonio a cámara sobre los pros y contras de la vida en cautiverio. Que devolvieran a la vida a todos esos increíbles bichos flexibles y dientudos –leones, pingüinos, monos sabios, cacatúas– y quese tomaran todo el tiempo que necesiten para seguir demostrando que hay más vitalidad en un montón de plastilina de color que en la reluciente paleta digital de George Lucas o en tanto guión de hojalata protagonizado por los maderones de siempre.

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