Dom 02.10.2005
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MúSICA > ALBERTO GINASTERA, TAN FAMOSO COMO DESCONOCIDO

El secreto más famoso

Tuvo el extraño mérito de ser prohibido personalmente por Onganía cuando estaba por estrenar su célebre ópera Bomarzo. Creó carreras de música en La Plata y Buenos Aires y el Centro de Altos Estudios Musicales del Instituto Di Tella. Y su nombre despierta inmediatas detracciones o simpatías. Pero lo cierto es que la fama de Alberto Ginastera, el hombre que se consideró un clásico y llegó a utilizar el malambo del mismo modo en el que Stravinski utilizó las danzas rusas, es tan grande como el desconocimiento real de su obra.

› Por Diego Fischerman

Fue lo más parecido que hubo a la figura de compositor oficial de su país. Se lo festejó, se lo becó, tuvo encargos gubernamentales y estrenó obras en el extranjero gracias a los fondos de Cancillería. En épocas de furias contra las instituciones se lo vilipendió. Cultivó, de joven, un nacionalismo sumamente personal y un universalismo un poco demodée al envejecer. Como no podría haber sido de otra manera, casi nadie escuchó su música y, aún hoy, casi nadie sabe cómo suena. Y como sucede con otros nombres de la cultura argentina, Alberto Ginastera es casi un icono vacío; un lugar en algún lado de la barricada. Apenas un símbolo o una referencia útil para ubicar a quien lo elogia o quien lo ataca en una determinada posición estética.

“Era por 1930, cuando tenía 14 años, que empecé a ir, solo, a los conciertos. Era la época en que Ernest Ansermet y, luego, Juan José Castro introducían la música moderna en Buenos Aires. No puedo olvidar la desazón y la profunda conmoción que me produjo la primera audición que tuve de La consagración de la primavera. Sin darme cuenta, me estaba predisponiendo para una obra que compuse entre 1934 y 1937, plenamente stravinskiana: el ballet Panambí”, contaba en un reportaje publicado por el diario La Opinión en 1977. Esta obra, escrita cuando tenía menos de veinte años, presentaba varios de los rasgos que atravesaron toda su obra. El salvajismo de Stravinski era la fuente, en todo caso, de una escritura para percusión extraordinariamente detallada y de un concepto en el que la armonía era, sobre todo, un elemento de color. En un país donde la nación siempre se identificó con el campo –y donde la discusión sobre lo nacional ocupó un lugar central en el arte, a partir de 1930–, la evocación de elementos del folklore rural argentino fue, en sus comienzos, una coartada perfecta para utilizar escalas exóticas pero, sobre todo, para experimentar con ritmos como el del malambo que, en sus manos, no parecía tener nada que envidiarles a las danzas rusas de Stravinski. Más tarde abandonaría estas referencias explícitas aunque siempre permanecería un gesto emparentado con el imaginario nacionalista, a veces apenas sugerido por el acorde que se produce con las cuerdas de la guitarra tocadas al aire –sin que se pulse ninguna–. Creador de la carrera de música en la Universidad de La Plata y en la Universidad Católica, y del Centro de Altos Estudios Musicales del Instituto Di Tella, tuvo además el extraño mérito, en 1967, de ser prohibido personalmente por Onganía al temer que su ópera Bomarzo contuviera escenas inmorales.

“En mi primera etapa, que denominé objetiva, he sentido la necesidad de expresarme en términos de hombre argentino y al mismo tiempo de hombre de las pampas”, decía a la musicóloga Pola Suárez Urtubey en Alberto Ginastera, publicado en 1967 por Ediciones Culturales Argentinas. “La segunda etapa, o período subjetivo, tiene como punto culminante la Pampeana Nº 3 para orquesta. En esta obra, así como en el Primer Cuarteto de Cuerdas, en las dos primeras Pampeanas y en las Variaciones concertantes aparecen las características de un estilo que, sin abandonar la tradición argentina, se había hecho más amplio o con una mayor ampliación universal. Ya no estaba, como en la etapa anterior, ligado a temas o ritmos genuinamente criollos, sino que el carácter argentino se creaba mediante un ambiente poblado de símbolos. El tercer período, neoexpresionista, que se inicia con el Segundo Cuarteto de Cuerdas, llega a su verdadera eclosión en el Concierto para piano y orquesta, en la Cantata para América mágica y en el Concierto para violín. No hay en ellas ninguna célula rítmica o melódica del folklore. Sin embargo, el estilo tiene ciertas implicaciones que podrían considerarse de esencia argentina...” La esencia argentina posiblemente estuviera, también, en esa manera de incluirse en la historia, canonizándose a sí mismo y clasificando su propio estilo como si fuera el de un clásico. Pero lo cierto es que esa música sonaba maravillosamente bien.

Hace unos años, el sello Conifer, hoy desaparecido, publicó una versión completa de sus ballets Panambí y Estancia por la Sinfónica de Londres, conducida por la uruguaya Giselle Ben-Dor. En 2000, Naïve editó otro CD en que la Orquesta Nacional de Lyon, con dirección de David Robertson, interpretaba la suite de Estancia, el notable Concierto para arpa (con Isabelle Moretti como solista), las Glosas sobre temas de Pau Cassals y la suite de Panambí. Y ahora otro sello francés, Harmonia Mundi, acaba de editar un álbum de la nueva Orquesta Ciudad de Granada, que dirige Josep Pons, en el que junto a la misma suite de Estancia y una excelente versión del Concierto para arpa (la solista es Magdalena Barrera) y la Obertura para el Fausto criollo se incluyen las Variaciones concertantes Op. 23. En esta obra maestra, estrenada en 1953, el tema es presentado inicialmente por cello y arpa y luego, en cada una de las variaciones, pasará por distintos solistas y grupos instrumentales. La versión, ajustada, rítmicamente precisa y expresiva es una manera inmejorable de acercarse a la música de un creador cuya fama aparente resulta proporcional al secreto que todavía rodea su obra.

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