Domingo, 20 de noviembre de 2005 | Hoy
MúSICA > LA óPERA DE ROGER WATERS
1968 fue un año de revoluciones y óperas pop: se compusieron Tommy, de The Who, y María de Buenos Aires, de Astor Piazzolla. En ese mismo año, Roger Waters, que ya iba por el segundo disco de Pink Floyd, empezó a pensar también él en una ópera. Casi cuarenta años después, la estrenó en Roma, tan lejos del ’68 como de las revoluciones.
Los jóvenes franceses reclamaban la reapertura de la cinemateca. Esa fue la primera o una de las primeras rajaduras de la corteza por las que empezó a aparecer la lava. El volcán estaba desde antes, por supuesto, y seguiría estando después, pero las erupciones serían otras. En 1968, John Lennon cantaba, en una “Revolution”, la del single, la más rápida de las dos, “pero si hablás de destrucción, estate seguro de que me podés contar afuera” y en la otra, la del Album blanco, más lenta, más cadenciosa, después de decir “me podés contar afuera” corregía –o agregaba, ambiguo, sin terminar de decidirse–: “adentro”. Pink Floyd editaba ese año su segundo disco de larga duración, A Saucerful of Secrets, mientras Jimi Hendrix comenzaba Axis: Bold as Love –también su segundo álbum– con una vanguardista pieza radiofónica, a la manera de Mauricio Kagel.
En ese mismo año, en Buenos Aires, la ciudad natal de Kagel, tan lejos y tan cerca del hervor de Hendrix, Almendra grababa “Todo el hielo en la ciudad”, su primer single, y sus cuatro integrantes iban, en bloque y varias veces, a ver algo que se autotitulaba “operita”: María de Buenos Aires, de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer. Y, también, Pete Townshend, cantante y compositor del grupo The Who, terminaba de montar otra operita, que llamó “ópera rock” y se editó al año siguiente en un álbum de dos discos –el 23 de mayo en Gran Bretaña, y el 31 en Estados Unidos–. Tommy trataba de un niño minusválido, héroe del pinball e hijo de un soldado (el Capitán Walker) muerto en la Segunda Guerra. Otro hijo de un soldado inglés muerto en esa guerra (filiación inmortalizada en dos discos, The Wall y The Final Cut, de Pink Floyd, que también se referían a otras batallas) conocía ese año a un escritor francés, Etienne Roda-Gil, y a su mujer dibujante, Nadine. Roda-Gil era letrista de Johnny Halliday y había compuesto “Et j’abolirai l’ennui” (“Y aboliré el aburrimiento”), un tema que cantó Julien Clerc y terminó convertido en himno callejero del Mayo Francés.
Y el escritor y su mujer conversaron con Waters sobre un proyecto en común: una ópera. La idea dio vueltas y, finalmente, veinte años después, Waters tuvo el libreto. Lo olvidó y lo retomó. Lo corrigió y lo musicalizó. Hizo orquestar la obra por Rick Wentworth (un director de orquesta y compositor, discípulo de Sir Colis Davis y de Sir Michael Tippett). La publicó en un disco lujoso, que incluye un DVD con la historia de su creación, y la estrenó el jueves pasado en Roma, en una versión semimontada. La ópera se llama Ça ira (el futuro de ça va, literalmente “esto se irá”) y su argumento recorre distintas escenas de la otra Revolución Francesa, la de 1789 y no la de 1968. Waters cuenta, en el DVD, una historia épica, donde la composición de esta ópera –habría que discutir si en el campo de la música clásica se puede hablar de composición sin tener en cuenta la orquestación– aparece como la culminación de toda su carrera (de la misma manera en que lo aseguraban Piazzolla y sus exégetas acerca de María de Buenos Aires). El relato de Waters es el de un arduo camino de postergaciones y dificultades que, teatralmente, justifica y se justifica en el logro final. Pero el verdadero camino es el que va de la revolución del ’68 (“si hablan de destrucción...”) al más conservador y desprestigiado de los géneros clásicos, el mismo que se consolidó como dominante con el ascenso de la burguesía, que fue dinámico mientras este sector social lo fue y que, indefectiblemente, declinó con sus declinamientos.
La última ópera consensuada en el repertorio es Wozzeck, de Alban Berg, estrenada el 14 de diciembre de 1925. Y podría decirse que su público mayoritario –salvo aquel al que la posesión de abonos anuales obliga a la asistencia– no es el público “de ópera”. Ni Prometeo de Luigi Nono, ni Die soldaten de Bernd Alois Zimmermann, ni Nixon en China de John Adams, ni La conquista de México de Wolfgang Rihm, ni Tres hermanas, de Peter Eötvös, figuran en el menú de un público que, a lo sumo, tolera con indulgencia Pelléas et Mélisande de Debussy, The Rake’s Progress de Stravinsky y Peter Grimes de Britten. Para ese público, la ópera está ligada a la exhibición de virtuosismo vocal en melodías de gran lirismo y, eventualmente, a los decorados fastuosos y la idea de “gran espectáculo”. Para el mundo de la ópera, la ópera es el bel canto, Verdi, Puccini, el verismo y Mozart. Y, si el oyente es excepcionalmente culto, se agregan Carl Maria von Weber, el Fidelio de Beethoven, Wagner y algo de ópera francesa. En ese marco, la fe de algunos músicos populares en el prestigio de la ópera es, por lo menos, conmovedora.
Ça ira –a diferencia de María de Buenos Aires, de las óperas nunca completadas de Almendra y de La Cofradía de la Flor Solar (de las que sólo se conocieron sus oberturas), de Tommy de The Who, incluso de la genial Arthur de The Kinks (que se aleja voluntariamente de la idea tradicional de ópera) y de las comedias musicales disfrazadas, como Jesus Christ Super Star o Evita– no busca ser una ópera rock. Es más: hay en ella una renuncia evidente a toda la modernidad que puede haber en la obra rock de Waters. No hay aquí ni espacialización del sonido, ni construcciones concretas, como las del comienzo de Atom Heart Mother y, ni siquiera, aquel viejo y buen talento para las canciones que aparecía en “Let There Be More Light” o “Wish You Were Here”. No tiene sentido trasladar sistemas de valor de un género a otro. Lo que hace buena a una ópera no es lo mismo que lo que hace buena a una canción o a un disco conceptual de rock. Pero puede decirse, con certeza, que la obra rock de Waters es no sólo buena sino fundamental dentro de ese campo y que Ça ira es absolutamente intrascendente en el suyo. Que, más allá de los excelentes cantantes convocados –Bryn Terfel y Paul Groves entre ellos– es mucho más aburrida como ópera de lo que The Piper at the Gates of Dawn o The Wall jamás podrían serlo como discos de música de tradición popular. Y, sobre todo, que Ça ira, como ópera, es de una antigüedad irremediable. Que en ella no queda nada del ’68.
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