Dom 15.01.2006
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TEATRO > NO SABéS LO QUE ME HIZO SUBE A ESCENA

Te quiero igual

Los monólogos y las confesiones femeninas siguen ardiendo sobre los escenarios. Esta vez es el turno de la adaptación del libro No sabés lo que me hizo, de Sandra Russo. A manera de preámbulo de este estreno estival, la misma autora presenta su obra: un trabajo entre la catarsis y la plegaria que exorciza los fantasmas que acechan en los pliegues de las relaciones amorosas, se aferra a la monogamia en medio del permanente naufragio que amenaza a las parejas y hace de la queja una forma de reclamar afecto.

› Por Sandra Russo

“No sabés lo que me hizo” es una frase que toda mujer tiene en la punta de la lengua. Aunque ahora que aparecieron los varones metroemocionales, entre cuyos temores figura el de ser tratados como hombres-objeto, también ellos la usan para desahogarse. La frase se descompone de la siguiente manera: “No sabés...” manda a algo que atrapa al interlocutor. “... lo que me hizo”, por su parte, ubica al emisor en el rol pasivo de quien es objeto de la acción ajena. Que a una “le hagan” algo supone un “yo, argentina” o por lo menos un “vaca mirando pasar el tren”.

No sabés lo que me hizo es un libro que tuvo la mala suerte de salir a la calle cuando este país era gobernado por Adolfo Rodríguez Saá. Parece que fue en una antigua reencarnación colectiva, pero no, hermanos, eso fue no hace tanto tiempo, y estábamos aquí. Yo particularmente estaba en el Viejo Hotel Ostende, siguiendo las alternativas de la renuncia presidencial a través de TN, en un televisor que muy amablemente me dejaba mirar la entonces diputada Alicia Castro. Recuerdo haber visto aquella increíble imagen de Rodríguez Saá renunciando en San Luis en un living, rodeado de edecanes que parecían más bien sus sobrinos y vecinos, con el libro, mi libro en la mano (en mi mano, no en la de Rodríguez Saá; si así hubiera sido, qué golazo o pelotazo en contra), y recuerdo haberlo mirado, al libro, yo misma, con cierto extrañamiento: no eran épocas para boludear. Y éste es un libro un poco boludo, debo confesarlo, pero en un buen sentido. Intenta rescatar la boludez intrínseca de alguien que se queja, que se queja y que se queja, cuando, vamos, nadie está apuntándote, es más, querida: ya te están llamando el taxi.

Y éste es, además, un texto piadoso. Tanto con las mujeres como con los hombres que están embarcados en ese bote errante que es una pareja, en ese artefacto que es una pareja, en esa coctelera que es una pareja, en ese desmán, en esa salvajada, en ese precipicio, en ese autito chocador, en esa victoria y en esa derrota que es cualquier pareja. Hombres y mujeres luchando como Karadagian contra el peso pesado de la monogamia. Hombres y mujeres tratando de sostener sus deseos como un equilibrista del Sarrasani, en un pie, apoyados apenas en la cuerda de vaya uno a saber qué sentimientos. Hay muchos sentimientos en juego en las parejas. Digan uno: ¿el amor? Si quedaran a salvo solamente las parejas que se apoyan en la cuerda del amor, miles de equilibristas saltarían automáticamente por el aire, veríamos caer una lluvia torrencial de equilibristas.

Los miembros de cualquier pareja saben que uno le llama “amor”, con el tiempo, a cualquier cosa. Lo que es innegable es que en cada pareja que sigue a flote hay un pacto que respetan los dos. No hay ley escrita más férrea y contundente que la que respetan los miembros de una pareja. Y eso incluye las quejas, qué no. ¿No alivia quejarse de lo que él o ella no son, de lo que no nos dan, de lo que parecían y no son? ¿No hace falta, cada tanto, expulsar la flema de cualquier pareja?

Dejame quejarme

En este libro, que a Irene Bianchi, actriz y crítica teatral de La Plata, se le antojó desde que lo leyó que tenía que llevar al teatro (después de que su marido lo comprara al azar en una estación de servicio: eso se llama “circuito alternativo”), unas cuantas mujeres se quejan. Mujeres que no son ni muy jóvenes ni muy viejas. Mujeres que ya no son vírgenes y que todavía no volvieron a serlo. Se quejan ante otra mujer, porque la queja femenina sobre los hombres siempre ha sido una manera de comunicarse entre mujeres. Un goce que nos viene desde la larga temporada (unos mil años) en que el matrimonio era la tabla de salvación para las mujeres. El matrimonio era una especie de Plan Asistencial de por vida, por medio del cual las mujeres se aseguraban pan y trabajo (doméstico) a cambio de ciertas contraprestaciones, algunas de las cuales eran agradables y otras decididamente antinaturales. Estas mujeres que se quejan de lo que les hicieron los hombres no son aquellas débiles muchachas cuyo destino estaba en manos de quien les había dado el apellido. Por decirlo de una manera obvia: es como si Cecilia Bolocco se hubiese ido a vivir con Carlos Menem a La Rioja y desde allí se quejara de lo pesado del locro. Por eso todas estas quejas son entre comillas, porque estas mujeres que se quejan... se están yendo a La Rioja.

Lo que enamora,¡esenamora!

Estas mujeres vienen de a dos y se quejan, una de lo contrario de lo que se queja la otra. Uno diría: que vayan a un club de swingers emocionales y se intercambien. Mmmm... no va a andar. Estas mujeres, pase lo que pase, se seguirán quejando de lo que tengan al lado. La queja en algún momento se independiza del objeto que le dio origen. Es como un catarro crónico.

Una de ellas se queja de que el marido no la deja dormir: él quiere sexo. Y ella es madre, está cansada, tiene la libido en pañales, a las once se quiere ir a dormir, y siente cómo él la palpa como un guardiacárcel respetuoso, y a veces ella se deja, pero eso a él no lo deja conforme (¡pretende que encima tenga ganas!). La otra se queja de que se lo pasa llevándose tipos a la casa para tener aventuras descontroladas, pero ellos se le duermen. Los tipos sensibles que ella va recolectando en bares o fiestas le cuentan sus problemas, sus dolores existenciales, y mientras ella va al baño a prepararse, se le quedan dormidos.

Y otra mujer se queja de que el hombre con el que empezó a salir no quiere compromisos. Hace dos años que están juntos, pero él todavía no le dijo dónde vive ni le presentó a uno solo de sus amigos. Y viene otra que se queja de que está saliendo con un hombre que en la tercera cita ya le pidió un juego de llaves de su departamento, uno de esos que mean el territorio y dejan al descuido un cepillo de dientes o, si son un poco analizados, un atado de cigarrillos en la mesa de luz, ¡aunque no fumen!

Y otra se queja de que el tipo es celoso, de que no la deja ir sola a ningún lado, de que la llama cuatro veces por día para saber qué hace y con quién está. Pero la que sigue se queja de que su novio no es celoso, nunca se pone celoso, ni cuando ella le cuenta mentiras para ver si él reacciona; dice que él es un témpano, un iglú, o peor: ¡un entregador!

Y otra se queja de que el casado con el que sale no se separa, que hace años que le pone pretextos, que está harta de pasar los fines de semana sola (y las fiestas, y los cumpleaños, y los feriados), y de imaginarlo junto a esa mujer desabrida y frígida que él detesta pero con la que, sin embargo, sigue durmiendo todas las noches. Pero claro que después llega la que se queja de que él... se separó. Y como los hombres no saben separarse sino apenas cambiar de mujer, ahora lo tiene instalado en el departamento, pero ya no para revolcarse con ella en un éxtasis epifánico, como antes, sino mirando TyC y comiendo papas fritas.

En fin, éstas son solamente algunas de las cosas que dicen las mujeres que les hacen los hombres. Cosas primero escritas y ahora actuadas, en un pasaje de soporte sorprendente para alguien, como quien suscribe, que nunca tuvo en mente que sus palabras estuvieran en boca de tres actrices. De lo que sí estoy segura es de que los monólogos de No sabés lo que me hizo están todos los días en boca de muchas mujeres.

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