NOTA DE TAPA
A los 70 años, Woody Allen dejó por primera vez Manhattan para filmar en Londres, estrenó su primer drama en décadas y las críticas fueron unánimes: ha vuelto a su mejor forma con una película a la altura de sus grandes obras. Con eso como excusa, el sagaz periodista y crítico Peter Biskind se reunió con él y consiguió la que quizá sea la mejor entrevista que le hayan hecho a Woody Allen en su vida. Disfrútela.
› Por Peter Biskind
Ha pasado mucho tiempo desde que Alvy Singer cortejaba a Annie Hall: el 1º de diciembre pasado, Woody Allen cumplió 70 años. Pero aunque eso pueda hacer sentir viejo a su público de mediana edad, él no le está dando mucho terreno a la Parca. Todavía se puede poner en hora el reloj según su agenda de rodaje: durante cerca de cuatro décadas ha escrito y dirigido casi una película por año, y este año no ha sido distinto. En diciembre estrenó la excelente Match Point, un thriller moral con Scarlett Johansson, Emily Mortimer y Jonathan Rhys-Meyers, que rodó en Londres durante el verano de 2004.
Y en una mañana de agosto de 2005, está en Londres otra vez, rodando otra vez una escena de Scoop, su película Nº 36 como autor-director, que será estrenada en algún momento del 2006. Es una comedia sobre una redacción de diario, otra vez Johansson, Hugo Jackman (de X-Men), Ian McShane (de Deadwood) y el propio Allen. No quiere divulgar la trama, pero dice que no está basada en la novela de Evelyn Waugh del mismo título.
Hay razones financieras por las cuales el cineasta, que es la quintaesencia de Nueva York, está trabajando en Londres, pero la mudanza también parece tener algo kármico, una especie de exilio simbólico. Su público norteamericano ha disminuido en las últimas décadas, los estudios de Hollywood que alguna vez lo trataron como a un príncipe enfriaron su entusiasmo y hasta los críticos de Nueva York, hasta hace poco sus más firmes aliados, los fans locales, parecen recibir cada nueva película con un bostezo colectivo. Es como si este cineasta, que en las décadas del ’70 y el ’80, y hasta la mitad de la década del ’90, parecía conectarse sin esfuerzo con una influyente aunque pequeña parte de la Norteamérica urbana, se hubiera deslizado hacia la irrelevancia.
Todo esto está bien planteado en una extraordinaria y venenosa página principal publicada tres años atrás por el New York Times. Las páginas culturales del diario funcionaron alguna vez como un house-organ virtual de Allen, pero el 5 de junio de 2002, bajo el titular “La maldición de un público aburrido: Woody Allen, en el arte y la vida”, dos reporteros del Times que no eran expertos en cine llevaron la atención del lector al hecho de que “un total de ocho personas asistieron ayer a la función de la última película de Woody Allen, Hollywood Ending, a un mes de su estreno y proyectándose sólo en un teatro de Manhattan, en una sala con entradas de descuento en Times Square”. La ostensible ocasión para el artículo era una demanda que Allen había interpuesto contra su amigo y productor Jean Doumanian, por 12 millones de dólares que el productor le debía. Pero la prominencia del artículo, y su tono virulento y desaprensivo, parecían sugerir un propósito mayor: cargarse a Woody Allen. Los periodistas citaban opiniones como: “Su sentido del humor está congelado en los años ’70. Apela a un público más viejo”. Incluso se burlaban de sus problemas físicos. Concluían que “para Mr. Allen, después de más de treinta años de encarnar en la pantalla a la Nueva York angustiada y urbana, su largo momento como icono cultural puede haber llegado a su fin”. Dentro del invernadero de los críticos de cine y los círculos mediáticos –el mundo en que Allen vive y del que con frecuencia se burla en sus películas–, esto fue el equivalente a una lapidación en la plaza pública.
Allen se ha convertido en un artista sin reconocimiento en su propio país, cosa que no es, desafortunadamente, una situación anómala. Muchos de sus héroes han compartido este destino. Para Akira Kurosawa fue casi imposible conseguir financiamiento japonés en los últimos años de su carrera; sintiéndose maltratado por el gobierno sueco durante algunos años de la década del ’70, Ingmar Bergman se negó a hacer películas en su país natal. Y en dos de los más egregios ejemplos norteamericanos, Charlie Chaplin tuvo que abandonar el país en los años ’50, huyendo de los escuadrones caza-comunistas, mientras que Orson Welles en sus últimos años fue reducido a mendigar para el vino Gallo. Aun así, se esperaría que en la mayoría de los países un tesoro nacional como Allen, especialmente uno que trabaja en una profesión en la que venderse o quemarse es un accidente de trabajo muy común, debería ser venerado e inundado de distinciones.
Después de todo, el cuerpo de trabajo de Allen no tiene precedentes en cuanto a calidad o cantidad, incomparable no sólo con otros cineastas norteamericanos, sino de todo el mundo. A riesgo de caer en la hipérbole, o de sonar como un lunático, se puede decir que no existe una película “mala” de Woody Allen –hay algunas más flojas, ciertamente, películas que no funcionan consistentemente de principio a fin, comedias que no son lo suficientemente graciosas, dramas que son solemnes y lúgubres, pero nunca hizo una película estúpida, una que merezca levantarse de la sala–. Incluso sus películas fallidas estéticamente son mejores que la mayoría que sale de Hollywood. Si uno juega al juego Cómo Son Necesarias Unas Pocas Películas Excelentes Para Crear la Reputación de Ser Un Gran Director, se llega a un número sorpresivamente bajo. Hay que pensar en los contemporáneos de Allen: Bob Rafelson, una (Five Easy Pieces); Peter Bogdanovich, dos (The Last Picture Show, Paper Moon); William Friedkin, dos (Contacto en Francia, El exorcista); Robert Altman, cuatro (MASH, McCabe & Mrs. Miller, Nashville, The Player); y así sucesivamente. Incluso el ídolo de Allen, François Truffaut, dirigió sólo tres obras maestras, todas temprano en su carrera: Los cuatrocientos golpes, Jules et Jim y Disparen sobre el pianista. Según este standard, Allen es un autor entre autores. Entre sus treinta y cinco películas, hay por lo menos diez que están a la altura de las recién mencionadas: Annie Hall, Manhattan, La rosa púrpura de El Cairo, Broadway Danny Rose, Zelig, Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados, Maridos y esposas, Disparos sobre Broadway, Deconstruyendo a Harry y ahora Match Point, sin mencionar bastantes muchas buenas películas secundarias, como Oedipus Wrecks, la única verdadera gema en el film-antología Historias de Nueva York.
Pero quizás es mejor que Allen no haya sido embalsamado por el Kennedy Center. Insiste en que, aunque no lee las críticas (buenas, malas o indiferentes), es consciente de que el ardor que alguna vez quemaba en el pechos del Times y de otros críticos nacionales se ha enfriado, o en el peor de los casos se ha extinguido, pero no le importa. “Todo lo que se puede decir sobre eso es que, cuando estás en el ojo público, esas cosas suceden. Y no hay nada que se pueda hacer.” Excepto, en su caso, hacer otra película.
Si Woody Allen es filosófico sobre los vaivenes de su reputación, no está tan contento sobre envejecer. Su cumpleaños nº 70 le pesa, aunque es imposible adivinar su edad al verlo. Está canoso, y la calvicie en la parte de atrás de su cabeza crece como el agujero de ozono, pero su rostro apenas tiene arrugas y parece diez años más joven, por lo menos. Por la tarde, después de un día en el set de Scoop, está sentado en un sofá en el living de su casa alquilada en Belgravia, al sur de Hyde Park. Es un obvio refugio para Allen, su esposa Soon-Yi y sus dos hijas, Bechet (6), y Manzie (5).
“Envejecer es algo terrible”, dice, con amargura. “La disminución de las opciones y las oportunidades. Todas son malas noticias. Uno se deteriora físicamente y se muere. Yo era un atleta extremadamente bueno de chico. No puedo mantener eso. Mi vista ya no es buena. Perdí parte de mi audición. Todas esas pavadas que te dicen, eso de mecer a tus nietos en las rodillas, y ser feliz, y alcanzar cierta sabiduría en la vejez, es todo falso. No soy más sabio, ni tengo más profundidad ni estoy más tranquilo. Hoy, cometería todos los mismos errores otra vez.”
El juicio de Allen sobre sus propios films es bastante más duro de lo que sus detractores imaginan. “He hecho películas perfectamente decentes”, dice. “Pero no 8 1/2, ni El séptimo sello ni Los cuatrocientos golpes ni L’avventura, las que para mí proclaman que el cine es un arte en el más alto nivel. Si fuera profesor, me pondría una B. Una de las cosas que me pasan al envejecer es que me doy cuenta de que no lo voy a lograr. Que el genio, el genio verdadero, está en muy poca gente, en cualquier disciplina artística, en cualquier negocio, en cualquier área. Sean cirujanos o pintores o lo que sea. Cuando uno es joven tiene décadas para hacer películas y se busca la grandeza, porque uno no ha probado aún que no va a conseguirla. Los resultados finales no llegaron todavía. Pero voy a cumplir 70, y a lo mejor tengo suerte, a lo mejor un día aparezco con algo extraordinario. Pero creo que ese nivel de grandeza simplemente no está en mí. No veo evidencia de ello, después de justos intentos. Puede que no esté en los genes, o yo no tenga la humanidad para hacerlo, la profundidad humana para hacerlo. Pero estoy resignado al hecho de que no va a suceder. Y puedo vivir con eso, porque, bueno, ¿qué voy a hacer?”
–Eso es deprimente.
–No, no es deprimente. Digamos que estoy en la misma habitación que Kurosawa o Bergman, y ellos sí alcanzaron esa grandeza, pero al final ellos van al mismo lugar que yo. Uno entiende que el arte no salva. A mí no me salva. ¿Cuál es su valor? Después de que Kurosawa se sienta y dice: “Sí, Rashomon, hice un buen trabajo ahí”. ¿Qué pasa? Todavía tiene que ir a casa, y comer su arroz y al final lo entierran. No es como si estuviera perdiendo mi pasaporte al paraíso. Hay muchas cosas en la vida que no voy a tener. No voy a jugar como Michael Jordan. Y no voy a hacer películas como las de Bergman o Kurosawa.
Hubo un tiempo, que duró dos décadas, en que parecía que su talento no tenía límites. Su éxito estaba apoyado por amigos en lugares importantes: el grupo de ejecutivos de estudio, incluido el legendario Arthur Krim, que le dieron completa libertad creativa, primero en United Artists, después en Orion Pictures; su agente Sam Cohn, uno de los más peligrosos en el negocio; y los influyentes críticos de cine de Nueva York que solían dominar los medios nacionales y enmarcaron la recepción de los primeros trabajos de Allen. Todos estaban de acuerdo en que era un genio de la comedia, y ayudaron a sacar su marca de humor urbano fuera del ghetto de cines arty de Nueva York hacia lugares como Toledo o Oklahoma.
Pero en 1992 cayó abruptamente a la tierra. Su compañera y actriz fetiche, Mia Farrow, encontró en su living, sobre el mantel, las polaroids donde una de las hijas adoptivas de su anterior matrimonio, Soon-Yi Farrow Previn, estaba desnuda. El subsecuente escándalo explotó como una bomba nuclear. Farrow acusó a Allen de abusar sexualmente de su hija adoptiva, Dylan, entonces de siete años. Allen negó los cargos indignado. “Nunca hice nada. Nunca abusaría de un niño”, dijo durante una audiencia. Fue declarado inocente por un panel de médicos del New Haven Hospital de Yale, pero Farrow eventualmente se quedó con la custodia de Dylan así como del hijo biológico de la pareja, Satchel (entonces de cuatro años) y de su otro hijo adoptivo, Moses, de 14. El juez del caso acusó a Allen de “egocéntrico” y expresó lo que consideraba la incapacidad de Allen de comprender el impacto negativo de su relación con Soon-Yi sobre sus hijos. Finalmente, a Allen se le prohibió visitar a Dylan, y sólo se le permitió ver a Satchel bajo supervisión. Por su edad, se le permitió a Moses elegir si quería ver a su padre, y dijo que no.
Retomando su declaración de que cometería los mismos errores otra vez, le pregunto si esto se aplica en relación con Farrow. “Estoy seguro de que hay cosas que hubiera hecho de forma diferente”, dice, sobriamente. “En retrospectiva, debería haber salido de esa relación mucho antes de lo que lo hice.”
–Seguramente habrá discutido los problemas de esa relación en terapia.
–Lo hice. En terapia, era un quejoso crónico sobre todo lo que formaba parte de mi vida. Ciertamente me quejé acerca de eso.
–¿Qué habría pasado si no hubiera dejado a la vista esas fotos de Soon-Yi desnuda?
–No lo sé. Pero fue uno de esos eventos fortuitos, uno de los grandes momentos de suerte en mi vida.
–¿No era Freud el que decía que no existía la suerte? O fue intencional o fue una de las patinadas más flagrantemente freudianas en la historia del mundo.
–De acuerdo. Aunque Freud también dijo que a veces un cigarro es sólo un cigarro. Creo que éste fue el caso. Fue un punto de quiebre en mi vida, y para mejor.
–¿Ve a sus hijos con Farrow?
–No.
–¿Y cómo se siente sobre eso?
–Bueno, me siento terrible. Gasté millones de dólares y peleé años en la corte para verlos, pero no pude lograrlo.
A pesar del sturm und drang en la prensa amarilla, las feroces acusaciones en su contra y demás, Allen siguió adelante poco después del escándalo, profesionalmente hablando, como si nada hubiera sucedido. Lo que quiere decir que el año siguiente hizo dos películas, escribió una obra de teatro y no faltó una sola noche a su show de los lunes tocando el clarinete en Michael’s Pub. “Tener una vida familiar estable es muy agradable”, dice, “pero yo también puedo trabajar bajo condiciones inestables porque soy un compartimentador, y esto probablemente no es una habilidad, sino una falla. Cuando escribo un guión estoy pensando ‘éste es un buen chiste’ y Dios, si traigo un personaje aquí arruino el primer acto –tengo que volver atrás y arreglar eso–. Puede estar sonando el teléfono y puede ser mi abogado diciendo: ‘¿Sabías que dicen que le golpeaste la cabeza al chico con un martillo? ¿Lo hiciste o no?’. Y yo le contesto, ‘No, por supuesto que no’. Pero no me siento ahí a pensar qué perra, mirá lo que está diciendo. Lo ignoro. El pico de compartimentación ocurrió cuando estaba escribiendo Poderosa Afrodita, justo después de todo, en 1994. No podíamos pensar en una actriz que interpretara a mi esposa. Necesitaba alguien mayor, de más de treinta años, y sofisticada. La directora de casting Juliet Taylor me decía: ‘Tendremos que usar a una actriz inglesa, porque no hay ninguna norteamericana libre para ese papel’. Y yo le dije: ‘Contratemos a Mia’”.
De acuerdo con Allen, el resto de la conversación siguió así:
Taylor: ¿Qué te pasa? ¿Estás loco?
Allen: ¿Por qué no? Es perfecta para esto.
Taylor: Me estás jodiendo.
Allen: No. Sabés que no me molestaría en absoluto. Quiero decir, esto es trabajo. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Es una buena actriz. Será muy profesional. Sabrá el papel y actuará bien porque querrá hacerlo. No tengo que socializar con ella. Igual, nunca hablo con el reparto.
Taylor: Nunca te voy a dejar hacer eso. Es lo más loco... No quiero escuchar una palabra más.
Por supuesto, no le ofrecieron el papel a Farrow (lo hizo Helena Bonham-Carter), pero Allen insiste en que la idea tiene su mérito. “Para mí, el casting tiene que ser el mejor. El hecho de que Mia y yo estuviéramos terriblemente enfrentados después de una experiencia terrible –sí, es cierto. Pero sabés, eso no quiere decir que no tendría que haber hecho el papel. Yo no soy el tipo de persona que piensa: ‘Bueno, me hiciste algo terrible, y por eso no voy a trabajar con vos’. No voy a cortarme la nariz y rasguñarme la cara. Hay una línea que uno traza. Yo no le daría un papel a Hermann Göring, pero sí a cualquiera que no haya sido juzgado en Nuremberg...”
Es difícil aseverar el impacto que el escándalo con Farrow ha tenido en su subsecuente fortuna. Durante los siguientes años hizo algunas de sus mejores películas, como Disparos sobre Broadway (1994), que le ganó a Diane Wiest un Oscar como mejor actriz de reparto. Pero es claro que el escándalo no lo ayudó. Su coproductor de siempre, Charles Joffe, admite: “Lo lastimó”. El propio Allen dice: “Hay gente que nunca estuvo loca por mí. Después, cuando llegué a los diarios con todo ese escándalo, dijeron: ‘¿Ven? Teníamos razón’. Así que ahora, cualquier cosa que haga está mal. Podría hacer Ladrón de bicicletas y encontrarían fallas en la película”.
Después del escándalo, cuando Maridos y esposas y Misterioso asesinato en Manhattan no rindieron tan bien como esperaba, Tri-Star, el último eslabón en la cadena de estudios que financiaron sus películas durante más de dos décadas, dejó de producirlo. Allen se encogió de hombros y se mudó a Sweetland, una compañía independiente dirigida por su viejo amigo Jean Doumanian. Al mismo tiempo, su cómoda relación con los críticos entró en crisis. En 1993, la crítica de cine del New York Times era Janet Maslin, a quien le gustaban las películas de Allen, y lo respetaba. Pero cuando se fue en 1999, fue sucedida por un grupo de jóvenes –entre ellos A.O. Scott y Elvis Mitchell que, aunque no tenían una agenda particular, parecían abrir un abismo generacional entre ellos y Allen; no le iban a dar el beneficio de la duda.
La relación con Doumanian se quebró en 2000 cuando ella le dijo a Allen, sólo un mes antes de comenzar el rodaje de La maldición del escorpión de jade, que se bajaba del proyecto y que tenía 48 horas para conseguir otra forma de financiación. Allen la demandó, y llegaron a un acuerdo por una suma sustancial. Pero el incidente trajo otra avalancha de mala prensa, incluido el artículo de “Público aburrido” mencionado antes.
Allen probablemente tiene razón en su convicción de que el drama tiene un gravitas que la comedia –que a él le sale con más facilidad– no tiene. Pero el problema con su trabajo, si hay uno, tiene que ver más con su ritmo que con la superficialidad de su alma. Cualquiera que escriba a su ritmo está condenado a repetirse, o a cansarse. Lo que nos lleva al peliagudo asunto de su más reciente grupo de películas, las que encontraron la antipatía de los críticos: el ciclo comenzó con Ladrones de medio pelo y siguió hasta Melinda y Melinda. Tuvo tropiezos antes, como cualquier cineasta. El problema no es que las películas sean malas, sino que son leves. Sus grandes películas son dramas densos o comedias sociales, vivas con enojo e ironía. Sobre todo, son películas sobre cómo vivimos nuestras vidas, que impactan por reconocimiento: en sus personajes uno ve a sus amigos, o, si no tiene suerte, a sí mismo. En cambio, muchos de sus últimos films son ejercicios cerebrales, rutinas de stand-up extendidas que se desarrollan a partir de premisas ingeniosas. Allen admite que les escapa a los ricos tapices que le ganaron su reputación. “No estoy intentando hacer ese tipo de película. No me interesa tanto.” Por qué es esto, no sabe o no quiere decirlo. Marshall Brickman ofrece una teoría: “Puede ser que esté exhausto emocionalmente por todo lo que pasó con Mia, el nuevo matrimonio y demás. No puedo creer que esa montaña rusa emocional no deje huellas. No se puede escribir una película como Crímenes y pecados o Hannah sin sacar cosas de las entrañas. En cierto punto, uno necesita un descanso.”
También está la cuestión, enarbolada por algunos críticos, de que Allen ha perdido el contacto con la vida y la cultura contemporánea. Su vida privada siempre estuvo muy circunscripta. A diferencia de muchos de sus pares nunca probó drogas, por ejemplo, incluso en los días en que los porros eran más comunes que los cigarrillos. “Nunca probé una pitada de marihuana. Nunca probé cocaína. Nunca probé anfetaminas. Nunca probé heroína. Nunca en mi vida tomé una pastilla para dormir. No tengo curiosidad por las drogas. No tengo curiosidad por viajar. No tengo ninguna curiosidad. Es parte de mis síntomas. Es como una depresión moderada. No es el tipo de depresión que te lleva al hospital o a intentar suicidarte o a algo así. Es como media depresión. A lo mejor sería mejor para mí si llegara a extremos: si me enfureciera, o escribiera cartas, o abandonara a alguien cuando me trata injustamente, o experimentara gran alegría o diversión cuando... pero no es parte de mi personalidad. Mi psiquiatra me dijo una vez, hace mucho tiempo: ‘Cuando vino, pensé que iba a ser extremadamente interesante y fascinante, pero es como escuchar a un contador o algo así’. Mi vida ha sido muy aburrida.” Tan aburrida que cuando empezó a verse con Soon-Yi dejó la psicoterapia que marcó la mayor parte de su vida adulta, y sirvió como fuente de numerosos chistes. Aunque nunca se deshizo de sus celebradas fobias. Sigue siendo claustrofóbico y agorafóbico. No pasa por túneles. No le gusta el campo cuando oscurece, ni las duchas con desagües en el centro de la bañera (“¿Quién sabe lo que hay ahí abajo? He visto gusanos de agua salir de desagües”). La forma en que lo describe, entre serio e irónico, sugiere que hay algo ritual en su comportamiento: “No me gusta cambiarme los pantalones que estoy usando cuando trabajo en algo. Lo hago muy nervioso sólo si me derramo encima algo nauseabundo. Tomo todos los días el mismo desayuno: leche descremada con Cheerios, cereales y una banana. Siempre corto la banana en siete trozos. Y los cuento y recuento para asegurarme de que sean siete. Porque mi vida ha sido buena con siete trozos, y no quiero tentar al destino y cortar seis u ocho”.
A pesar de la B con que se califica, Allen defiende su trabajo reciente, aunque admite que hay temas a los que vuelve una y otra vez, como la paranoia sobre el antisemitismo, o las epifanías sobre las consolaciones del arte, o el amor ante la desesperación existencial, que han sido el clímax de muchas de sus películas. Y que esto puede ser un problema para el público. “Mucha gente puede estar cansada de mí, y lo puedo entender. He tratado de que mis películas sean diferentes a lo largo de los años, pero se quejan diciendo: ‘Comimos comida china todos los días esta semana’. Y yo quiero decirles: ‘Bueno, sí, pero tuvieron un menú con camarones, otro con cerdo y otro con pollo’. Y ellos contestan: ‘Bueno, pero sigue siendo comida china’. Así me siento. Tengo un cierto porcentaje de temas obsesivos y un cierto porcentaje de cosas que me interesan, y no importa cuán diferentes sean las películas, sea Ladrones de medio pelo o Zelig, al final te vas a encontrar con que es comida china. Si la gente no está de humor para mis obsesiones, puede que no esté de humor para mis películas. Ahora, espero, si hago las películas suficientes, algunas serán frescas, pero no hay garantía. Pueden ser interesantes o pueden ser del tipo ‘esto ya lo vimos’. No lo sé.”
Hablamos de finanzas, las de Hollywood y las propias. Aunque Allen conserva una posición única y privilegiada –no tiene que soportar interferencia creativa alguna– ahora tiene que hacer lo que todos en la industria cinematográfica desde el primer día: perseguir el dinero. En las viejas épocas, sus películas no eran éxitos de taquilla (la que más recaudó fue Hannah y sus hermanas con cuarenta millones de dólares), pero su público era apasionado y leal, y podía apoyarse en la recaudación en el extranjero, que solía ser mayor a la norteamericana, ante cualquier eventualidad. Pero desde Deconstruyendo a Harry, que recaudó 10,6 millones, la recaudación de sus películas se acerca a 5 millones por película contra presupuestos de aproximadamente veinte millones. Fox Searchlight, que financió su película anterior, Melinda y Melinda, ni se molestó en apostar a distribuir Match Point a causa de los números de Melinda: 3,8 millones en EE.UU., y 16 en el extranjero. Eventualmente, la película fue seleccionada por Dreamworks.
Así que Allen ha descubierto que el dinero, al menos el dinero norteamericano, viene con muchas ataduras: “En los últimos años, la actitud de los estudios cambió”, explica. “Es como ‘mirá, no somos un banco. No podés venir y decirnos: ‘danos el dinero’ y después no ver la película hasta que esté terminada. Queremos tener participación’. Y yo no creo que estén calificados para eso. No saben distinguir un buen guión de un guión con problemas, ni saben hacer el casting de una película, ni nada. No es la manera en que quiero hacer películas. Hubiera sido difícil para mi ir y vender Match Point a alguien. No la harían, como no harían tres cuartos de mis películas.” En Inglaterra, en cambio, el dinero, en este caso originado de un consorcio de inversionistas que incluye a la BBC, viene sin ataduras o, mejor dicho, con ataduras con las que puede vivir: un reparto y equipo británico, y locaciones británicas. A él le gusta trabajar en el Reino Unido: “Las estrellas no tienen problemas en hacer un papel de tres líneas. Soy capaz de trabajar allí con bajo presupuesto, y no se ve como bajo presupuesto. Si hubiera hecho Match Point en Nueva York, me hubiera costado más dinero”.
Allen asegura que siempre ha sido frugal en cuanto a los presupuestos. “Trabajo barato para mantener mi libertad. Si necesito dos semanas más de rodaje, si quiero a determinada actriz, si quiero algo caro como una canción de Cole Porter, tengo que pagar los costos con mi salario... Hubo tiempos en que me comí mi salario. Nunca me hice rico haciendo películas.”
Le recuerdo el penthouse de dos pisos que solía tener en la Quinta Avenida. “Cuando lo compré era un comediante de night-club que empezaba a hacer películas. Lo pagué 600 mil dólares.” Veinte años más tarde, cuando lo vendió porque era chico para una familia con dos niños, le pagaron trece millones. Después, en 1999, él y Soon-Yi compraron una casa por 18 millones en el Upper East Side, muy grande, de 1800 metros cuadrados, debido a su claustrofobia. Le pusieron 29 teléfonos, cuenta. Pero terminó siendo más espacio del que necesitaba, así que la vendió en 2004 por 24 millones. En este momento, la familia alquila una casa en el Upper East Side, esperando la compra de una nueva casa.
“Hice más dinero con negocios inmobiliarios que con las películas”, explica. “Comparado con mis contemporáneos, es relativamente nada. Barbra Streissand o cualquiera así puede hacer una película y ganar lo que yo gano con cinco. Me gustaría tener más dinero. Mirá mis oficinas, y después mirá las que tiene Marty Scorsese a la vuelta. Tengo dos habitaciones, y un equipo de edición alquilado, y él tiene –no digo que no se lo merezca, se lo merece– archivos y salas de proyección y salas de conferencias. Parece un opulento buffet de abogados. Es hermoso. Pero no lloro miseria. Para los estándares de mi hermana, que trabajó durante años como maestra, o su esposo que fue director de escuela, o mi madre que trabajó en una florería... nada que ver. Los salarios de la industria del espectáculo están tan inflados que al lado de un salario normal son los de un pachá o algo así. Es increíble. Pero yo no represento la riqueza de Hollywood. Nunca aproveché de las oportunidades de venderme. Nunca acepté hacer Annie Hall II. Nunca me importó mucho el dinero.” (Y asegura que le proponen “todo el tiempo” hacer la secuela de Annie Hall.)
En los últimos años, Allen se ha convertido en un hombre de familia, y está extrañamente feliz. Le pregunto cómo es, cerca de los 70 años, estar con una mujer como Soon-Yi. “Si alguien me hubiera dicho cuando era más joven que iba a terminar casado con una chica treinta y cinco años menor que yo, coreana y de afuera del mundo del espectáculo, ni siquiera interesada en el tema, le hubiera dicho que estaba completamente loco. Porque todas las mujeres con las que salí eran de mi edad. Dos años menos, o diez, máximo. Pero ahora funciona de una manera mágica. La propia desigualdad de que yo sea tan mayor y más formado, más experimentado, le quita cualquier tipo de conflicto significativo. Cuando hay un desacuerdo, nunca es una cuestión de adversarios. Nunca siento que estoy con una persona amenazante u hostil. La relación tiene un sentimiento más paternal. Amo hacer cosas para hacerla feliz. Ella ama hacer cosas para hacerme feliz. Funciona de maravillas. Y fue completamente fortuito. Uno de los verdaderos golpes de suerte de mi vida.”
–¿Hay algo de Pygmalión en la relación? ¿Como Alvy cuando fuerza a Annie Hall a leer?
–No. No moldeo a Soon-Yi en nada. Es muy centrada y maneja la casa y los chicos y nuestra vida. Lo maneja mucho mejor de lo que yo podría hacerlo, porque le interesa. Chequea las cuentas con los contadores, maneja los seguros de salud y organiza las actividades de los chicos después de la escuela. Y yo estoy libre para trabajar y pasarla bien con ella y con los chicos. Como decía, somos dos personas sobre las que cualquiera pensaría que es una locura. Y por accidente, funciona de la manera más deliciosa.La conversación vuelve a Match Point, que es diferente a los últimos films de Allen porque es un thriller con un toque de Atracción fatal y una buena dosis de su usual angustia existencial. El personaje principal es un profesional del tenis en un elegante club de Londres que entra al corazón de una familia muy rica y después se ve forzado a tomar desesperadas elecciones morales cuando su nueva posición es amenazada. Ya fue alabada por el New York Times. A.O. Scott, que fue duro con Allen en el pasado, reseñó la película en mayo pasado después de su estreno en Cannes y la llamó “de primer nivel” y “tanto una partida como un regreso a su mejor forma”. Allen dice que es el tipo de película que sus fans extrañan: “Es una película seria y no he hecho una película seria en mucho tiempo. Para mí, es estrictamente sobre la suerte. La vida es una experiencia tan terrorífica, es muy importante sentir: ‘No creo en la suerte. Bueno, voy a hacer mi propia suerte’. Bueno, la verdad de la cuestión es que no hacés tu propia suerte. Así que quería mostrar a un tipo –simbólicamente lo hice un jugador de tenis–, que es un tipo bastante malo, y sin embargo lo que siento es que, en la vida, si uno tiene la oportunidad, si la suerte está de tu lado, uno no sólo puede dejarse llevar, sino florecer de la misma manera que yo sentí Martin Landau lo hizo en Crímenes y pecados, donde mataba a esa azafata con la que estaba teniendo un romance, Anjelica Huston. Si uno puede matar a alguien, si no tiene sentido de la moral, no hay un Dios allá arriba que de pronto te va a hacer caer un rayo sobre la cabeza. Porque yo no creo en Dios. Esto es lo que estaba en mi cabeza: la enorme injusticia del mundo, la idea de que cada día la gente se sale con la suya con los crímenes más horribles. En ese sentido es una película pesimista. Siempre se me acusó de ser cínico o pesimista –o misántropo–, pero nunca me sentí ni cínico ni misántropo. Pero soy definitivamente pesimista. Creo que un cínico es lo que llaman un realista. Mark Twain era pesimista. Freud era pesimista. ¿Y qué? Sólo es un punto de vista sobre la vida”.
Match Point es, de hecho, una película pesimista, incluso impactante, por la violencia con que destroza ese mundo de clase alta, pero el espectador no la siente así, por el placer que conlleva una película bien hecha. Y a pesar de ser tan inglesa, parece placenteramente familiar, como una vuelta a casa; la ironía es que Allen tuvo que irse para volver. Creo que el público va a abrazar esta película; están listos para su regreso.
¿Y Allen? A pesar de sí mismo, no puede evitar pinchar la oscuridad de la edad avanzada con un frágil rayo de luz. Admite: “Secretamente, cuento con vivir mucho tiempo. Mi padre vivió hasta los cien años. Mi madre hasta los 95, casi 96. Si la longevidad es hereditaria, debería estar haciendo películas durante 17 años más. Pero nunca se sabe. A lo mejor se me cae un piano sobre la cabeza”.
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