PERSONAJES > LOS PRIMEROS ACORDES DE MILTON NASCIMENTO
Desde que empezó a alternar con los grandes del jazz norteamericano e internacional, como Wayne Shorter y Herbie Hancock, Milton Nascimento fue el embajador natural de la bossa nova. Pero hay un período fundamental poco revisitado de su vida: sus comienzos. En este reportaje (incluido en Estación Brasil, el flamante libro de Violeta Weinschelbaum con prólogo de Caetano Veloso que recopila 14 conversaciones con músicos brasileños), el mismo Milton revela cómo le robó su primera guitarra a su propia madre, cómo emocionó a Vinicius siendo un completo desconocido y cómo Ray Charles le enseñó que los hombres podían tener corazón. Entre otras cosas.
› Por Violeta Weinschelbaum
Milton Nascimento vive en un barrio cercano al paraíso. Uno de los lados de su casa de tres plantas es íntegramente de vidrio y permite una vista que, fotografiada, produciría cierta desconfianza: la selva, el mar, el morro. Es un lugar aislado, pacífico, al lado de la favela La Rocinha, cerca de las elegantes playas de Barra y, aunque lejos del centro, en plena ciudad. La decoración es sencilla, casi como una casa de veraneo, cómoda y sin pretensiones.
En la conversación, la serie de relatos esmerados y sorprendentemente memoriosos parece agregarle al silencio del lugar el eco de las montañas de Minas y la tranquilidad de las calles amigables de Três Pontas. Es ésa la sonoridad de Milton, la que llevó al mundo entero, la que lo convirtió en representante de ese otro Brasil que completa el de la bossa, el samba y los sonidos del mar. Milton Nascimento es un hombre que se formó solo y buscó aprender, con paciencia y tesón, cada uno de los instrumentos que fue encontrando, casi por azar, en el camino. Grabó con impresionantes músicos de jazz como Wayne Shorter, Herbie Hancock y Sarah Vaughan; compuso canciones inolvidables que han sido cantadas por todas las grandes voces de Brasil y América latina. Su voz, inconfundible, compartió canciones, discos y escenarios.
¿Cómo fue el primer contacto con la música?
–El primer contacto no fue en Três Pontas, porque teníamos un piano en Río y mi mamá me sentaba sobre su falda cuando tocaba. Según ella, ya vio en aquella época que yo tenía alguna inclinación por la música. Después fuimos para Três Pontas y yo amaba el piano, pero no teníamos dinero para comprar uno; lo más parecido que había era el acordeón, por las teclas negras y blancas, pero tampoco teníamos dinero para eso. Me quedaba en casa viendo cómo otras personas tocaban hasta que mi madrina me mandó una sanfona de regalo. Después hubo una época en la que me regalaron una gaita y me pasaba horas en el balcón, sentado en uno de los escalones de la escalera, con la gaita entre las rodillas y la sanfona debajo para tocar las dos cosas a la vez. En ese momento creía que estaba solo en el mundo y que nadie me veía, pero hace poco me enteré de que Wagner Tiso, que era mi vecino de enfrente, se pasaba noches enteras viéndome tocar. Esa etapa instrumental me duró algunos años, hasta que, a mis doce años más o menos, golpeó la puerta alguien del correo. Me di cuenta de que el cartero traía algo envuelto y me dio la sensación de que tenía que ver con la música. Ni me acuerdo si firmé o no el papel, pero me llevé el paquete a mi cuarto. Era una guitarra, pero era para mi mamá, no para mí. Ese fue el primer y único robo de mi vida.
Ella ni llegó a ver su guitarra, la llevaste derecho a tu cuarto.
–Sí, se quedó en mi cuarto y yo trababa la puerta y me la pasaba sacando notas para poder tocar alguna canción. Un día llamé a mi mamá a mi cuarto; no me acuerdo bien, pero me parece que ella todavía no sabía que yo tenía esa guitarra. Entró y me puse a cantar acompañándome con la guitarra. Quedó maravillada. Con esa guitarra y todos los demás instrumentos que teníamos, decidí, a los trece años, formar un grupo vocal. Le pusimos el nombre Luar de Prata, basado un poco en los Platters. Invité a algunas personas a cantar, entre ellos a un gran amigo mío, Dida. El trajo a Wagner Tiso. Cuando empezamos a tocar de noche en bares yo tendría unos catorce años y él doce y nos escondíamos del juez de menores. Crecimos tocando juntos y cada vez que tenía que tocar con otros pianistas, no me gustaba. Terminamos yendo a ensayar al subsuelo de la casa de Wagner.
¿Y decidiste ir para Belo Horizonte después del colegio? ¿Por qué tomaste esa decisión?
–Wagner tiene un hermano mayor que vivía en Belo Horizonte y le habló de nosotros al dueño de un lugar. Así empezamos a tocar en los bailes de Belo Horizonte. Viajaba seguido a Belo Horizonte hasta que, cuando terminé el primario, le dije a mi papá que me iba para allá a ser músico.
¿Empezaste a componer en ese período en Belo Horizonte?
–En Belo Horizonte ensayábamos con unas chicas para las que hicimos un arreglo de la “Marcha da Quarta feira de cinzas”, de Carlos Lyra y Vinicius de Moraes. Un día, yo vivía en una pensión y unas personas vinieron a hablar conmigo: “Estamos en un problema muy grande, tenés que ayudarnos. Vinicius de Moraes va a dar una charla hoy en la universidad y le prometimos que íbamos, pero tenemos que tocar en otra ciudad. ¿Podés ir por nosotros?”. Y fui. Lo gracioso es que Vinicius daba esas charlas con el vasito de whisky en la mano y hablaba con todo el mundo, de repente empezaba a cantar una canción, tocaba la guitarra y me miraba. En un momento les preguntó a los estudiantes si conocían a alguien nuevo en Belo Horizonte e inmediatamente me señalaron. Me miró y me preguntó si tenía canciones mías. Le dije que tenía algunas y me pidió que tocara. Entonces toqué una que se llama “E a gente sonhando”. Me pidió que tocara más y toqué una, “Terra”, que Sarah Vaughan grabó. Cuando terminó la conferencia, me invitó a un bar, llegué con la guitarra y empezamos a cantar todas las canciones de Vinicius. Las chicas también estaban y en un momento les dije que cantáramos “Marcha da Quarta feira de cinzas”. Cuando empezaron Vinicius se puso a cantar al mismo tiempo y vimos que tenía los ojos inundados de lágrimas. Ya era de madrugada y él no salía de su asombro. Las chicas le dijeron que el arreglo era mío. La cantamos mil veces hasta que terminó la noche. Fue genial.
¿Ya existía el Clube da Esquina en ese momento en que empezaste a componer?
–No. Una noche salí del bar que estaba en un segundo piso de un edificio y me apoyé en el parapeto mirando hacia la calle. Salió un chico con el que nunca había conversado y, al ver que estaba medio mal, me dijo: “¿Les prestaste atención a los arreglos que hacés para las canciones de los otros? Si les prestaras atención verías que son otras canciones. Vos tenés que componer”. Le dije que me gustaba cantar, no componer. Era Márcio Borges. Nos hicimos amigos. Una noche, después de ver Jules et Jim, fuimos a su cuarto y escribimos tres canciones al hilo esa noche. A partir de ese encuentro yo escribía la música y Márcio las letras. Márcio era el hermano de Lô Borges, que fue mi compañero principal del disco Clube da esquina. En un momento se mudaron a otro barrio y yo me fui a Río donde ya era bastante conocido. Un día fui a Belo Horizonte a la casa de Márcio y de Lô y estaba toda abierta, sin nadie. Lô me dijo que quería tocar algo para mí. Tomó la guitarra y empezó a hacer unos acordes sueltos, yo agarré otra guitarra y fui haciendo la música encima de sus acordes y, cuando miré, estaba Marcinho Borges sentado en el piso escribiendo una letra para la melodía y la madre apoyada en la puerta llorando. Fue la primera canción del Clube da esquina. A partir de ese momento Lô no paró de componer. Yo tenía contrato con la EMI Odeon y vine a Río a decirles que quería grabar un disco doble con un minero. No me querían dejar, pero Adail Lessa, que estaba en el directorio, convenció a los demás. Más tarde supe de las peripecias de este Lessa: fue el responsable del surgimiento de la bossa nova, porque la gente de Odeon no quería grabar con Tom Jobim y Joao Gilberto y un día armó una grabación a escondidas, de madrugada, con la orquesta y todo y el disco que finalmente salió fue Chega de saudade. Hubo un momento en el que estaba la tropicália y el Clube da esquina, pero decíamos más o menos las mismas cosas, sólo que de manera diferente. Hablábamos desde política hasta del amor sin fronteras, cosas muy fuertes. El único integrante de la tropicália que prestaba oídos a lo que estábamos haciendo era Gilberto Gil. El resto de Brasil fue un espanto, teníamos a toda la prensa en contra y los mismos que estaban en contra de lo que hacíamos hoy dicen que Clube da esquina es su disco de cabecera. Todos los músicos del mundo tienen los dos discos Clube da esquina como discos de cabecera.
¿Cómo fue tu contacto con el jazz?
–En aquella época los músicos de jazz eran los tipos más abiertos a la novedad, a las nuevas influencias, a las músicas nuevas del mundo entero. Me adoptaron y fue buenísimo trabajar con ellos. Una vez estábamos dando un show del Clube da esquina acá en Río, en el Teatro da Lagoa, y un grupo de Wayne Shorter que se llamaba Weather Report vino a tocar al teatro Municipal. Preguntaron por mí y nadie les dijo nada, pero la mujer de Wayne y su cuñada eran portuguesas y vieron en el diario que tocábamos. Achicaron un poco el show del Municipal para llegar al nuestro. Dejaban el auto preparado en la puerta, y salían corriendo para vernos. Hicieron eso toda la semana. La primera vez que vi a Wayne Shorter ahí casi me desmayo, no me animaba a salir al escenario. Se me acercó y me dijo: “¿Querés grabar un disco conmigo?”, y yo “¡Claro”!. Pasaron dos años, me llamó y me preguntó si quería llevar a algún músico brasileño. Llevé a dos: a Wagner Tiso, para tocar el órgano, y a Robertinho Silva, la batería. Estaban Wayne, Herbie Hancock, que eran del jazz; nosotros tres de la música brasileña y él llamó a un guitarrista de música latinoamericana y a dos bajistas pop. El ingeniero de sonido era el productor de The Band, la banda de Bob Dylan, y la producción del disco era de Jim Price, productor de los Rolling Stones. De esa feijoada que Wayne armó terminó saliendo el disco llamado Native Dancer, y así mi música llegó a todo el mundo.
¿Y preferís las voces femeninas?
–Eso tiene que ver con algo que me pasó cuando era chico. No me gustaban los hombres cantando, sólo me gustaban las voces de mujer. Yo las imitaba y afinaba la voz. Me gustaban todas las voces femeninas, de música brasileña, de samba, de ópera, de películas, de jazz, de todo. Las mujeres me fascinaban. Cuando era muy chico, tendría unos seis o siete años, fue pasando el tiempo y un día abrí la boca para cantar y vi que mi voz estaba más grave, cada vez más grave. Me dio pavor, empecé a correr por toda la casa llorando y gritando. Mis padres no me daban bola. La pasé mal un tiempo, “voy a perder mi corazón, ¡no quiero!”, decía. Hasta que una vez estaba en la ventana del taller de mi papá y de repente empezó a sonar en la radio “Stella by Starlight”, con Ray Charles. Me quedé escuchando y escuchando y escuchando, no voy a olvidar ese momento en toda mi vida. Me dije “¡estoy a salvo! ¡Los hombres también pueden tener corazón!” Y así, gracias a Ray Charles, empezaron a gustarme los hombres, incluso algunos que hasta ese momento no me gustaban. Pura locura de cabeza infantil, ¿a quién puede no gustarle Frank Sinatra? ¡Por favor! Y Bing Crosby y tantos otros, que fueron entrando en mí de a poco después de Ray Charles. Las mujeres siempre conservaron su lugar.
En tu música usás la voz básicamente de dos maneras: por un lado, para transmitir un mensaje, como en el disco en que cantás con los indios “A missa dos quilombos”, y, por otro lado, usás mucho la voz como instrumento. Esta última forma es casi una marca tuya.
–Sí, es una marca. Eso empezó en la época de la dictadura militar en Brasil. Yo fui de los pocos artistas que se quedó en el país, porque juré que nadie me arrancaría de mi tierra, que podían matarme pero no me iría. Por eso la política estaba muy pendiente de mí y censuraba todo lo que hacía. Entonces, iba a grabar el disco O Milagre dos peixes y, cuando estaba todo listo, la censura prohibió las letras. La gente de Odeon me dijo que grabara otro disco, pero yo quise resolverlo de alguna forma. Entonces empecé a usar la voz en el disco como un instrumento. Lo que sucedió fue muy interesante porque no sabíamos si iba a funcionar, si la gente iba a entender, pero todo el mundo entendió por qué no tenía letra, que yo cantara con el instrumento de mi voz y que a la vez las canciones pasaban igual los mensajes.
Estación Brasil
Conversaciones con músicos brasileños
Prólogo de Caetano Veloso
Violeta Weinschelbaum
Editorial Norma, Buenos Aires
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