Dom 05.02.2006
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INVESTIGACIONES > EL SANGRIENTO EXTERMINIO DE LOS APACHES

Una excursió a los indios apaches

Bajo las formas más diversas –cine, literatura, historieta–, la mitología norteamericana ha presentado siempre a los apaches como el adversario más violento y temible del ejército norteamericano durante la conquista del Oeste. Ahora, Las guerras apaches, una investigación del historiador David Roberts, reconstruye, en un relato tan documentado como vertiginoso, la historia real de esa campaña sangrienta que concluyó en exterminio, no sin dejar un puñado de historias tan heroicas como conmovedoras.

› Por Guillermo Saccomanno

1. EL ENEMIGO INTERNO

“Esos salvajes se ponen en peligro como sólo pueden hacerlo quienes no creen en la existencia de Dios, el cielo y el infierno”, opinaba en el 1600 un anónimo misionero español. Esta opinión se fortaleció con el tiempo y a mediados del 1800, Sammuel Woodworth Cozzens, un viajero británico anotaba: “Los apaches tienen el carácter del lobo merodeador de las praderas, cobardes y vengativos”. Veinte años después, el teniente de caballería Walter Scribner Schuyler afirmaba: “Un apache conoce sólo dos emociones: miedo y odio”. Por esos años, un periodista reseñaba: “Un apache puede afrontar la muerte con un gruñido estoico, pero no hay nada que los aterrorice más que ser encarcelados”. El comandante Wirt Davis los definía: “Son los animales más astutos y mañosos del mundo porque cuentan con la inteligencia de los seres humanos”.

Pareciera que, desde el fondo de los tiempos, los apaches estuvieron contra todos y contra todo. Y tienden a corroborarlo algunos lingüistas. El origen de la palabra apache es incierto. Hay eruditos que sostienen que es la derivación fonética de una palabra zuni: “apachu”. Es decir, enemigo. Otros teorizan que el vocablo proviene del español apachurrar, aplastar, término que se daba a la entrega de prisioneros a las mujeres y chicos para que se entretuvieran en su tortura. Pero ellos se llamaban a sí mismos “N’de” o “Dené” que puede traducirse como “la gente”. La antropología los identifica como parientes de los atapascos y relacionados en lo étnico, lingüístico y psicológico con tribus que, en la actualidad, todavía viven en los territorios subárticos de Alaska y Canadá, como los indios koyukon, los tamana, los dogrib y los chipewyan.

Se estima que migraron al sudoeste de Estados Unidos siglos antes del XVIII. Aunque no aparecen en las crónicas de los conquistadores españoles, no significa que, ocultos entre las rocas, escondidos en los montes, camuflados en el paisaje, no estuvieran allí, acechando vigilantes.

Antes de su contacto con los españoles y más tarde al combatir contra los angloamericanos en la década de 1850 sus costumbres eran las del nomadismo. Su único animal doméstico era el perro, que usaban para cargar sus cosas: le colocaban un arnés que arrastraba una camilla. Para los españoles fueron parecidos a gitanos. Viajaban de un lugar a otro y dependían del búfalo y el venado para su subsistencia. Sólo había dos animales que, por superstición, se prohibían comer: los osos y las víboras. A los españoles les asqueó que bebieran la sangre de los animales, comieran carne cruda y la secaran al sol para transportarla. A pesar de su errabundia, cultivaban en escala reducida maíz, alubias, calabazas y su alimentación se complementaba con higos y dátiles. Su religión era politeísta y animista. Y la ceremonia más trascendente era la pubertad de las mujeres: toda una fiesta que se prolongaba cuatro días y cuatro noches. Creían que todo ser viviente tenía un don. “Hay tantos enemigos que si no posees un poder no puedes hacer nada”, pensaban.

Si bien comerciaban con los pueblos originarios de Nueva México –entre los que se contaban los zuni–, a la vez los atacaban y rapiñaban. Su destreza con el arco y la flecha era letal, como más tarde su puntería con el rifle. Para entonces ya habrían incorporado el caballo a su cultura. Y serían los mejores jinetes de América del Norte y los indios más intimidantes.

2. CIVILIZACION Y BARBARIE

David Roberts nació en Denver (Colorado) y se graduó en Harvard. Su “ensayo histórico” Las guerras apaches, subtitulado Cochise, Jerónimo y los últimos indios, es una crónica tan voluminosa como pormenorizada de la resistencia apache durante un cuarto de siglo. Roberts dedica su libro a los apaches de Arizona, Oklahoma y Nuevo México: “Con tristeza por lo que han perdido y con profundo respeto por lo que preservaron”.

En los numerosos agradecimientos por la ayuda durante su investigación, Roberts menciona a Jon Krakauer. Al igual que Krakauer, el escritor de Hacia rutas salvajes y Por mandato del cielo (la recientemente traducida historia de los mormones y su influencia en el gobierno norteamericano actual), Roberts también escribe para la revista Outside. Y comparte con su colega una prosa neutra típica del periodismo. No hay en esta escritura una destilación que pretenda “el bello estilo”. Nada de eso. Pragmatismo puro: hechos. En todo caso, lo que le importa a Roberts es su articulación con una frialdad que provoque una lectura caliente. A Roberts le basta con el entramado de acciones presuntamente “civilizatorias” y la resistencia tenaz de los “bárbaros” defendiendo su libertad. “El error fundamental a la hora de explicar la resistencia de los apaches ha sido la incapacidad total del hombre blanco para comprender la historia triste de este pueblo desde el punto de vista de los chiricahua”. Roberts asume una actitud crítica:: “Ni un solo cronista se habría hecho eco o se habría erigido en denunciante de las declaraciones racistas de no ser por los atormentados remordimientos colectivos que sacudieron a nuestra sociedad allá por los años 60”. Cabe acotar: Roberts se refiere a los tiempos de Vietnam y la radicalización de la izquierda norteamericana. “La consecuencia de este revisionismo radical es la aceptación de la injusticia cometida con los nativos que desembocó en una imagen estereotipada tan falaz en los argumentos de nuestros antepasados.”

Si una observación puede hacerse al enfoque de Roberts es su comparación de los héroes apaches con los protagonistas de las tragedias griegas o el teatro de Shakespeare. ¿Es a través de estos paradigmas que debe leerse la historia de su resistencia? Pero, ¿acaso tenemos los “occidentales” otro referente para comparar? Hay diferencias sustanciales en escribir “sobre” o escribir “desde”. Roberts escribe “sobre”, pero, no obstante, su investigación se sobrepone a todo prurito y suena como escrita “desde” ya que relato, en la enumeración apabullante de la acción militar, desarrolla una visión cuestionadora de la épica del western, desde el clásico y prolífico John Ford en la veta pionera y tradicionalista hasta el progresismo de Arthur Penn en Pequeño gran hombre en los 70 o, más cerca, Kevin Costner en Danza con lobos. Porque los hechos aquí narrados constituyen una verdad irrefutable: la vigencia de la contradicción civilización/barbarie que se proyecta, por qué no, en la invasión de Irak.

3. PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE

La conquista española, ese exterminio celebrado con pompa y circunstancia en sus 500 años como “encuentro de dos culturas”, fue un asesinato de orden masivo en todas partes y no escapó a la regla en los territorios de Arizona y Nueva México, siguiendo por la cadena montañosa de la Sierra Madre. A mediados del siglo XIX, la expansión “civilizadora” norteamericana no se quedó atrás, aunque la crueldad siempre se les adjudicó a los indios y, entre éstos, a los apaches, fueran los aterradores chiricahuas, mescaleros o cualquiera de sus variantes tribales. Una de sus torturas predilectas consistía en colgar de un árbol a los prisioneros, de los pies o de la cabeza, y prenderles debajo un fuego, cuando no lapidarlos. Al atacar ranchos, carretas y diligencias, era común que machacaran contra una piedra las cabezas de sus víctimas hasta convertirlas en un puré de masa encefálica, sangre y huesos. Todavía en la actualidad se discute si los apaches mutilaban y atravesaban con sus lanzas una y otra vez los cuerpos de sus víctimas tras haberlos herido o luego de haberlos matado. El odio de los apaches tenía como prioridad a los mexicanos debido a sus traiciones y pusilanimidad. En una de sus batidas, atacaron unos carretones mexicanos. Ataron los prisioneros a las ruedas y les prendieron fuego. Aunque a veces capturaban a los chicos para integrarlos, no faltaron ocasiones en que, sin desmontar, agarraban los bebés de las piernas y los revoleaban por el aire para tirarlos a lo lejos. También se les atribuía el arranque de la cabellera de sus enemigos, aunque pudo comprobarse que habían heredado la costumbre de los conquistadores españoles y ésta, a su vez, fue transmitida a los ejércitos mexicanos y norteamericanos, incluyendo a sus exploradores. En su política represora, los norteamericanos, al inventar el sistema de reservas, trasladaban a los apaches en trenes con los vagones sin agua ni iluminación, completamente a oscuras, herméticamente cerrados. Una vez en la reserva, anticipándose a los campos de concentración del siglo XX, se les colgaba una etiqueta numerada. Todavía hoy, en sus cementerios, en las tumbas barridas por el viento, pueden leerse los números que reemplazaron sus nombres.

4. LA RESISTENCIA DEL ROBLE

La educación de un apache era, desde la infancia, la de un guerrero. Desde chicos se adiestraban en la lucha. El aprendizaje abarcaba la lucha cuerpo a cuerpo, con lanzas, arco y flecha, así como la caza. Rehuir un combate equivalía a un castigo más duro que cualquier lastimadura. Entre los chiricahua, quien fue el jefe más grande del momento –y el momento es alrededor de 1860– fue Cochise. Los chiricahuas lo llamaban “Cheis”, roble. Medía un metro setenta y ocho y pesaba más de ochenta kilos. Según testimonios, “su mirada era suficiente para bajarle los humos al más escandaloso de la tribu. Parecía como si la vida de uno no fuera bastante valiosa como para ser digna de ser mirada”.

Casi siempre los encuentros para acordar un tratado de paz se frustraban por los malentendidos de los traductores, el pasaje del inglés al español, del español al apache y vuelta. En 1861 un alférez apellidado Bascom propuso a Cochise una confraternización. Lo que se discutiría en el encuentro era en verdad un robo de ganado y el secuestro de un chico blanco. Cochise, en señal de amistad, acudió a la tienda militar con su esposa, su hermano y dos de sus hijos pequeños. Cochise había caído en la trampa: la carpa estaba estratégicamente rodeada por el ejército. El jefe indio admitía lo del ganado, pero declaraba inocentes a los apaches del secuestro del chico. De nada servían sus propuestas. El bisoño alferez Bascom se sentía arañando la gloria deteniendo a Cochise. Toda la familia de Cochise, dijo, quedaría prisionera hasta que no se aclarase el secuestro. Cochise extrajo su cuchillo, cortó la lona y saltó afuera. Los tiradores que aguardaban asustados, dispararon más de cincuenta cartuchos. Entre el humo de la pólvora, Cochise alcanzó unos matorrales. Lo vieron huir en una pierna. Vieron también que cuando subió a lo alto de una colina llevaba todavía la taza de café que le había ofrecido el oficialito. Una hora más tarde, Cochise surgió en otra colina pidiendo ver a su hermano. Bascom le contestó con una descarga de fusilería. Cochise alzó una mano prometiendo venganza: “La sangre india es tan buena como la blanca”, gritó.

Según el historiador Roberts, ejemplificando con las inútiles astucias militares de Bascom, así se “escribió el guión por un período de confusión y terror que se extendería por el sudoeste de los Estados Unidos durante los doce años siguientes”.

5. EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS

A partir de esa celada fallida se inició una serie interminable de desplazamientos militares en los que el ejército norteamericano, a pesar de su despliegue, perdía siempre. También el ejército mexicano, desafiando el derecho internacional, solía introducirse en tierra estadounidense para cazar a Cochise. Y su suerte era también pésima.

En una de las tantas encerronas que los apaches atraen a los casacas azules, al borde de ser diezmados, éstos atinan a armar un cañón. Los impactos no aciertan a derribar ningún apache, pero el efecto atronador, la potencia del cañonazo, son suficientes para que Cochise intuya que es peligroso subestimar a su enemigo.

Si se observan las reglas de táctica y estrategia de los apaches se apreciará su similitud con la guerra de guerrillas. El éxito de sus ataques se debía a su velocidad y conocimiento del terreno. Capaces de atacar y huir con rapidez, los apaches nunca se arriesgaban ante la chance de tener bajas. Además estaban física y psicológicamente preparados para resistir tanto las temperaturas infernales del paisaje más desértico como las nevadas. Se fusionaban con el paisaje haciéndose invisibles. Y al mostrarse, en el ataque sorpresivo, ya era tarde para sus enemigos. Sus cañones, con todo su peso, sumados a los enormes carros de intendencia, tornaban lenta y dificultosa la marcha. Hasta que el general George Crook fue asignado a la cacería.

Crook había combatido junto a Sherman en la Guerra de Secesión y había participado en las luchas contra los indios del noroeste, interviniendo activamente junto al ilustre presumido general Custer contra Caballo Loco, el gran jefe sioux. Crook era rubio, alto, tenía bigote y barba en la perilla, una mirada melancólica y abstraída que daba la impresión de estar aquí, pero no mucho. Antes de entrar en un combate solía perderse de caza. Crook odiaba el uniforme y estaba lejos de pensar que “el único indio bueno es el indio muerto”. El mejor método de combatir un enemigo es conocerlo a fondo, decía. Le preocupaba adentrarse en los secretos del alma india. Que era como ingresar en el corazón de las tinieblas. El ejército debía reconocer que la media apache, en condición física, era superior a la de cualquier soldado. Bastaba apreciar cómo combatían sus mujeres. Expertas en el lazo, el arco y la flecha, las guerreras podían ser excelentes tiradoras a caballo. Es mítica la historia de Lozen, una joven embarazada, perteneciente a los mescaleros: su banda fue acosada por los militares a través de Texas, hasta que finalmente, después de semanas, lograron emboscarlos y ejecutar una masacre. Durante el combate, Lozen quedó aislada de los suyos. Un joven guerrero la asistió con su caballo. En la fuga, rompió la bolsa y empezó a chorrear. Perseguida, se las ingenió para abandonar el caballo y esconderse entre matorrales. Los soldados la flanqueaban. Lozen ocultó al bebé en un bosque. Durante semanas ésta sería su forma de huir: esconderse, avanzar, esconderse, avanzar. Sus movimientos fueron furtivos. Lozen robó caballos a mexicanos y salió ilesa de una ráfaga de balas. También robó un novillo. Lo descuartizó a cuchillo para alimentarse y después hizo con el estómago del animal un envase para guardar agua. Degolló a un soldado de la caballería, se quedó con su caballo, su rifle y sus municiones. Y se internó en Nueva México para juntarse con los suyos y volver al combate.

Crook recapacitó que únicamente un apache podía atrapar a otro apache. Utilizando rastreadores apaches que avanzaban en la vanguardia de patrullas, Crook rastrilló el territorio. Sus patrullas daban con rancherías y campamentos mínimos: los indios estaban obligados a dejar atrás sus víveres de invierno. Los primeros en disparar eran siempre los rastreadores, lo que garantizaba una victoria tras otra a Crook. Se libraban pocas batallas trascendentes pero el objetivo se cumplía sistemático. Según la investigación de Roberts, el acoso de Crook era genocida.

En diciembre de 1872, Crook y doscientos soldados cercaron a los apaches en una caverna. En el interior, las mujeres cocinaban y los guerreros bailaban frente al fuego. El ejército atacó sin aviso. Cuando se apagó el eco de los tiros en la caverna quedaron apilados los cadáveres de ochenta apaches. Veinte mujeres y chicos heridos sobrevivieron. Apenas entraron a la caverna los apaches colaboracionistas culminaron la matanza machacando las cabezas de muertos y heridos hasta volverlas pulpa. Más tarde los soldados se disculparían por no impedir la carnicería. Casi cien años después, esparcidos en la cueva, blanqueados por el tiempo, podían encontrarse aún los huesos y los arañazos de balas en las paredes de piedra.

Con su gente acorralada, enferma y hambrienta, los jefes apaches aceptaron conciliar. El mismo Cochise, viejo, cansado y padeciendo, se supone, un cáncer de estómago, también se rendiría. En una reserva, en junio de 1874, predijo su muerte para el día siguiente. Lo pintaron para el combate, lo cubrieron con una manta con su nombre, lo montaron a un caballo y un guerrero lo condujo a una grieta en las montañas. Ningún blanco presenció su funeral. Pero quienes estuvieron en la reserva cuando murió Cochise garantizan que aterraba oír los alaridos de su gente. Nunca existiría otro jefe como Cochise, un jefe que los uniera tanto en la paz como en la guerra. Sin embargo, la épica resistencia apache por su libertad recién empezaba.

6. IRAK

Semanas atrás La Nación publicaba un artículo del Times Litterary Supplement firmado por Robert Fox: “Irak: El hábito de la violencia”. El periodista se refería al empleo de la fuerza de parte de las potencias imperiales en la historia de Irak. Bush y Blair repitiendo los errores cometidos en los años ‘20 por Gran Bretaña. El artículo detalla la interminable lista de torpezas bélicas cometidas en Irak cuyo cometido era, como en el presente, implantar la democracia, paradigma de gobierno universal. Allí se hacía referencia a la educadora Gertrude Bell, que buscó “civilizar” a los habitantes de esta tierra, misión educadora que, obviamente, estuvo respaldada militarmente. Su fracaso fue, en su tiempo, comparable al fracaso de las potencias imperiales del presente en su “pasión” por implantar una democracia post Saddam. En ningún momento el articulista Fox hace hincapié en los intereses geopolíticos del petróleo.

¿A qué viene esta cita, pueden preguntarse? Quizá lo que importa es una operación de lectura. Leer en la investigación de Roberts sobre los apaches otra cosa. Un modelo de cruzada “civilizatoria”. Es en este sentido que su ensayo sobre las guerras apaches, a pesar de las especificidades que pueden plantear diferencias entre rebeliones de pueblos distintos, identidades distintas, combatiendo un mismo proyecto de dominio, obliga a reflexionar. Porque la vigencia del libro de Roberts es un alerta que denuncia la intolerancia yanqui, el desprecio por el otro, su reducción a la animalidad en nombre de absolutos –la democracia ortopédica y formal en primer plano– cuya eficacia, cuando se la implanta a sangre y fuego, se vuelve a cada instante más dudosa si se medita en los intereses de explotación de un territorio.

7. SANGRE DE APACHE

En 1872 Jerónimo era un desconocido para los norteamericanos. Había combatido junto a Cochise, Mangas Coloradas, Nana, Victorio y Ulzana. Y estaba destinado a destacarse por sobre todos ellos. Ni chiricahua ni mescalero, ni chihenne ni chokonen, Jerónimo era un bedonkohe. Pero por encima de las diferencias tribales, su sola convocatoria bastaba para concitar la unión en un mismo frente. Su nombre puede traducirse como “gente de los confines”. La madre le había contado las leyendas de su pueblo y el padre las batallas. A los diez años ya se destacaba en la iniciación guerrera. Juh, un guerrero de la rama nednhi, tan bravo como él, sería, además de su cuñado, su compañero y aliado en todas las batallas. Se enamoró de una hermosa nednhi, Alope, luego su esposa y la madre de sus primeros tres hijos. En diciembre de 1851 Jerónimo y otros bedonkohe habían acampado en las afueras de Janos, un poblado mexicano. Mientras acompañaba al jefe Mangas Coloradas y otros guerreros a comerciar a Janos, en esa tarde más de cuatrocientos soldados mexicanos de Sonora arrasaron el campamento, matando a su madre y a sus hijos. Nunca se supo con exactitud el número de los muertos. Sobrevivieron unas decenas de mujeres y chicos. Llevadas con sus hijos en cautiverio, fueron despachadas en esclavitud a haciendas a cientos de kilómetros. La tragedia terminó por moldear la ferocidad de Jerónimo. Apelando a las leyendas escuchadas en su infancia, Jerónimo dirigió un combate tras otro hasta convencerse de que era inmortal. Algo de cierto parecía haber en esta superstición. Montaba a la vanguardia y los balazos apenas lo rozaban. A medida que los combates aumentaban, Jerónimo se volvía tanto un estratega imbatible como un depredador: en sus ataques rara vez se apiadaría de los chicos.

Los constantes esfuerzos militares no lograban someterlo. En ocasiones, durante un pacto de paz provisoria, fue traicionado, juzgado, y permaneció prisionero en San Carlos unas semanas. Cuando los blancos imaginaban haberlo enjaulado, Jerónimo siempre volvía a escurrirse.

Era también evidente que la política de reservas, como proyecto concentracionario, no era operativa. Los apaches no eran como los navajos. Se oponían con terquedad a ser campesinos. Sus exigencias siempre se basaban en la preservación del nomadismo. Las múltiples negociaciones entre blancos y apaches incluyeron la visita a las grandes ciudades. En un viaje en tren a Washington un jefe apache enmudeció tras intentar un recuento de los cerros que desfilaban por sus ojos. No podía creer que el mundo continuara más allá. En un viaje a Saint Louis otro jefe tardaría en reaccionar frente al progreso urbano, el maquinismo y la superioridad numérica de los blancos. En otro viaje, de visita al presidente Cleveland, el gran jefe carapálida, los apaches fueron alojados en un hotel. Se asomaban a las ventanas y miraban hacia abajo. Preguntaron por qué todos esos hombrecitos y mujeres daban vueltas allá abajo para impresionarlos. Cuando entendieron que no eran siempre los mismos paseando alrededor del edificio sino que eran personas diferentes, los apaches se aterraron al advertir que no era una broma. No había sólo hombres y mujeres blancos allá abajo. Había también negros y amarillos.

Perseguido, cercado, Jerónimo, aun cuando su derrota era inminente, se resistía. Los blancos lo habían engañado una y otra vez. Había creído en algunos como Crook, pero también Crook, cuando sus intenciones pacificatorias fueron limpias, fue traicionado por los altos mandos y defraudó a Jerónimo al borde de un tratado.

En 1886 la derrota era palpable. Jerónimo escuchó a sus hombres. Era ley entre los apaches respetar el pensamiento del otro. Jerónimo lo hizo. Y perdió el debate. La mayoría de sus guerreros convinieron entregarse, aceptar la rendición: era lo aconsejable para salvar a sus familias asediadas por el hambre y la enfermedad. En el verano de 1886, al rendirse, la partida de Jerónimo se componía de treinta y cuatro personas, mujeres y niños incluidos, seguidos por una manada de perros. En su capitulación ante Crook, Jerónimo le dijo: “Antes me movía por ahí como el viento. Ahora, me rindo a ti. Eso es todo”.

Los “renegados”, como se los había bautizado, antes de rendirse, habían desafiado con heroísmo a cinco mil soldados de caballería de la Unión –una cuarta parte del total de su ejército– y a unos tres mil soldados mexicanos. Durante los últimos tres meses los dos ejércitos no habían podido atrapar siquiera a un chico.

Los apaches fueron deportados a un paisaje completamente distinto: los bosques pantanosos de Florida. No faltó un jefe que, atormentado, se suicidara. De los más de mil doscientos prisioneros desde los tiempos de Cochise, entre hombres, mujeres y chicos sobrevivieron apenas doscientos. Después de su cautiverio, octogenario, el viejo guerrero era una atracción circense en los espectáculos de William F. Cody, más conocido como Buffalo Bill. Jerónimo era una rareza que hacía gala de su puntería y firmaba autógrafos por un dólar.

En el invierno de 1909, a los ochenta y cinco años, fue a vender arcos y flechas a la ciudad de Lawton. Cuando cabalgaba borracho de vuelta a su casa, se cayó y quedó la noche entera sobre la tierra. La pulmonía y el delirio hicieron el resto. Se discute si agonizando estuvo por convertirse al cristianismo. En las visiones de la fiebre se arrepentía, en particular, de los chicos asesinados. En su vida se había negado a seguir “el sendero”, dijo, y ahora ya era tarde. Al morir, bajo la camisa tenía más de quince cicatrices de bala. Su gente lo enterró en la orilla del río Cache y levantó una pirámide de granito con un águila de piedra en la cúspide. En su funeral una anciana gritó llorando: “¡Todos te odiaban! Los hombres blancos te odiaban, los mexicanos te odiaban, los apaches te odiaban, todo el mundo te odiaba. Pero fuiste bueno con nosotros. Nosotros te amamos, nosotros odiamos ver cómo te vas”.

Las guerras apaches
Cochise, Jerónimo y los últimos indios libres
David Roberts,
Edhasa, Barcelona.

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