CINE > DESPUéS DE LOS DíAS, UN DOCUMENTAL DISTINTO SOBRE LA MILITANCIA Y LA DICTADURA
Fernando Rubio es un director, actor y dramaturgo que entrevistó a Hugo Rosani (militante de la JTP), Daniel de Santis (dirigente del PRT-ERP), Carlos Aznarez (cuadro de Montoneros), Hebe de Bonafini y Norman Briski y se propuso evitar el documental convencional para privilegiar emociones y vivencias antes que acontecimientos puntuales o discursos. Voces que recuerdan el 24 de marzo treinta años después, pero también hablan de los sueños de aquellos años y de los días actuales.
› Por Cecilia Sosa
Treinta años. ¿Qué se puede decir después de todo lo dicho? Después de los días es una película extraña y poética. Lejos de la efemérides y de las víctimas. Apenas las vivencias cotidianas de cinco personas y alguna confesión. “¿Qué hizo que esta gente creyera que podía cambiar el mundo, algo que hoy se ve como tan ingenuo o irresponsable; qué hizo que un tipo quisiera entregar su vida por un sueño?”, se preguntó Fernando Rubio, 30 años, actor y dramaturgo. Y se lo preguntó a Hugo Rosani (obrero y militante de la JTP); Daniel de Santis (dirigente del PRT-ERP); Hebe de Bonafini (Madre de Plaza de Mayo); Carlos Aznarez (cuadro de Montoneros); y al actor Norman Briski, exiliado antes del inicio de la dictadura. Obtuvo un abanico de sensaciones, recuerdos entrecortados, a veces necios, y también silencios. La película es económica. Casi no hay música: sólo el ruido del tren, una estación, un árbol, un título pasando en remera. Texturas. Algunos poemas escritos por el director y ciertas canciones tarareadas a medias, casi en susurro por Carmen Baliero, Liliana Herrero, Luis Eduardo Aute, Gonzalo Aloras y Fito Páez.
Aquí, cinco vivencias del aquel 24 de marzo. Un anticipo de lo que esta semana se podrá ver en pantalla grande.
Estaba en la cocina de mi casa. Los chicos venían muy alborotados. Se pusieron muy mal cuando Videla leyó el Comunicado Nº 1. “Mamá, van a pasar cosas muy graves”, decían. “No, tan grave no va a ser”, decía yo. Nos pusimos a tomar mate. Los chicos estaban con unos amigos y miraban para afuera todo el tiempo, muy asustados, para ver si venía alguien. Ellos estaban comprometidos políticamente, con la revolución. Pero creo que tampoco ellos pensaban que iba a ser tan grave. (...) Mi marido se fue acostar. Yo los veía a ellos tan nerviosos, que seguimos tomando mate. Decían todo lo que iba pasar y pasó más. Más de lo que ellos creían. Después empezaron las corridas. “Mamá, hay un pibe que tenemos que guardar, ¿no lo podemos traer una semana a casa?” Y la semana se convertía en dos meses y había que esconderlo cuando venía gente. Mi marido no entendía nada. Ellos le decían: “Papá, no digas el apellido”. Estaba esa costumbre de antes, decir “Bonafini a sus órdenes”. Y ellos le decían que no dijera, que dijera Humberto u otra cosa. Mi marido decía: “Aquí, en la 531 de La Plata, donde vivimos nosotros”. Y ellos le decían que no, que no dijera, que a los chicos los traían “tabicados” –tuvimos que aprender qué era “tabicados”– y que no podían saber dónde vivíamos. La única que lo aprendió bien era la nena. “¿Cómo te llamás?”, le decían. “Alejandra.” “¿Alejandra qué?” “¡Alejandra!” Tenía 10 años. Mi marido era tan ingenuo políticamente; yo ya había aprendido algunas cosas. Se habían llevado a un amigo muy cercano de mi hijo Raúl. Mataron a tres pibes que venían en moto; los dejaron todo el día desangrándose, no dejaban que nadie se acercara. Pobres madres, yo pensaba. Eran otras madres. (...) Nunca me pareció que lo tenía tan cerca. Vas masticando bronca, el dolor de otros pero, sinceramente, nunca lo sentí tan cerca, hasta que me llamaron por teléfono para avisarme.
El 24 de marzo del ’76 estaba en un departamento de Posadas y Montevideo, una casa operativa que teníamos en la organización Montoneros, donde vivíamos y operábamos. Habíamos llegado a las 8 de la noche con otro compañero. Estábamos en plena ofensiva militar. Eran días muy calientes y teníamos la idea clarísima de que se venía el golpe, aunque pensábamos que iba a dilatarse un poco más. Entonces nos pusimos a limpiar algunos fierros que teníamos... A la medianoche escuchamos la famosa marchita militar a la que ya nos tenían acostumbrados de golpe en golpe. Nos asomamos a la calle por una ventanita; era un departamento interno, pero se veía un poco la calle. A las dos horas ya había un movimiento impresionante de coches policiales, camionetas de la Marina, órdenes, contraórdenes, los Ford Falcon. No dormimos: teníamos la radio puesta y los fierros en la mano. Teníamos la sensación de que se venía un momento difícil, un panorama incierto que en ese momento veíamos como “entusiasmante” porque teníamos la mala concepción de que ahora el enfrentamiento iba a ser con los protagonistas reales, no con los payasos.
El barrio era un nido de personajes del gobierno, del Ejército, vivía todo tipo de personas “secuestrables”, como decíamos en aquel momento. Después nos enteramos de que esa noche, en la otra cuadra, habían buscado al mayor Bernardo Alberte, ex delegado de Perón de gran relación con las organizaciones armadas peronistas, y lo habían tirado desde un 8º piso por el hueco de luz, y que lo habían matado.
Cuando bajamos, a la mañana, la zona estaba copada por la Marina. Nosotros nos encontramos con el portero y disimulamos. Le habíamos dicho que éramos gente del campo, con algún dinero, algunas tierras, los clásicos que se dan la buena vida y viven de las rentas del campo de papá. El nos dijo que esa casa estaba maldita, que justo aquí hace años había un grupo de guerrilleros. (...) Seguimos funcionando ahí hasta 3 meses después, cuando tuvimos que levantar todo porque la casa había sido “cantada” y nos tuvimos que ir con lo puesto.
Esa noche estaba en Azcuénaga entre Perón y Mitre, aunque Perón era Cangallo. En la esquina había un edificio de telefónica, que era ENTel. Yo estaba en el edificio de enfrente con la que hoy es mi señora. Ella vivía ahí con una amiga. Yo trabajaba en la Municipalidad, en el Hospital Rawson, había empezado el 1º de julio de 1974, el día que muere Perón. Yo era un tipo simple, no tenía jerarquías ni cargos. Simplemente militaba en la JP, en el movimiento del MID, pero siempre cerca de la línea que bajaba Montoneros. Tengo cinco o seis amigos que están muertos. No se les puede decir desaparecidos después de 30 años. Yo militaba en la 7ª, la Unidad Básica donde Montoneros hace el anuncio del paso a la clandestinidad. Me casé en abril del ‘77. No por iglesia. La fiesta fue en donde vivía antes: una casa grande de siete habitaciones, dos patios, terraza; un caserón. Al compañero de la foto, después de la fiesta, ya no lo vi más: al poco tiempo se lo chuparon. Y a varios más. A la que vi varias veces en las marchas era a la mujer, Alicia. Ella también cayó presa. Tenía una nena de un año. Un día fuimos a su casa para el aniversario de Eva Perón. Habíamos quedado en encontrarnos ahí. Estábamos en la casa esperándolos y de pronto golpean y, cuando abro la puerta, veo a cuatro negros con lentes y todo. A Alicia ya la habían enganchado. Yo agarré a la chiquita y dije: “Estábamos cuidando a la nena”. Mi señora pasó como la mucama. Y zafamos.
Yo creo que estaba en el Cuzco, en una cooperativa agraria. No me acuerdo de haberme enterado. Me aislé muchísimo, estábamos en medio del campo. Sabía que Isabelita podía llegar a ir al Perú y la policía peruana nos pedía que fuéramos a una playa y que nos quedáramos ahí. Nos seguían persiguiendo en coordinación con la policía argentina. Mi confusión mayor era qué me va a pasar a mí, a mi compañera, a mis hijos, a mis amigos. Estaba en un estado de delirio a 4 mil metros de altura. No me acuerdo de si Videla había subido al poder o no. Mi estado psíquico era el de un loco normal. Había recibido un nocaut. Era un estado de bobería, no tanto depresivo, más bien patético, una cosa autista. En una película en la que participé en esa época parecía una persona como cualquier otra: arreglaba tubos fluorescentes, no tenía problemas con las debacles intestinales. Pero estábamos locos, locos de tragedias. No llegaba al sufrimiento, no había cómo admitir el sufrimiento en ese momento. Tenías que seguir vigilante, nos habían hecho vigilantes.
Del 24 de marzo del ’76 no me acuerdo. Hay muchas cosas que me acuerdo perfectamente, pero del 24 de marzo no me acuerdo. Me resulta muy difícil pensar en lo que hice en aquellos años desde una perspectiva personal; se veía más como una cuestión social, era un movimiento de masas, un movimiento revolucionario, las personas éramos un elemento más. Siento que milité toda la vida. Mi papá era un activo militante radical de Chivilcoy y mi mamá, también. Mis vivencias más viejas son la muerte de mi bisabuela y la muerte de Eva Perón. Yo estaba del otro lado, pero me acuerdo. Tenía 3 años. También tengo muy presente el golpe del ‘55. La primera arma que vi en mi vida fue en el ‘55. Mi papá estaba armado, era un militante radical y estaba en los comandos que estaban en contra del gobierno peronista. Cuando Perón dijo: “Por cada uno de nosotros que caiga, caerán cinco de ellos”, mi papá nos mandó a la casa de mi tía. Ibamos en un taxi, un Chevrolet viejo, el taxista, mi tía, mi mamá y los tres hermanos De Santis. Con mi cabeza de chico de 7 años pensaba: “Somos cinco conocidos militantes radicales. A ver si el taxista es peronista y estrella el auto contra la pared y mata a cinco radicales”.
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