TEATRO > COZARINSKY Y SU MéDICO
Cuando en el 2003 Vivi Tellas estrenó Mi mamá y mi tía, ese género de teatro biográfico bautizado Biodrama que había puesto en marcha dos años antes en el Teatro Sarmiento, sufrió una mutación inesperada: nacía el teatro documental. Ahora, cuando ya indagó en la memoria familiar (Mi mamá y mi tía) y en el trabajo de pensar (Tres filósofos con bigotes), el tercer avatar de ese experimento sube a escena al cineasta y escritor Edgardo Cozarinsky y al doctor Alejo Florín, amigo de años y médico que le salvó la vida.
› Por Alan Pauls
A Vivi Tellas le gusta inventar categorías. A mediados de los años ’80 descubrió en una biblioteca la obra inédita de Orfeo Andrade –un dramaturgo impresentable, de un candor y una audacia insólitas– y acuñó la expresión teatro malo para nombrar tres perfectas celebraciones del error y el empecinamiento (El deleite fatal, El esfuerzo del destino y La marquesa Sobral). En 2001, designada directora del Teatro Sarmiento, propuso convertir la sala en el espacio experimental del Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires y concibió el género Biodrama, suerte de teatro biográfico para el que convocó a una serie de directores con la consigna de montar una obra a partir de la vida de una persona real, viva. (Hasta la fecha han participado nueve; la próxima, Mariana Chaud, estrena su biodrama Budín inglés a fines de este mes.) En 2003, con Mi mamá y mi tía –una travesía por su propia mitología familiar interpretada por su madre y su tía verdaderas–, Tellas lleva esa avidez de realidad un poco más allá y acuña un nuevo formato: el teatro documental. De teatro, en rigor, queda poco y nada: en vez de obra hay algo que parece un ritual doméstico casi privado; en vez de actores y personajes, dos mujeres que ponen sus vidas al desnudo; en vez de decorados y utilería, un botín de efectos personales donde se cifran dos existencias a la vez comunes y singulares; en vez de representación, un método expositivo, mucho más de “caso” que de ficción, que articula en secuencia ciertos “números”, las células de comportamiento e interacción que permiten el despunte de una especie de mínimo teatral espontáneo. La misma fórmula reaparece en Tres filósofos con bigotes (2004, actualmente en cartel en El Camarín de las Musas), donde Tellas pone en escena a tres profesores de filosofía de la UBA para curiosear en las relaciones entre el pensar, las ideas y la vida personal.
Tercer avatar del teatro documental, Cozarinsky y su médico recupera de algún modo el zoom íntimo y descarnado que Tellas había puesto a trabajar en Mi mamá y mi tía. Los protagonistas son el cineasta y escritor Edgardo Cozarinsky y su médico clínico, el doctor Alejo Florín. Una pareja explosiva, como de cine mudo o de slapstick: suerte de Eric von Stroheim sanguíneo, Cozarinsky es impaciente, vital, atropellador; alto y lento, Florín habla en voz baja, observa, sabe esperar y cultiva una trabajada displicencia de dandy. Son paciente y médico, sí, pero también amigos, hermanos de cinefilia y sobrevivientes gemelos de una eclipsada constelación mundano-cultural en la que confluyen el ala más chingada y sarcástica de la revista Sur (José Bianco, Silvina Ocampo, Enrique Pezzoni, Alejandra Pizarnik), la fascinación por el cine de autor de los años ’60, la bohemia vanguardista del Instituto Di Tella y el culto desaforado del name dropping y el chisme. En la escena de apertura de la obra, Cozarinsky y Florín contemplan y comentan juntos Un verano con Monika de Bergman; inspirada y etnográfica, perspicaz y banal, esa simple glosa (con sus dos hitos cruciales: el desnudo total de Harriet Andersson en la isla y la insolente mirada a cámara con que hechizó a todas las nouvelles vagues del planeta) da un poco la clave tonal de la obra: por un lado exhuma y repatria una porción significativa de pasado que es a la vez personal y social, individual y generacional; pero el énfasis de la glosa, al mismo tiempo, está puesto en la operación misma del recorte, en el modo particular, a la vez preciso e irónico, sentimental y distante, en que ese pasado queda enmarcado, silueteado, montado por el presente que lo mira. De ahí que Cozarinsky y su médico, con el frondoso cortejo de muertos, épocas perdidas y estilos de vida extinguidos que conjura, sea todo lo contrario de un lamento o una ceremonia nostálgica. El pasado no es un paraíso perdido ni una reserva de coartadas. Ni Cozarinsky ni Florín lo “recuerdan” en sentido estricto: más bien lo sorprenden o lo identifican, como quien detecta una cara familiar pero ajena en medio de un mar de rostros, y luego –en vez de “revivirlo”– lo someten a todas las operaciones imaginables. El pasado es quizá lo único de lo que se habla en la obra; pero todo lo que se dice sobre él, todo lo que el cineasta y su médico hacen con él, sucede y está arraigado en el más puro de los presentes, en ese aquí y ahora que grafica el y de Cozarinsky y su médico. Puede que ese matiz –en el que acaso resuene una versión sutil e inesperada del célebre extrañamiento brechtiano– defina la rara combinación de crudeza y respeto, de verdad y gracia, que es el sello de origen del teatro documental.
En rigor, todo en Cozarinsky y su médico es una cuestión de distancia. A lo largo de la obra, el autor de El rufián moldavo y el médico que salvó a Bioy Casares de un cáncer de tiroides no dejan de acercarse y huir, chocar y retroceder, hacer contacto y alejarse. La crisis máxima de proximidad es desde luego la escena de la revisación médica, donde la pirotecnia verbal que Bergman suscitó en el cineasta enmudece ante el avance de las manos que lo palpan y las órdenes con que su médico, de golpe, ha pasado a “dirigirlo”. Y a la vez es notable cómo ese fantasma de intimidad, ese cuerpo a cuerpo silencioso que nos parece ver por primera vez de cerca está todo el tiempo atravesado, teñido, mediado por imágenes que lo airean o lo crispan, lo relajan o lo hacen recrudecer: el film de Bergman, sí, pero también la copia de Puntos suspensivos (debut en el cine de Cozarinsky, 1970) que Florín exhuma casi para provocarlo o las películas caseras de la familia del doctor, y también todas las citas, alusiones y referencias al cine que parecen permear hasta las zonas más replegadas de la relación.
A lo largo de poco más de una hora, Cozarinsky y Florín hablan, se sinceran, negocian, discrepan, se torean. No es una relación fácil: Cozarinsky confiesa al final que Florín le “salvó la vida”, y el vínculo entre salvado y salvador incluye pasiones extremas –gratitud, deuda, sospecha, incluso rencor– que no tienen por qué circular entre un paciente y su médico. A veces, como sucedía en Mi mamá y mi tía (cuando las mujeres hacían “teatro leído” con la pieza de Florencio Sánchez que habían interpretado de jóvenes) o como sucede en Tres filósofos (cuando los filósofos interpretan la alegoría de la caverna de Platón), también se les da por “actuar”. Son quizá los momentos más desopilantes de la obra y sin duda los que ponen en evidencia –por si lo habíamos olvidado– hasta qué punto no estábamos en el teatro sino afuera, en otro lado, otra atmósfera, otro ecosistema artístico. Cuando Cozarinsky y Florín actúan (uno con una peluca en la cabeza, el otro con un revólver), no son exactamente actores (pero no por que no lo sean profesionalmente ni por incompetentes, sino por el contexto no teatral en el que se desenvuelven): más bien son intrusos, impostores, rehenes del género documental que protagonizan, que no ha previsto la ficción y que, por lo tanto, cuando algo parecido a una ficción irrumpe, parece aislarla, enmarcarla, citarla, y le da una nitidez y una gracia extraordinarias. Es otra de las perplejidades que dispensa el teatro documental: no vemos gente actuar; la vemos –eventualmente– llegar a la actuación, tropezar con ella y entrar en su juego y acudir a sus recursos con toda la desesperación, la torpeza, la soberbia o la soltura de la inocencia. Esa “actuación” ya no es un saber, ni una destreza, ni siquiera el fruto de un rapto de inspiración: es simplemente la forma que adquiere un estilo personal –un modo de existencia– cuando es mirado por un par de ojos curiosos.
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