Dom 16.04.2006
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Beckett, el águila solitaria

Esta semana se cumplieron cien años del nacimiento de Samuel Beckett, el irlandés que, tras participar en la Resistencia francesa, adoptó una lengua que no era suya, inyectó en la tragedia del siglo XX un humor desnudo de toda solemnidad y dejó una obra sin descendencia literaria que, para Harold Bloom, clausura el canon occidental.

› Por Juan Sasturain

El 13 de abril acaso se cumplieron, mes más, mes menos (nunca se sabrá con exactitud) cien años del nacimiento del temible Samuel Beckett, filosa y bellísima cara de águila, narrador y dramaturgo sin abuela ni nietos reconocidos y responsable de una de las obras más coherentes y radicales del siglo veinte. Para la celebración, por lo menos tres países, dos lenguas y dos géneros literarios se lo disputaron. Y hacen bien, porque dan ganas de “quedarse con Beckett”, algo que él –sin embargo– no les hubiera permitido.

Nacido en Dublín como su amigo, maestro y mentor James Joyce, escribió (mucho) y publicó (menos) sus primeras obras en inglés –poemas, nouvelles, un ensayo sobre Proust– hasta que, desertor de la docencia de la literatura –“no podía soportar el absurdo de enseñar lo que yo no sabía hacer”–, tras deambular por Europa, ir y venir, se instaló en Francia definitivamente en 1938, adoptó y fue adoptado en palabra y obra por el Continente. Luego de participar activamente en la Resistencia –aunque no le gustaba contarlo así: “Preferí vivir en Francia en guerra que en Irlanda en paz”–, en la inmediata posguerra, mientras vivía de traducciones en París, se sentó a escribir con todo: del ‘46 al ‘50 produjo lo mejor, el carozo de su obra.

Sin embargo, nadie sabía demasiado de él cuando la publicación y el estreno en París de En attendant Godot (1952) –un auténtico terremoto– lo convirtió en justa celebridad a los cuarenta y pico largos. A esa altura el frugal y casi tácito Beckett ya no escribía en inglés para después traducirse (cosa que hizo por entonces con sus primeras novelas: Murphy, Watt) sino al revés: Molloy, Malone meurt y L’innommable, la extraordinaria trilogía narrativa que publicó en su idioma adoptivo en ese fertilísimo primer tercio de los cincuenta, fueron vertidas por él mismo al inglés en los años siguientes. El sagaz George Steiner ha escrito en Extraterritorial páginas reveladoras sobre esa condición bilingüe y sus indiscernibles consecuencias. Pero en realidad, aunque críticos como Frederick Karl reivindiquen sobre todo al Beckett narrador por encima del dramaturgo –“sus obras de teatro no aportan más que una acotación marginal a lo que las novelas indican con espacio más dilatado y fuerza más intensa” exagera–, es innegable que fueron las ruidosas puestas del Godot y de Fin de partie y Acte sans paroles (1957) las que lo metieron de prepo, por más malabares que hicieran los descolocados británicos, en la vanguardia teatral de la literatura francesa.

También es bien sabido que los franceses suelen apropiarse –rótulo mediante– de todo lo que pase por el ombligo de París y sus alrededores. En el caso de Beckett, sus piezas calzaron en el “teatro del absurdo”, una bolsa acuñada por Martin Esslin a principios de los ‘60 que, como todas, entreveró a autores tan diversos como el irlandés errante, Ionesco, Adamov, Genet, Mrozec o Pinter, bajo el amplio paraguas existencialista, avatares del “hombre absurdo” camusiano. Aunque ninguno (o casi) era francés, y L’etranger sea posterior a Murphy, con la que tiene más de un punto de coincidencia en el uso de materiales filosófico-narrativos.

Beckett, un escritor radical e intransitivo, “difícil” pero convocante, no es complicado de filiar en sus puntos de partida –Proust y Joyce, más Kafka–, aunque haya llegado a otra parte y tendiera siempre a desmarcarse de los modelos. Su riguroso empeño en expresar la imposibilidad y el no saber –“yo trabajo con la impotencia, con la ignorancia”– cristalizó en obras que tanto han recibido el reconocimiento de la muy falible Academia por antonomasia –fue Nobel en 1969– como la consagración de la crítica. Basándose en el Godot y sobre todo en Fin de partida, a los que augura larga vida, el gordo Harold Bloom le da la llave, nada menos, para que cierre el canon occidental: “El desafío canónico de Fin de partida es que se acerca al fin del canon; es la última fase de la literatura, si literatura significa Shakespeare, Dante, Racine, Proust, Joyce”. La suya es, literalmente, una escritura terminal. Es lindísimo leer los testimionios de quienes lo conocieron, escritores/personajes afines. El amargo Cioran, por ejemplo, que fue su amigo según dice, en París, lo describe solo leyendo y escribiendo en una mesa apartada de La Coupole, cortés e intimidante. “Samuel Beckett es una presencia enjuta e impresionante, con furibunda mirada... Habla con concisión, como sus personajes, con dolorosa indecisión, temeroso de expresarse con palabras, consciente de que hablar no es más que otro modo de levantar polvo”, decía Israel Shenker, el periodista del The New York Times que lo entrevistó en 1956, cuando calificó la versión norteamericana de Esperando a Godot, que al final no vio, de “terriblemente desacertada”. Tal vez haya sido en esa oportunidad que supo contestar ante la consabida pregunta en busca de claves obvias: “Si supiera quién es Godot no hubiera escrito la pieza”.

También puede haber sido el momento o el clima adecuado para la foto que acompaña estas líneas. Los dos actos durante los cuales Estragón y Vladimir hablan y esperan infinitamente están atravesados por un humor desesperado. Es que Beckett, como Keaton, es trágico pero jamás solemne. Una muestra más de su sabiduría.

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