Domingo, 23 de abril de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Pintor y escultor autodidacta, miembro del histórico colectivo Tucumán arde, ya su sonada renuncia al Instituto Di Tella en 1968, mediante una carta repartida en la entrada, marcó la posición que lo convertiría en uno de los artistas más filosos y poderosos del país: establecer una comunicación directa entre el espectador y la obra sin la intermediación de críticos y marchands. En esta entrevista inédita, Pablo Suárez, que murió el fin de semana pasado, a los 67 años, desanda su carrera, explica los orígenes más insospechados de su obra y hasta cuenta cómo se ganó la vida falsificando cuadros.
Por María Moreno
“Prefiero el manto natural, la mosca”, dijo Pablo Suárez cuando aún podía imaginar su muerte sin considerarla inminente. Ya entonces había hecho un retrato cubierto por seis o siete mil moscas que brillaban como lentejuelas –al parecer las había contado–. Se llama El manto final. En el 2004, mientras estaba exponiendo en la galería Maman su serie El escaso margen, Pablo Suárez respondió a una entrevista que nunca salió publicada. Hoy esa cinta grabada, este armado, no pueden dejar de acusar recibo de la noticia de su muerte cuya cercanía autoriza una precaria conjugación en tiempo presente, dicta un determinado orden en el montaje de los párrafos, hace que el esfuerzo del personaje –a quien Suárez llama “el tipito”– por vencer a su sombra en Haciendo sombra o por mantenerse aferrado a un muro en Cayéndose del mundo sea leído retrospectivamente como la alegoría de una lucha, de una pose de combate. Pero los amigos lo llaman “el chongo”, y en realidad se trata de una figura para la que parece haber posado un único modelo como lo era, en el París de la década del ’20 y para artistas tan diferentes como Man Ray y Amadeo Modigliani, Kiki de Montparnasse. Es un pelele que representa a un hombre joven y musculoso, pero no a la manera de la estética gay del gimnasio californiano sino del sujeto del trabajo físico –aun el de chongo–. Si bien las versiones del “muchacho” van desde las eróticas como El perla o El Narciso de Mataderos al paria social como el trepador del Cucaracha o el equilibrista de Poca fe, parece el mismo, como el “cabecita” del aluvión zoológico gorila. Su inspiración en las tallas religiosas de una época muy anterior a la de las mediciones frenológicas lo hace todo rostro como en la ascesis mística que ahora, en las nuevas mitologías sociales de Suárez, se transforma en puros signos de privación: ojos y boca ávidos debido al escaso margen.
–El cuerpo humano me gustó siempre. Cuando era adolescente hacía unas esculturitas con una plastilina de la época que se podían alisar con saliva y quedaban como bruñidas. Entonces me hacía la paja.
¡Hasta para eso necesitás tu propia obra!
–Después las rompía porque no podía tener eso en casa. Pero, si me pescaban, podía hacerlas desaparecer de un puñetazo.
La técnica más veloz para evadir la censura.
–Roberto Jacoby me dice: “No variaste mucho tus mecanismos”.
Hay quien ve erotismo directo en la imagen de poliuretano sintético, metal y madera del “chongo” de Suárez aunque tenga la lisura fría de una balaustrada.
“A mí las esculturas de Suárez me calientan”, declaró alguna vez a la prensa el artista Gumier Maier y luego se enojó porque, en la transcripción del reportaje, la frase fue atenuada.
“Pero es que Suárez pinta mi target: morochos, de labios gruesos, chongazos. Y eso que no trabaja con modelo vivo. ¿Cómo hace para mostrar el pliegue de la axila, la curva de la pelvis, las clavículas?”, se preguntaba entonces Gumier Maier.
–Porque los miro con detenimiento –dice ahora Suárez.
Pero no posan.
–¡Qué van a posar!
Entonces tenés una memoria erótica, anatómica y muscular. Será de boxeador.
–Puede ser. Yo conozco todos los músculos del cuerpo. Me sé el músculo pectoral mayor que forma el pliegue anterior de la cavidad axilar, igual que cada tipo que hace deporte. Yo serví de sparring de dos boxeadores igualmente brillantes. Y hubiera seguido si hubiera sabido que así era feliz.
Oscar Massota, que también pasó por el Di Tella, boxeaba.
–Encima le gustaba el estilo Belmondo. Macció también era muy bueno. Yo creo que era una época. Uno salía a la calle y se agarraba a trompadas unas dos veces por semana. Lo habitual: pasabas por una esquina de un barrio con una mina y, si te decían algo y no te parabas y dabas un buen bollo, eras un idiota. Yo reconozco que empecé a boxear para ser más eficaz en mis peleas callejeras. Algo así como: “Si deseás la paz prepárate para la guerra”. El otro día estábamos con Luis Benedict en un lugar donde había dos floretes, él agarró uno y yo otro, los dos habíamos aprendido esgrima.
En otras décadas, había arte y músculo.
–Había que ser una especie de Hemingway. Porque existía una tradición de chico bien en esas cosas. Nosotros teníamos que ser Jorge Newbery. Un bacán en el salón y un deportista en la calle. Yo nadaba y hacía saltos ornamentales. Quería subir al trampolín más alto y tener todas las miradas puestas en mí. De Narciso.
El llamado “chongo” es un cuerpo arqueológico: en los pectorales desarrollados y los bíceps todavía hay un resabio del obrero bien alimentado del peronismo, pero en las piernas ya se advierten, aun a través del lenguaje de la caricatura, unas secuelas de raquitismo de manual de anatomía.
En tu obra, ¿cuándo aparece el muchacho?
–A fines de los ’70 cuando, después de tanto conceptualismo, tenía ganas de volver a amasar. Entonces empecé a mirar qué había pasado con el arte argentino. A atender a documentalistas de usos y costumbres o pintores folklóricos que se interesaban bastante poco por la pintura en sí misma pero que pintaban magníficamente, como Molina Campos o Cándido López. Empecé a necesitar incluir la caricatura, un cierto realismo que venía de la talla religiosa, de objetos rituales. Hubo una época en que, influido por la gente del Centro Cultural Rojas, empecé a adornar más las superficies: con esmalte de uñas como en el short del boxeador que ves ahí. (Señala a una figura de shorts estridentes que boxea con su sombra.) O madreperla sintética.
¿Tenés algún modelo fijo? Quiero decir, aunque no pose.
–Los tipitos son iguales o parecidos, pero todo el mundo los reconoce como el mismo. Pero, si vos ves las esculturas de Constantin Meunier que están al lado del Museo, las cabezas te van a recordar a ésta y es estatuaria del siglo XlX. Yo intenté que todo tenga que ver con ciertas tallas religiosas del siglo XVll y XVlll porque, aparte de que me gustan, me pareció divertido para romper esa especie de abismo entre el espectador y la obra. En lugar de usar cosas deshabituadas y cambiadas de contexto, como es la tendencia contemporánea, usar aquellas a las que el público está habituado y por eso no le pueden producir ninguna sorpresa formal. Y a esa estructura formal prestigiosa la mezclé con elementos de la revista Rico Tipo. En alguna época hacía heridas y sangre como ornamento, igual que los españoles del siglo XVll y llegué a incluir nácar.
Como las dolorosas, que son tan sexies...
–Y a las que les dicen piropos en las procesiones. Hice El predecible destino del pretty boy González, que es un chico que va a un baile adonde le afanan la ropa, le pisotean el celular y lo dejan atado junto a unas bolsas de basura en un poste de luz. La figura tiene unos puntazos como un San Sebastián. A ese personaje que ves ahí en Poca fe lo vi en Constitución pero no caminando sobre un filo sino sobre vidrio molido, para ganar guita. Le puse ese título porque se dice que, si tenés fe, no te lastimás.
¿Hacés todo vos?
–Todo yo. Son esa cosas que uno puede hacer cuando ve fútbol o boxeo. Trabajo y, cuando escucho que está por venir el gol o la piña, miro. Incluso para lijar es mejor tocar sin mirar.
¿No se te puede ir la mano y, por ejemplo, sacarle el culo al Perla?
–Siempre es más fácil agregar.
Pablo Suárez esculpe hombres cucaracha como metáfora del buscavidas que pulula alrededor y de costado de la producción, son cartoneros morales, metafísicos de la changa, pero el apelativo puede tocarles a personajes de la cultura alta, como los curadores.
–Yo no podría soportar que viniera un tipo a colgarme una muestra. Son intermediarios. Cucarachas. La figura del marchand y del crítico de arte aparece en 1864, cuando hay que darle una pátina cultural a la burguesía que quiere copiar la figura del entendido y del mecenas. Cuando el arte pasa a ser experimental, como a fines del siglo XlX y principios del XX, se trabaja sobre la discusión interna del discurso del arte, a través de una sucesión de transgresiones formales. La pérdida del aura del arte, entonces, es notoria. Hoy uno pasa delante de las obras de la misma manera con que pasa en una verdulería delante de una pera. Aunque por lo menos la pera da ganas de comerla. Yo pinto tratando de restablecer un puente entre la obra y el espectador común. Que la gente ingrese en la obra directamente y evite el intermediario. ¿Te imaginás a un tipo preguntándole al que pintó el bisonte en la cueva de Altamira: “¿Y esto que quiere decir?”.
En El escaso margen, Suárez juega con las interpretaciones literales de ciertas frases, como en El desproporcionado esfuerzo de llevar el pan a la mesa, donde el “chongo” levanta lo que parece ser un pan de plomo, mediante un sistema de palanca.
–En esa obra estoy cargando a un conocido mío, un uruguayo. Es un tipo que hace tanta cosa para ganar algo que no alcanza ni para comer, que te puede arreglar un coche como un jardín. Y todo lo hace mal y con herramientas inservibles. Y ahí ves a un boxeador que está boxeando con la propia sombra, que es algo muy inasible cuando uno está en movimiento.
Es un autorretrato.
–No precisamente, éste ya no tiene ni neuronas.
El que ha irrumpido es Raúl Santana, un crítico de aspecto imponente, una especie de Marx mulato o de Darío con barba, un partenaire para los retruécanos de ese canoso con huellas de high life que es Pablo Suárez. La voz de Santana es inconfundible, tiene la modulación de los vocalistas de tango cuando se retrasan para seguir a la orquesta, una suerte de deletreo mafioso. Es del estilo que cultivaba Osvaldo Lamborghini, antagónico del de Germán García, de velocidad paranoica en la precisión del aforismo, modos de hablar en los bares de los ’70.
–En el sótano del Luna Park, en un gimnasio que se llama el Royal, hay una pared así, para que la sombra esté más o menos a la altura de quien pelea. En una pared común la sombra se te va al carajo o queda en el piso. En la pared inclinada, se mantiene más o menos a la altura uno. Es un invento de Lecture. La primera obra premiada en un salón nacional fue La sopa de los pobres de Reinaldo Giudici. Yo cambié un poco el título. Mirá qué olla que puse.
No es popular...
–No, es de acero inoxidable, pensaba ponerle una lucecita roja y azul adentro pero después me pareció demasiado.
El chongo, a lo largo de los años, se vuelve alegoría social, pero con una complejidad de dispositivos que lo alejan de constituir una referencia sin mediaciones. Si en la Sopa de pobre el “chongo” pasó de ser el consumidor al ingrediente –como cuenta el propio Suárez– y si El escaso margen invita a una lectura apresurada de la crisis argentina, la artesanía lujosa de las fuentes clásicas permiten el exabrupto, fuera del coro de los curadores y/o ideólogos, de decir ¡qué belleza!
–¿No te acordás de que la mujer de Briante tiene mi obra donde Molina Campos está desorbitado porque leyó el libro de Carlos Espartaco? Se llama El estupor del arte paraliza al pingo de Don Florencio –le dice Suárez a Santana (El estupor del arte es un libro de Carlos Espartaco).
–Pobre Charlie, que es un genio. Con una letra exactamente igual al castellano y no se entiende un carajo. Una vez recuerdo que llegó con un texto tembloroso.
–¿El llegó tembloroso o el texto era formalmente tembloroso? –malicia Suárez.
–El llegó tembloroso. Le trajimos un escritorio, se sentó y empezó. Leyó seis páginas. A la tercera yo sentí que era como cuando leía a Hegel, no cazaba una. Entonces cuando terminó le dije a Charlie: “Mirá Charlie, vos antes tenías una tendencia a nadar bajo del agua pero ahora sos campeón mundial, no aparecés nunca”.
Pero Suárez ya no se ríe tanto de la malicia y dice que, desde que vive en Colonia, se ha vuelto bueno. Entonces se pone a hablar bien de otros artistas como Marcelo Pombo o Miguel Harte, de Omar Schilliro –“hacía unas cosas que parecían huevos de Fabergé hechos por un demente”–, a explayarse sobre Martín Di Girolamo.
Suárez se acuerda la estructura del cuerpo humano con el puño del boxeador y con la palma y los dedos del amor y el deseo; también su mirada tiende a buscar la materialidad de la imagen, aun en la lectura. Si suele citar de memoria, se trata menos de una frase de la teoría que del registro de una experiencia sensual.
–Tengo una memoria visual prodigiosa, llego a acordarme para el lado que va cada pincelada del cuadro que hice. Cuando era chico hice ejercicios que recomendaba Kipling para la memoria. Ponía cuatro piedras, las tapaba con una servilleta y decía: “Una es así, otra es asá y otra de esta manera”. Llegaba a las veinte. Para hacer eso tenés que tener una foto en la cabeza. Yo no leo línea por línea, leo media página y después otra media página. Y por eso leo a una velocidad prodigiosa. Me pongo a las nueve de la noche a leer Paradiso –por decir algo largo y retorcido– y a las tres de la mañana lo terminé. Y a las cuatro lo empecé de nuevo para volver a ver lo que me gusta. Por ejemplo Fronesis y Cerní discuten en el malecón y llueve. De pronto Lezama está contando esa discusión mezzo filosófica y de repente rompe con una cosa gongorina ridícula: “brumas la luna espartana apaga”. A esos momentos de rupturas formales yo los aprendí más con la literatura que con la pintura. Los escritores que me gustan usan muchos juegos. Yo sé que ahora no lo quieren mucho pero a mí me gusta mucho Carver. De pronto estás leyendo una página y está hablando de cosas que caen como una cascada, va como preparando, haciendo juegos sutiles con la palabra para llegar a la sensación de una cabellera que cae y la caída del pelo de la mujer viene como tres oraciones después. Me acuerdo de Franny and Zooey, de Salinger, cuando el chico está sentado en la bañadera y está la madre fuera del baño hablándole. Ella va hasta el botiquín donde hay un montón de cosas cosméticas o remedios como Kleenex, crema para los poros, VicksVaporub... ¿Por qué habrá siempre imágenes imborrables? Borges cita una que a mí me parece maravillosa: en un cuento de Bret Hart, un tahúr tuberculoso se juega entre pegarse el tiro y no pegárselo. Y está bajo un árbol sin hojas tirándose las cartas ahí en el suelo para que el juego decida por él. La representación es una buena puerta para que alguien entre en una obra. Hasta en los libros de Aira hay algo de representación. Me gusta Aira, es como una maestra en ácido.
En el árbol genealógico de Suárez hay un bisabuelo con un almacén de ramos generales, otro que importaba válvulas y máquinas a vapor, algunas hectáreas. De ahí que su decisión de instalarse en Colonia respondiera, en parte, a su familiaridad con la tierra –siempre anda recogiendo, entre los desechos de taller, los clavos oxidados que, colocados cerca de las raíces, son excelente abono–. Estudiante del colegio Ward y amigo del nacionalista Joe Baxter –“cuando pasó de la derecha a la izquierda me maravillé, pero cuando fue condecorado por Ho Chi Ming, directamente lo adoré”–, Pablo Suárez tuvo un padre connaisseur que le armó un taller en el jardín no bien vio que andaba con las manos en la masa. Cuando éste se suicidó, luego de fundirse, Suárez se hizo fotógrafo callejero, pintor de paredes y locutor bilingüe de la Compañía Internacional de Radio. Pero también hizo cosas para vivir que ahora formarían parte del arte á la page, por ejemplo unas macetas que eran como togas rasgadas o vendas usadas.
–Usaba un liencillo bien abierto, le armaba una pequeña estructura adentro pero dejaba que los pliegues de la tela se humedecieran en cemento. Los vendía en las casas de decoración. También hacía helados casatas que eran banquitos y a Modart le vendí sillones que eran plantas de lechuga. Durante muchos años hice falsificaciones de pintores del siglo XVIII y se las comían todas. Para no caer preso nunca falsifiqué cuadros de pintores de primera línea porque a ésos se los investiga muy a fondo. Una expertización sale 10.000 dólares, tenés que pintar cuadros de gente que valga de 10 a 12 mil dólares. O sea: el que lo compra piensa que puede ser falso pero no puede gastarse 10.000 para la investigación.
Tenías un mediador.
–Que no sólo me los colocaba sino que me traía telas de época. De cada cuadro hacía cinco. En una noche tenía un cuadro craquelé como si le hubieran pasado muchos inviernos y veranos por encima. Después le fumaba muchísimo arriba, y después le volcaba la ceniza del cigarrillo. Yo había leído que los tipos que hacen expertizaciones se fijan mucho en lo del tabaco o en la grasa porque, antes, en las cocinas se dejaba un ciervo entero durante cuatro días. Por eso yo hacía todo en la cocina, y tal cual los manuales.
Suárez pasa la mano por la superficie de Retrato topiario de Malenka en el parque, que bien podría haber sido la obra sublime del Joven Manos de Tijeras de Tim Burton. El arte topiario encarna la tan mentada castración, pero la saca del Complejo de Edipo para ubicarla en los jardines, como rama estética de la poda. En este caso el arte imita a la naturaleza castrada.
–Topiario es una palabra que no existe en el castellano. En cambio en ingles topiary es todo lo que sea escultura de jardín. Malencaia es un diminutivo ruso para decir pobrecita. Mirá esta pobre inmigrante con sus triste botitas. Parece una tumba, porque las esculturas topiarias siempre parecen tumbas.
Parece más bien una forma más activa pero indirecta del embalsamamiento.
–Y yo le hice catorce mil hojitas, como si rezara. Una vez vi un jardín bien cuidado con un perro, obviamente verde. Puede ser que fuera la escultura de una mascota muerta. Los ingleses recortan un arbolito hasta darle una forma y después la van manteniendo hasta que el arbolito se va haciendo tupido y vuelven a cortar. En el palacio de Benham hay esculturas topiarias que ya Churchill menciona en sus memorias, es decir que tienen más de cien años de recortes. ¿No es monstruoso la de hacer una obra que es una escultura, es decir algo inerte, con un material en crecimiento? Me parece una de las cosas más enfermas que se le pudo haber ocurrido a nadie. Esa sensación de que estás cagando a un ser vivo. En Colonia hay gente que recorta un cerco con forma de elefante...
Con una flor de técnica.
–No, está muy bien hecho.
¿Probaste?
–No. Yo quiero que todo crezca.
Entre la frialdad de la impresión seriada del arte pop y la gestualidad del action painting, Pablo Suárez supo rescatar el gesto que exige el trabajo de músculos y ligamentos como en la mano de obra de un edificio. No sólo en los personajes, sino en la propia acción sobre los materiales. Eso evoca un apetito considerable.
–Pablo es uno de los mejores comedores de milanesas que he conocido –declara Santana–. Una vez, en la antigua galería Bonino, tiró en el piso el correspondiente homenaje a la milanesa. Era un autorretrato como milanesa. La milanesa se escapaba de la sartén y se agarraba de la rama de un árbol.
–Se agarraba y miraba. Yo entonces comía milanesa con papas fritas mañana, tarde y noche. En realidad era un autorretrato tratando de salir de la sartén. En esa época uno siempre estaba entre la sartén y el fuego.
–Ahora Pablito estás más asentado en Colonia.
–Es que tengo sesenta y siete años.
–¿Cómo sesenta y siete?
–Bueno, tengo sesenta y seis y tres cuartos.
En el 2004, el cáncer se contaba en tiempo pasado y existía en el futuro una muestra en el Centro Cultural San Martín que se llamó Serenamente andando.
–Tuve cáncer, no tengo un riñón, no tengo el bazo, no tengo nada del lado izquierdo, ni corazón ya.
¿Y la ideología?
–¡Eso llenó todo!
El irte a vivir a Colonia te habrá alejado un poco de la bella gente y su cultivo de la bajeza.
–En algún momento dije: no quisieras seguir estando en esta especie de hervidero de gente que te maltrata y que no se sabe si te ama o te detesta. Me encantó irme porque me permitió estar mucho tiempo sin hablar. Y eso que soy un charleta de cuarta. La ida fue paulatina. Yo tenía un terreno grande con un ranchito. Volteé el ranchito e hice una casa normal con un dos dormitorios, por si alguien se quiere quedar, un taller y unas galerías para sentarme a tomar mate. Y me fue demasiado bien y no pude volver. Hace cinco años y medio. Ahora hablo solamente con los vecinos de fútbol y de boxeo, que sigue siendo muy importante en mi vida. En una época era muy tímido, me obligaba a ir a mesas redondas para ver si vencía la timidez y podía hablar... Pero después fue como si me hubieran dicho la frase del casamiento “Hable ahora o calle para siempre”. Entonces mi madre me decía: “Qué suerte antes cuando no hablabas”. Antes hablaba mucho y me peleaba mucho. Ahora, como no me da el cuero, no peleo y no hablo porque estoy la mayoría del tiempo trabajando.
Me decía Gumier Maier que en estas obras hay más piedad, que ya no se ve tanto la mirada filosa.
–Me estoy volviendo más bueno. Antes profería siempre un comentario hiriente. Era hábil para decir maldades rápidas, algo heredado de mi madre, que era capaz de destruirte para siempre con una frase. Usaba la palabra como un cuchillo. Ahora soy menos agrio, menos agresivo. Todo el mundo me lo ha comentado. Algunos dicen que me estoy transformando en Eva Perón.
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