Domingo, 7 de mayo de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
El mundo la recuerda como una brasileña que cantaba y bailaba con vestidos a flores y una frutera en la cabeza. Pero Carmen Miranda fue mucho más que eso: fue la mejor cantante de samba de su generación, la primera en cantar sonriendo, la musa de los mejores compositores de su época, la inventora de los zuecos, una estrella en Brasil que se llevaron los norteamericanos y que conquistó Estados Unidos en seis minutos (por reloj), la mujer mejor paga del planeta y la autora de una muerte que después plagiarían Judy Garland y Marilyn Monroe. La flamante biografía publicada en Brasil por el periodista Ruy Castro le hace justicia a la vida de esa mujer que antes de ser cantante, irónicamente, se ganó la vida como fabricante de sombreros y murió por no atender un consejo de Carlos Gardel.
Por Sergio Kiernan
Cuando uno la ve, en blanco y negro o en ese primer color que parece pintado, resulta un aparato. Turbante con torres de flores, bananas o paragüitas. Tacones insólitos y zuecos de plataforma petrolera. Pancita al aire pero sin ombligo entre una especie de corpiño y una falda semiabierta de dibujos impactantes. Toneladas de bijouterie, aros monumentales, collares enroscados en los brazos. Y sobre todo, la gesticulación exagerada, remarcada por un maquillaje digno de Jackson Pollock. La superficie de Carmen Miranda es tan fuerte que la bahiana trucha sigue siendo un ícono internacional, imitada en cabarutes del mundo entero, y nadie se acuerda de la cantante que salió de Río, se transformó en estrella norteamericana en seis minutos por reloj, fue la mujer mejor paga del mundo y murió una muerte sórdida que después le calcaron Judy Garland y Marilyn Monroe: el infarto pastilleado en el baño, con un espejito en la mano. La historia de esta artista de 152 centímetros de altura parece la tragedia griega de la que llegó a donde su amigo Carlos Gardel no llegó pero que pagó el precio que el digno Mudo le avisó que no pagara: el ridículo. Los yanquis son así, le explicó el argentino en una noche porteña, te ponen en una cajita y no te sacan más.
Carmen Miranda probablemente fue una genia en lo suyo. Ruy Castro, el enjundioso y divertido crítico brasileño autor de varias joyitas, es un fan de primera que acaba de afirmarlo con Carmen: A vida de Carmen Miranda, a brasileira mais famosa do século XX. Lo que el bueno de Ruy rescata es la cantante de primera a la que los principales sambistas de su época le guardaban sus mejores temas, la diva carioca que prácticamente inventó un género –el cabaret alegre– y que se cansó de vender discos en Brasil. Es que Carmen fue primero una superestrella en su país y luego fue “descubierta” por los norteamericanos, que le hicieron lo que todavía les hacen a los latinos: reducirlos a una caricatura y obligarlos a ser predecibles, no sea cosa.
Carmen, curiosamente, era europea. Sus padres eran dos jovencísimos pueblerinos portugueses de unas sierras cercanas a Porto, esa región de Portugal donde hasta el acento parece gallego, que ya se tomaban el barco en 1908 cuando un problema de pasaportes y un embarazo demoraron todo. Así fue que Carmen nació portuguesa y llegó a Río en brazos, con la hermanita algo mayor y una madre preocupadísima porque se marido andaba solo en una gran ciudad brasileña llena de mujeres. Carmen creció en el centro viejo, con muchas mudanzas, y el colegio de monjas no le impidió ser una carioquinha real: linda, chiquita, pícara, con un repertorio de palabrotas tremebundas que usó con gusto toda la vida y una voz notable. Los primeros centavos los ganó cantando para los padres y amigos de visita, en recitales arriba de la peluquería familiar. Con la adolescencia, Carmen descubrió que tenía buenas piernas, un busto formidable –los muchachos, literalmente, silbaban hasta que les dolían los labios cuando la niña bajaba a la playa– y un natural manejo de situaciones. También descubrió algo que le causaría problemas sin fin: que los hombres tenían que ser altos, anchos, bellos, inimputables y rápidos para evitar compromisos. El bonitón Mario Cunha, de auto convertible y capitán del equipo nacional de remo, fue el primero en una serie de altos que terminó incluyendo prácticamente a cada galán del Hollywood clásico que pasara el metro ochenta.
Mientras la cantante le iba naciendo adentro, Carmen se ganaba la vida como costurera, modista y fabricante de sombreros. En casa, se hacía una ropa tan original y unos sombreros tan increíbles que la paraban por la calle para comprárselos. En 1929, Carmen conoció al casi ficticio Josué de Barros, un bahiano módicamente famoso porque casi se mata con una “máquina voladora” –una suerte de parapente de caña y seda– que por suerte se llevó una tormenta, y que ya entonces andaba componiendo temazos. Josué se encantó con los ojitos verdes, con la voz y con una cosa muy peculiar que nadie hacía en esa época: cantar sonriendo. El bahiano llevó a su protegida a hacer una prueba de grabación y le eligió un repertorio de prestigio en esos tiempos, dos tangos. El imperio tanguero era tal que la primera grabación de Carmen Miranda fue “Garufa”, con un inolvidable coro de “Garufa, putcha que sous divirtido”.
Pronto empezaron las presentaciones, los primeros aplausos y los primeros registros en los afinados radares de los mejores compositores de samba. Joubert de Carvalho, un erudito que era casi el único sambista blanco y seguramente el único tímido, le pasó por amigos a Carmen su primer tema alegre, la marchinha “Taí”, lista justo a tiempo para el Carnaval de 1930. Cada verano, en Brasil se daba una feroz competencia para imponer temas que en febrero fueran el hit de un Carnaval que todavía se componía más de bailes de salón y desfiles improvisados que de Escolas de Samba marchando en bloque. Carmen grabó “Taí”, que fue un hit monumental y todavía es un clásico delicioso. A los 21, era una estrellita.
Lo que siguió fue explosivo. Los mejores compositores se peleaban por que grabara sus temas –el gran Almirante, el cegato Cartola, André Filho, Donga–, la prensa competía por ponerle etiquetas –ganó la de “a pequena notável”– y la ciudad carioca le empezó a copiar los modelitos. La modista de barrio y fabricante de sombreros se daría el gusto de imponer los sacos de hombreras grandes y tela cuadrillé para mujeres. Un día, cansada de ser petisa, inventó el zueco cuando se fue a su zapatero remendón y le ordenó aumentar drásticamente la altura de unas sandalias. El honesto remendón se resistía –¿qué locura era ésa?, ¿tamango de lisiado?– pero Carmen era convincente. Así fue que lo que hoy llamamos zueco con suela de corcho fue conocido mundialmente, gracias a Hollywood, como “zapato Carmen Miranda”.
La Carmen estrella de la canción se inventó algo más que una moda. En esos tiempos, una cantante tenía que ir de ingenua –como la ya famosa Libertad Lamarque, que trinaba y tenía vahídos– o de “soprano”, más a la europea aunque cantara repertorio popular. Carmen patea el tablero y se presenta como “sambista de morro”, mujer de malandras y acostumbrada a las navajas. Es un estilo reo como el de Tita Merello pero no putanesco sino alegre, medio irresponsable, sonriente, que arranca un show saludando “olá, macacada”. Esta chica es la que aterriza por Buenos Aires en 1931 en dúo con su hermana Aurora –en cartel, “Las hermanas Miranda”– y la rompe con el primer conjunto de samba brasileño que vimos por acá.
En esos tiempos, triunfar en la ciudad porteña no era chiste. Río era un pueblón de un millón de habitantes y Buenos Aires ya tenía sus tres millones actuales, con la segunda cadena de radios del mundo –la mayor estaba en Nueva York– y el impresionante teatro Broadway, con 3000 butacas y el mayor ámbito público al sur de Manhattan. Carmen se encontró deslumbrada en una ciudad de trajes de casimir inglés, con subte y un idioma que las monjas de la escuela le habían enseñado y bien. Las hermanitas eran tan sexies y traían una alegría tal, que un compañero de shows, Carlos Gardel, se quedaba hasta tarde para escucharlas y echarles el ojo: alternaban actuaciones en el Broadway. Que se sepa, no pasó nada –el Mudo no era un atleta como le gustaban a Carmen y Aurorita era menor de edad– pero la brasileña se llevó para siempre los consejos del argentino, ya de vuelta de EE.UU.: allá tenés que hacer de “latina”. Y nunca, nunca aceptes tocar con una orquesta local, llevate tus músicos.
Siguieron muchos viajes a Buenos Aires, bancados por un joven empresario llamado Jaime Yankelevich, donde Carmen fue presentada por un locutor pintón, Fernando Lamas, y tuvo en escena a una actriz bonita que era su fan y le pedía autógrafos todo el tiempo, una tal Eva Duarte. En uno de tantos viajes, la brasileña, ya con su mítica orquesta O bando da Lua, terminó tiritando en Bahía Blanca, dando unos shows que abría un cubano muy simpático, gordo y negrísimo, al que todos llamaban Bola de Nieve.
Al cumplir los 24, Carmen tuvo un año fundacional. Primero, conoció a un bahiano timidón y vagoneta, Dorival Caymmi, que presentado por el inmortal Braguinha le cantó su primer temazo, “O que é que a baiana tem?” Segundo, la invitaron a hacer una película, verdadera novedad sonora de la época. No queda ni un pedazo de negativo de Banana da terra, producida por un aventurero norteamericano residente en Brasil, y es posible que eso sea bueno. Según testimonios, era un bodrio incoherente rescatable sólo porque Carmen aparecía cantando el tema de Caymmi y vestida con el traje que acababa de inventar, la bahiana de turbante, bijou y pollera colorida, en este caso un diseño casi abstraccionista.
Fue vistiendo eso como la “descubrió” en 1939 el empresario teatral Lee Shubert, de pasada en Río. Dueño de teatros y nightclubs, de cines y bares, Shubert desembarcó en Brasil y preguntó qué había para ver. Le gritaron que Carmen Miranda, en el casino de Urca, un palacio del entertainment y la timba. Shubert fue, vio y murió: enseguida empezó a ofrecer contratos. Después de un tira y afloja –que los músicos, que el repertorio, que los derechos– el norteamericano cerró con Carmen, que pronto embarcaba rumbo a Nueva York con O bando da Lua. La despedida fue una apoteosis, con títulos en los diarios que exageraban diciendo que la cantante iba a defender el honor nacional en Estados Unidos.
Carmen estaba contratada para hacer dos intervenciones en un show llamado Streets of Paris. ¿Qué hacía una sambista en un espectáculo ambientado en París? Nada, porque los montajes de Shubert no tenían la menor coherencia y no eran musicales, género que apenas comenzaba a nacer, sino revues, colecciones de números en vivo mal pegados con un remedo de historia. Los temas que le ofrecieron a Carmen eran malísimos y los brasileños se concentraron en arreglar el menos pior, “South American Way”, al que le cambiaron la letra a una suerte de portuñol y le pusieron la célebre primera línea de ai, ai, ai, ai, é o canto do pregoneiro.
Con todo ensayado, la compañía viajó a Boston, como era costumbre en esos tiempos, para debutar, probar el show y hacerle los ajustes necesarios. Carmen actuaba a los 60 minutos, casi al fin del primer acto, que tenían que cerrar dos cómicos veteranos que empezaban recién a hacerse famosos, Abbott y Costello. Esa primera noche cambió el escenario, se iluminó un cartel que macarrónicamente leía “Páteo Miranda”, apareció O bando y atacaron “South American Way”. Entonces entró Carmen bailando y fue el delirio. En seis minutos, lo que duraban los tres temas asignados, Carmen se transformó en estrella norteamericana. Para odio eterno de Abbott y Costello, el público no la dejó salir del escenario sin repetir entera la actuación.
De madrugada, los diarios habían sellado su futuro. Todos dijeron lo mismo: que el show estaba OK, pasable, con buenos momentos de los cómicos, pero que había que verlo por Carmen Miranda. El más grande crítico de la época, Walter Winchell, la coronó con un sobrenombre: The Brazilian Bombshell, la bomba brasileña.
Fue una locura instantánea y la maquinaria publicitaria de Shubert reaccionó con reflejos y efectos de larga duración. El nombre de Carmen apareció al tope de las marquesinas del show en Broadway –antes ni figuraba– y la flamante diva tuvo que aprenderse su nueva biografía. Así, se inventó que había sido educada en un convento –las latinas eran todas putas, el convento blanqueaba– y que su padre se había opuesto a su carrera de cantante, lo que hizo reír por años al señor Miranda, que acompañaba a su hija en sus giras porteñas con deleite. También la obligaron a hablar en un inglés de dibujito animado, sin percibir que Carmen ya era trilingüe –portugués, castellano aporteñado de primera agua y un francés muy bueno– y que en cosa de meses estaba aprendiendo un inglés fluido. Uno de los problemas de la firma de Shubert era que su creativo jefe, Claude Greneker, tenía ideas francamente exóticas. Una explicación posible era que el hombre se alimentaba a whisky cortado con leche.
Carmen comenzó de inmediato un ritmo maratónico con shows en cabarets, funciones del musical y apariciones promocionales en las radios. La plata empezó a entrar a raudales, por la simple razón de que todos se peleaban por tener a la nueva sensación y el público hacía colas para verla, a extremos de pagar precios de mercado negro para entrar a una boîte. Pese al draconiano contrato firmado por Shubert, Carmen se estaba haciendo rica. Entre los muchos que la vieron, estaban los scouts de la Fox, que hablaron con Shubert y se la llevaron. En octubre de 1940, con 31 años cumplidos y 27 declarados, Carmen Miranda llegaba a Hollywood.
La primera película que hizo para el estudio de Darryl Zanuck fue That Night in Rio, con la linda pero bovina Alice Faye y el pintón Don Ameche, fuera del alcance de Carmen –que se lo comió con los ojos– por ser católico, casadísimo, padre múltiple. Con el tiempo se harían grandes amigos, filmarían varias veces juntos y ayudarían a Carmen a zafar del contrato con Shubert. Sin embargo, antes de filmar, la brasileña tuvo que sortear un problemita: el test del sofá que Zanuck les hacía a sus descubrimientos femeninos. Al entrar a su inmenso despacho –Zanuck era pequeñito y compensaba– Carmen no fue recibida de bragueta abierta, como una starlet, porque ya había triunfado en Nueva York. Pero fue perseguida alrededor del escritorio, huyendo al grito de “Míster Zanuck, I do not love you”. Según contó Carmen años después, salió invicta.
That Night in Rio fue un exitazo y sigue siendo lo que era entonces, un bodrio que se ilumina cuando aparecen los brasileños. Siguieron varias películas por el estilo –Down Argentine Way, Nancy Goes to Rio– y literalmente cientos de actuaciones en vivo en todo tipo de lugares. Las agendas de esa época eran matadoras. En un nightclub se hacían tres shows, con lo que el día acababa a las 4 de la mañana. En un cine se llegaban a hacer siete números vivos por día, de veinte minutos, en intervalos de funciones a partir de las 10 de la mañana. Carmen solía combinar ambas cosas, actuando hasta diez veces por día, con tres horas para dormir. Ni entre salidas descansaba, porque tenía la costumbre de bañarse y volver a maquillarse. Una semana de esa vida de diez duchas diarias y sin dormir, y la cantante era un fantasma. Fue entonces que descubrió las anfetas.
En los años ’40 nadie sabía lo que era una adicción. Hasta hacía poco, la cocaína se vendía libremente, en coquetas cajitas de la Merck, y los médicos pensaban que ir a dormir con un seconal y despejarse a la mañana con una anfetamina era sano y placentero. Carmen comenzó a portar una verdadera farmacia ambulante de pick-ups y downers, y a usarla en cantidades industriales. La entrada de Estados Unidos en la guerra sólo empeoró la agenda: las actrices “leales” empezaron a hacer shows gratuitos para las tropas y apariciones en radio y cine para mantener la moral.
Pero lo que realmente le amargaba la vida a Carmen era la falta de una vida privada. Se había comprado una linda casa en Beverly Hills, que sigue ahí y figura en el mapa de las estrellas, que compartía con su madre y su hermana Aurora, que también cantaba en Estados Unidos hasta que se casó y se dedicó a ser madre. Carmen tenía un “novio”, uno de sus músicos, que no quería casarse para no ser “mister Miranda” y terminó dejándola, para casarse con otra. La brasileña tenía romances regulares con galanes ya olvidados como Donald Duka y escapadas breves con brasileños de pasada o con superfamosos de Hollywood. Pero nadie le pedía que se casara.
Fue así que apareció en escena el inesperado David Sebastian, un chanta rengo, de nariz de boxeador y bajito, hermano de un fabricante de valijas que puso plata para una película de Carmen. Sebastian la festejó, la llamaba todos los días cuando estaba de gira y un día, al volver, le pidió que se casaran. Carmen ni siquiera se dio cuenta de que las muy caras llamadas de larga distancia Sebastian las hacía desde la casa de ella, para no gastar, y que el lindo anillo de compromiso había salido de fiado de la joyería favorita de la brasileña, que terminó pagándolo semanas después. Lo que importaba era que, al fin, alguien quería casarse con ella.
Pobre Carmen. Lo único que logró Sebastian fue subirle la dosis de pastillas y agregarle un paquete de cigarrillos y una botella de whiskey por día. Las peleas eran cotidianas, extraordinarias, interminables, con Carmen desarrollando hábitos como tirar la alianza de casamiento por el inodoro. Sebastian era un inútil que le hizo gastar fortunas en negocios chinos, y hasta le hizo perder plata cuando se puso de manager. Carmen era un botín de relamerse: en 1946 había ganado en blanco –en esa época se negreaba festivamente– 200.000 dólares, lo que la hacía la mujer mejor paga del planeta y la persona número 37 en el ranking norteamericano, por encima de pichones como el presidente de la Ford.
Y en medio de las peleas, las pastillas, el whiskey –compartido ahora con el flamante cónsul en Los Angeles, el joven Vinicius de Moraes–, Carmen quedó embarazada. Era 1948 y la cantante volvió a fantasear, para alarma de Sebastian, con dejar su carrera y ser ama de casa. Carmen bajó un poquito el ritmo –se mareaba en los sets y la pétrea Marlene Dietrich, que la quería, le tenía la manito– y paró de beber. Nadie se acordó de avisarle que cortara las pastillas. A los tres meses, la brasileña se cayó y perdió el bebé.
Ahí empezó una decadencia rápida y disimulada. Carmen Miranda era una profesional de cabo a rabo que destellaba en sus shows, hacía televisión, crecía como comediante –hasta le iban permitiendo que hablara correctamente en inglés, aunque no mucho– y recibía ofertas como hacer un show á la Lucille Ball. Pero cuando se apagaban las luces caía en un estupor abúlico, lloraba o se quedaba mirando el techo. Las fotos de esa época la muestran con la cara hinchada y los ojos opacos, sonriendo por deber. Llegó a tomar tantas drogas que la internaron y no tuvieron mejor idea que darle electroshocks como se hacía en la época, a corriente plena, sin monitor cardíaco ni analgésicos. Lo único que lograron fue que empezara a olvidarse las letras de las canciones. Su último rapto de lucidez fue en 1955, cuando medio que se escapó de vuelta a Río, por primera vez en 16 años, y terminó internada en una suite del Copacabana Palace, con un médico local que sí sabía de adicciones. Meses después, aunque todavía bebiendo a morro, volvió a Hollywood en mejor estado, alegre de su estadía carioca, con menos pastillas y prometiendo trabajar menos.
No cumplió. Para agosto estaba de gira, otra vez en la locura. Para octubre estaba en casa una noche de fiesta, tomando con esa resistencia suya tan llamativa –nunca se emborrachaba– y bailando con todos menos el marido. A las dos de la mañana subió a acostarse. Sola, en su baño, con el espejo en la mano y lista a sacarse el maquillaje, le reventó el corazón. La encontraron siete horas después.
Unos días más tarde, la bahiana por vocación desembarcaba en Río en un cajón de bronce, en un día de duelo nacional, con campanas al viento y el gobierno en pleno. La velaron en público y su entierro fue masivo, monumental. Sebastian se guardó, como le permitía la ley de ese entonces, todo lo que Carmen tenía en Estados Unidos –dos casas, tres pozos petroleros, dinero en el banco y una cantidad ignota de billetes y placas de oro que guardaba entre sus cosas– y le cedió a los Miranda las casas y terrenos en Brasil. Haciendo limpieza, les mandó una tonelada de turbantes, bijouteries, vestidos, fotos y papeles, tantos que hoy llenan el Museo Carmen Miranda.
¿Qué quedó de esta cantante? Algunos discos en los que, abstrayendo el mal gusto de los arreglos de la época, se escucha una voz estupenda, modulada, rica. Unas películas en las que sólo vale la pena verla a ella. Un ícono instantáneamente reconocible en cualquier país o cultura, como bien saben los travestis de aquí a Ulan Bator que arman un acto de cabaret con unas bananas en la cabeza. Y una vida breve, curiosamente triste y estéril, una mujer que en seis minutos fue estrella pero pifió en todo lo demás.
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