Domingo, 14 de mayo de 2006 | Hoy
PLáSTICA > SE REúNE POR PRIMERA VEZ LA PODEROSA OBRA DE FRANCO VENTURI
Italiano instalado en la Argentina durante la adolescencia, miembro del grupo artístico Espartaco, militante, detenido en 1972 y liberado por la amnistía de 1973, cuando dejó la pintura para abrazar el dibujo en Satiricón, Franco Venturi nunca dejó de trabajar (ni siquiera en la cárcel) hasta su secuestro y desaparición en 1976. Sus telas, bocetos y originales –sometidos también a la clandestinidad, el secuestro y, en parte, la desaparición– recién ahora pueden verse recuperados y restaurados en una antológica muestra.
Por Juan Sasturain
Bienvenido franco Franco; bienvenidos sean los Venturi, “los que han de venir”, latinamente hablando desde el apellido venturoso. Porque Franco Venturi, como se puede ver, todavía viene o va. No llegó, apenas iba cuando. ¿Adónde iba? Iba literalmente a los papeles. E ir (a dibujar) a los papeles, como ir (a comer) a los bifes, son variantes del encarar.
En estas paredes hay dos tipos de obras: las que se hicieron pensadas para estar acá y las que terminaron acá, aunque no fueron concebidas para esto. Y la diferencia es clave. La que va de las pinturas a la obra sobre papel. Se ve aquí colgado cómo –como todos– el plástico Venturi comenzó en los papeles y cómo –como pocos– tras la pintura volvió a los papeles. Papeles diferentes, claro.
Los primeros dibujos sobre papel son el gesto elaborado de quien “se pone en el camino del arte”, hace los deberes, gimnasia de pie frente al caballete. Los últimos dibujos sobre papel son gestos de alguien inclinado sobre la mesa que dibuja como quien come (o lee o escribe), no como quien mira la ventana, el espejo o se peina. Los primeros dibujos en papel son los puros esbozos de quien aspira (alguna vez) a exponer; los últimos son los documentos crudos de quien ha elegido dejar de exponer y se atreve impuramente a exponerse.
Ese itinerario de Franco Venturi puede contarse también como el paso –siempre el “sino latino”– de Espartaco en los ’60 a Satiricón en los ’70. Y no es un simple juego de palabras, puro amor a Roma. La postura estético-política del Grupo Espartaco –vía Portinari y los emparedados mejicanos– privilegiaba ciertos temas y alevosos motivos, optaba por una figuración arquetípica –el campesino, el obrero, lo tieso o ceñudo latinoamericano– mientras tendía a sacar la pintura del caballete, del living privado y del museo, para hacer pared pública o fijarse en espacios “sociales”. Ahí están los murales ejemplares de Carpani en los sindicatos, los elocuentes posters del decorativo J. M. Sánchez, las figuras oscuras de manos y pies grandes, la solemnidad ensimismada, marcas de fábrica de Diz o Mollari; las tapas de libros programáticos. Por ahí, por el filo del grupo, acaso con mayores afinidades políticas que estéticas –más, pincel en mano, le cabían las violencias formales de la nueva figuración– anduvo Venturi hasta el ’68.
Ya solo, y tras la exposición despedida del ‘69 en Córdoba –radicalización política, interrupciones carcelarias y otros avatares típicos de la época mediante– cuando vuelva a mostrar lo suyo, Venturi dará el salto. La decisión, a partir del ’73, de dibujar/publicar en una revista de humor como aquella Satiricón –un medio masivo “burgués” pero particularmente “incorrecto”– es un gesto aún más extremo que el ademán “social” de su pintura en los ’60. Es bastante más que un cambio de tono y soporte, de modos de circulación para su obra. Significa que el artista barajó y dio de nuevo. Se salió del esquema. Y me gusta pensar que más allá de que haya seguido pintando o no, Venturi –definitivamente Franco consigo y con los demás– recuperó el dibujo en papel y el papel del dibujo, a partir de su experiencia en la cárcel.
Es interesante verificar la continuidad y las rupturas formales, por un lado, entre los dibujos que iluminan las cartas carcelarias y los simples apuntes sin aspiración de difusión externa; por otro, lo que va de los dibujos privados/plásticos del ’73 –el artista en cautiverio que documenta y procesa lo que vive– y los públicos/gráficos del ’74-’75, cuando Venturi –devenido “Franco” al salir– se ejercita aplicadamente en los subgéneros del humor dibujado: chistes unitarios, caricaturas e historietas, se expone a/en los medios.
Seamos obvios: había dibujado y mostrado dibujos antes, claro; incluso la muestra del ‘69 en Córdoba –acá están el afiche, los esbozos– ya tiene dibujos intervenidos por el collage, hablados de soslayo: el “homo, homini lupus” de Hobbes tratado literal, irónicamente, es antecedente inmediato. Pero seamos obvios otra vez: con el encierro –aquel encierro de puerta e historia aún entreabiertas, no los secuestros sin luz de la dictadura– el dibujo es más que una opción plástica entre otras. Es lo que hay.
Así, en la cárcel previa al ’73 –lo imagino, estoy seguro o más: lo veo– Franco no sólo leyó/esperó/desesperó cartas sino que siguió leyendo todo lo que le caía de afuera, lo que había, las revistas, los diarios de ese preciso y peculiar momento renovador, de ruptura, en la historia y los medios argentinos. La Opinión, Satiricón y Hortensia, eso puede y debe haber leído y visto Venturi en cana.
En el diario, versión criolla de Le Monde desde el ’71, Sábat, el diestro oriental, sustituía las fotos editorializando con el trazo, le daba un corte definitivo a la caricatura argentina contemporánea. Por eso, cuando Venturi haga su propia experiencia, el modelo alevoso (vía Levine) será ese Sábat con la fórmula por entonces dominante en toda la numerosa cría del uruguayo: el parecido trabajado en la cabeza, y la libertad para adjetivar, alegorizar, caracterizar, comentar libre, poéticamente a partir del cuello y alrededores, abandonando las sombras y volúmenes por la línea.
Entre las revistas, la irreverencia, el humor agresivo y la estética desmadrada eran lo nuevo en la Argentina. Mientras desde Córdoba Hortensia recuperaba la coloquialidad popular y elaboraba una nueva mitología urbana y suburbana, Satiricón –una auténtica revolución, un piedrazo en el charco– acababa de hacer pie con sus nuevos y corridos códigos de lo permisible, trabajando en el límite, desalojando el costumbrismo más o menos liviano y el humor de personajes fijos de Rico Tipo y Patoruzú, los semanarios que, con la sola excepción de la intermitente y politizada Tía Vicenta y el buen sentido progre de la impecable Mafalda –ya en retirada–, habían monopolizado el humor gráfico argentino por décadas. Satiricón es la puesta al día con los usos y costumbres que imponían Mad, National Lampoon, Pardon al humor universal, con oscuros aditivos propios. Así, cuando Venturi haga humor, chistes e historietas, irá a confluir con la línea más transgresora de ese momento explosivo.
Es esa producción la que explota ahora aquí, cuarenta años después y en las paredes de un museo, sólo publicable y publicada entonces en Satiricón y, sobre todo, en su sucesora Chaupinela, y que coincide con el trabajo de humoristas gráficos coetáneos –Lolo Amengual, el primer Napoleón, el Limura que firmaba Histerio, por ejemplo– y encolumna a Venturi en el ejercicio del humor más salvaje: no es casual su participación en los suplementos de “Humor Chancho” y “Humor Negro”, chapoteando en la zona de lo que aún no se llamaba políticamente incorrecto con una irreverencia –caso de los discapacitados– que la actualidad no soportaría sin previsible, tontísimo pataleo.
La idea general es que cuando Venturi salió y se hizo Franco, no sólo modificó el medio y el circuito sino que, sin dejar de ser el que era, cambió –amplió, mejoró– su sistema de referencias a la hora de dibujar. Y no se trivializó al hacer humor, no se mercantilizó al publicar en revistas masivas. Fue una elección ideológica –me animo a decir– y existencial a la vez: una manera saludable, original, de procesar lo que traía puesto –fantasmas, vivencias y tensiones– de modo que calzara justo con lo que encontró en el aire.
En esta nueva etapa expresiva, Venturi se suelta, se franquea, se libera de cualquier tipo de deber ser estético/político/programático pero sin sacarle el cuerpo a las cuestiones sino poniéndolo, en sentido literal: Franco se hace cargo sin tabúes, remilgos ni solemnidades, de las zonas y aspectos menos transitados, más crudos de la corporeidad. Para hablar de lo mismo, claro, pero de otra manera. La condición del preso, del oprimido, del castigado con privación, sólo extrema las tensiones de la condición humana a secas: un militante preso no sólo es una idea reprimida sino, sobre todo, un hombre encerrado.
En ese sentido, en las obras de ambientación/inspiración carcelaria están encerrados las ideas y el cuerpo. El dibujo se encarna. No hay metáforas de rejas y palomita blanca sino sueños concretos, fantasías sin filtro.
El grotesco desaforado de Franco está anclado en el cuerpo y sus avatares traumáticos. El dibujo se llena de olores, de cercanías, de intimidades, de violencia. La antropofagia, la escatología, la mutilación y un erotismo de trazo grueso ponen y exponen al cuerpo todo el tiempo bien adelante, ineludible. El humor negro, por ejemplo, no es una postura; es una manera de procesar la experiencia. Porque Venturi no es Sade escribiendo encerrado en La Bastilla, el suyo es el gesto de los grandes humoristas españoles –Gila, Chumi Chumez, Summers, El Perich, OPS– haciendo el más oscuro humor en La Codorniz, en Hermano Lobo bajo el franquismo. Más claro, más mezclado y sincrético: es el siniestro Topor –esas trenzas de chinchulines varicosos...– más el desmadrado, actualísimo por entonces, underground norteamericano. Robert Crumb, sobre todo.
El trazo y los recursos del magnífico yanqui asoman una y otra vez. En esas figuras sensuales y los zapatones al escorzo; en el tipo asomado por debajo a las intimidades del pacto, en la caricatura de los burócratas sindicales; en el personaje del arreglo con el diablo en el bar; en el culo parlante... Franco tiene, además, como Crumb –un narrador compulsivo que siempre parte, para sus historietas, de lo que tiene más a mano: él mismo y su entorno– mucho que contar, sacarse de encima y de adentro. Y lo hace sin anestesia ni pudores, como quien practica un alevoso, amoroso exorcismo.
Las secuencias, las pocas páginas de historietas que dejó Franco no son necesariamente siempre buenas piezas, pero son siempre muy densas, dignas de ser masticadas antes de asimilar. Salteando los juegos políticos más banales, con la irrupción del emblemático Johnny Hazard o de un agente encubierto y encamado; las variaciones sobre el tema afectivo –para decirlo livianamente– a partir de la oreja de Van Gogh y de la dupla Poe-Dostoievski son perturbadoras en su escéptica crudeza. El amor-pasión y la violencia autodestructiva no sólo suelen ir tangueramente juntas sino que forman una pareja indisoluble sin mediar catástrofe.
Hay dos obras increíblemente explícitas al respecto, y que van más lejos aún en sus tácitas conclusiones. La cínica “bomba abuelita”, con sus efectos devastadores, nos exime de todo comentario; y el cóctel explosivo que se activa ante la contigüidad de estímulos entre la bomba y el corazón sensible, perturbado por la simple vida que pasa, admite sólo melancólicas, pavorosas lecturas.
Que Venturi –Franco, francamente hablando– haya dibujado esto en las circunstancias que (ahora) sabemos y que entonces (él) seguramente intuía/temía/esperaba, habla no sólo de su arte sino de su honestidad. De la honestidad con que encaraba el papel, más precisamente.
Este texto pertenece al catálogo de la muestra.
Franco Venturi Homenaje
Centro Cultural Recoleta, Junín 1930
Hasta el domingo 21 de mayo.
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