Dom 04.06.2006
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ENTREVISTAS > OSCAR TERáN: 50 AñOS DE VIDA INTELECTUAL

De un tiempo a otro

El antiperonismo. La enemistad con Borges. La militancia. El exilio. El regreso. El derrumbe del marxismo. La izquierda que queda. Sarmiento. Y el peso de legar a sus hijos un país peor que el que recibieron de sus padres. A propósito de la publicación de De utopías, catástrofes y esperanzas, Oscar Terán recorre medio siglo de vida intelectual.

› Por Cecilia Sosa

Foto: Nora Lezano

Verano de 1956, Carlos Casares. Un joven de 17 años mira fijo una de las únicas cámaras fotográficas de su pueblo. Junio de 2006, Buenos Aires. Un milagroso portal en plena avenida Cabildo permite replicar la escena. Exactamente 50 años después, un bigote y una sonrisa agregada. ¿En el medio? Toda una vida. Casi da vértigo. Un libro viene a saldar de algún modo ese espacio: Oscar Terán. De utopías, catástrofes y esperanzas. Un camino intelectual, una selección de artículos, ensayos y entrevistas que muestran la faceta más personal y menos conocida de uno de los intelectuales más reconocidos del país. Profesor de Filosofía de la UBA y de la Universidad Nacional de Quilmes, investigador principal del Conicet, miembro del Club Socialista José Aricó y del consejo editor de la revista Punto de Vista. Impresiones, miedos y también límites de las turbulentas estaciones que agitaron una vida intelectual: militancia, exilio, los grandes mitos nacionales, el peronismo, Sarmiento. Una entrevista con el autor que 50 años después de aquella antigua foto no abandona su pasión filosófica ni su voluntad de esperanza.

Todo empezó allá por 1938 en Carlos Casares, un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Padre radical, madre socialista, ¿el resultado? Una crianza marcadamente antiperonista.

¿Cómo fue crecer en ese ambiente?
–El pueblo estaba partido en dos; peronistas y antiperonistas formaban parte de universos distintos. No es que no nos cruzáramos, pero era curioso. Yo iba a una escuela secundaria pública y recién me di cuenta de que había chicos peronistas el día siguiente de la caída de Perón. Fue durante el picnic de la primavera, pocos días después del golpe de la Libertadora. Ahí percibí con franco malestar que había chicos que se sentían mal y otros que festejábamos. Habría que preguntarles a esos chicos qué sentían. Incluso me acuerdo de que había un chico que era hijo de un comunista, que –desmintiendo toda otra leyenda– tenía una actitud muy distinta, mucho más abierta hacia el peronismo. El no era “gorila”.

Mucho después dijo que el golpe del ‘55 era nuestro Guernica sin Picasso. ¡Parece casi una frase peronista!
–He dudado mucho de esa frase. Lindante con lo cursi, pero a alguna gente le ha gustado...

Su llegada a Buenos Aires suele presentarse como un momento tan traumático como fundacional dentro de su formación biográfica e intelectual. Es casi un mito su desembarcó en aquella pensión de Caballito donde se encontró por primera vez con obreros “implacablemente peronistas”. ¿Por qué?
–Es que en efecto eran implacablemente peronistas. Yo tenía 18 años y era la época en la que había una conocida epidemia de poliomielitis en la Argentina. Pero mis compañeros de pensión que trabajaban en la fábrica Volcán no creían en la epidemia, ¡creían sinceramente que era una maniobra de la Libertadora para ocultar la verdadera realidad! En mi pueblo había habido al menos un caso muy conocido y yo les decía que sí había una epidemia, pero ellos de ninguna manera estaban dispuestos a aceptarlo. Me sorprendió mucho, casi me maravillé frente a ese mundo que nunca antes había percibido.

Dice que nunca fue peronista, pero su fascinación es innegable: hasta confiesa que “trató” de ser peronista y que no pudo. Y que en los ‘70 sintió “envidia” de su capacidad de reclutamiento.
–Para decirlo irónicamente a lo Rubén Darío: “Sé que no soy un escritor de multitudes pero que necesariamente debo marchar hacia ellas” (risas). Y sí, hay algo de eso, pero que también se fue modificando con mi visión de los sectores populares. Hubo una época en la que creía que los pobres eran la sal de la tierra, la época en la que cierto marxismo humanista se acoplaba con esa sensibilidad: el proletariado no tenía nada que perder salvo sus cadenas. Bastante tiempo después me encontré con una frase de Cioran que me explicó lo que yo estaba sintiendo: “Siempre hay que estar con los oprimidos, pero sin olvidar que están hechos del mismo barro que los opresores”. Y ahí estoy.

¿Es cierto que en Filosofía y Letras no iba a las clases de Borges porque lo consideraba “gorila”?
–Borges era para mí el símbolo de lo que un intelectual, por genial que resultara, no debía ser. Yo no podía ver su literatura por debajo de sus posiciones ferozmente antiperonistas. Me acuerdo de salir de clase, pasar por el aula magna donde él dictaba y ver a muy pocos estudiantes escuchándolo. Después alguien lo acompañaba tomándolo del brazo en su caminata por Florida. Nunca fui a sus clases, pero mis amigos me contaban que eran del orden de lo malas. Un escritor genial no tiene por qué ser un buen profesor. Celebro no haberme excedido y haberlo insultado. No digo que todos fueran tan sectarios como yo, pero era un clima de época. Y no era que no valoráramos la literatura; tampoco que subestimárabamos la literatura inglesa. Jaime Rest, que era su adjunto, era muy respetado. Pero abrevábamos en la rebelión del canon instalada por Contorno y Borges era uno de los desalojados. Hoy contarlo suena como una bestialidad. Y en algún punto lo es.

“No sé qué soy, pero sé de qué huyo.” La frase de Montaigne aparece muy destacada en el libro. ¿A qué período corresponde?
–Es una frase muy linda que se corresponde con una caída de certezas muy absolutas, con un momento de desorientación, de relativización de un conjunto de presuntos saberes muy profundos.

¿Se refiere a su desilusión con el marxismo?
–Sí, básicamente diría que es eso, pero entendiendo por “marxismo” no sólo una doctrina sino un conjunto de seguridades y de guías muy precisas. A veces cuesta acordarse cómo era uno en aquellas épocas, pero tenía certezas muy fuertes. Al derrumbarse ese mundo, me encontré con que tenía que aferrarme a algo. Allí fue cuando tomé esa frase de Montaigne que mostraba que, si bien uno podía no tener claro a dónde iba, al menos sí podía conocer a dónde no quería ir.

¿Y cuáles eran esos lugares?
–Para decirlo en carne viva: la idea de la revolución, del proyecto revolucionario, es lo que “se me había caído”; pero no aquellos ideales por los cuales yo creía que la revolución era necesaria: la justicia social, la solidaridad, la igualdad; esos valores que siguen inscriptos en la frente del socialismo. La idea era seguir huyendo de aquello que lo contradijera. Era una pequeña brújula en épocas de mucho desconcierto.

Interrogado por Piglia, dijo alguna vez que su encuentro con el peronismo había resultado una suerte de “madeleine” de su libro En la busca de una ideología argentina (1986). ¿Se puede pensar la historia argentina a partir de esa metáfora?, ¿una historia argentina proustiana?
–Eso que lo haga el Proust argentino, que no sé quién podría ser. Pero En busca de la ideología argentina fue un libro muy distinto de éste. En primer lugar, porque a este libro no lo hice sino que se fue haciendo a lo largo del tiempo. Y luego hubo una tarea de selección del material de estos últimos veinte años, un trabajo que resultó una tarea intelectual muy interesante, pero que por momentos llegó a acongojarme.

¿Por qué?
–A veces no es sencillo viajar al propio pasado. Hay notas de períodos que me remitían a sensaciones muy concretas, que a veces me apesadumbraban bastante.

¿El exilio, por ejemplo?
–Sí, el exilio. Es un tema que siempre está ahí. He tratado de mirarlo, he vuelto a México varias veces, pero hay algo extraño que se resiste a ser revisitado y no sé si tengo muchas ganas de volver a visitar. Me parece que con lo que he podido mirar ya más o menos me las arreglo.

En una entrevista usted dice algo muy curioso: que una semana antes jamás hubiera pensado en irse.
–Sí, pero ¿será cierto eso....?, ¿será tan así? Lo que sí es seguro fue eso de encontrarme en la calle con algunos compañeros y decir: “Los que se van son unos hijos de puta”. Fueron meses de emociones muy disparadas y de temores pánicos.

¿Cómo fue su pasaje por España?
–Por un lado de una enorme sensación de liberación, de ausencia de peligro. Pero junto a eso estaban las dificultades de no conseguir trabajo, que se extendieron hasta llegar a México, donde todo se revierte. Básicamente por la generosidad con la que México recibió a los exiliados del cono sur que confluíamos ahí. Era un momento económico muy favorable del país y también había amigos mexicanos muy solidarios. Además el exilio argentino ya estaba instalado y con una buena colocación laboral y enorme solidaridad. Fue llegar y empezar a recibir llamados de gente que yo no conocía y que ofrecían colchones, camas...

En su caso el exilio coincide con una desilusión muy fuerte. ¿Cómo fue quedarse sin padre teórico y lejos de su país?
–También fue muy complejo. Porque esa crisis fue vivida también con cierta sensación de liberación. Y a veces como una crisis de crecimiento, dado que el marxismo se iba a desembarazar de una serie de trabas teóricas para poder pensar sus puntos ciegos: la superestructura, la política, el Estado, con Gramsci, Althusser y Poulantzas abriendo esos espacios. Era asimismo el momento del eurocomunismo. En México se realiza en esos años un gran congreso adonde asisten marxistas de todo el mundo y donde se denuncia fuertemente el proceso de burocratización y de autoritarismo del mundo soviético. Se vivía un clima intelectual muy rico. No como la época que terminó con la caída del Muro de Berlín. En aquel momento todavía había expectativas de avanzar hacia un socialismo democrático, no se esperaba la terrible implosión que ocurrió después.

A su regreso, dice encontrarse con una Argentina más “piadosa” con sus intelectuales.
–¿Piadosa dije? Tengo recuerdos encontrados. Lo primero que aparece es una cierta sensación de soledad. A los uruguayos, cuando volvían, los iban a esperar al aeropuerto. En la Argentina, no. Al menos a mí nadie me fue a esperar.

¿Por qué?
–Es algo para preguntarse. Creo que hay una relación confusa y complicada no tanto con el exilio, sino más bien con la dictadura. Al regresar nadie, ni familia ni amigos, me preguntaba nada, ni siquiera dónde había estado. Y no era por temor ni por nada, volví después de la Guerra de Malvinas. Fue así y me gustaría alguna vez conversar con los que estaban acá: qué pensaban, qué sentían, incluso qué piensan de eso ahora. Por esa época hubo una polémica desgraciada, se discutía quiénes habían sufrido más: si los que se habían ido o los que se habían quedado. Pero por otro lado me encontré con gente que se alegraba sinceramente de que volviéramos, gente que creía que se trataba de un reencuentro que podía resultar mutuamente productivo. Me acuerdo de las reuniones en la Clacso o en el Pehesa, donde los intelectuales se habían refugiado y resistido. Eran francamente muy emocionantes. Pero que yo vivía con cierta cosa de irrealidad. Como si algo que no se hubiera desplegado totalmente..., y tampoco hoy sé bien qué quiero decir con esto. Era muy, muy extraño volver a la Argentina. Habían pasado siete años. Yo había vivido en un país muy diferente, con una historia y una cultura muy densas, con otros códigos visibles en la vida diaria. Aún hoy dudo en llamarlo “exilio”; me parece una palabra demasiado prestigiosa. Es injusto: el exilio político suele ser considerado prestigioso, a diferencia del exilio económico... De todos modos, durante todos esos años mi deseo de retorno era realmente feroz. Y al llegar me encontré con una Argentina donde los billetes se nombraban por los colores (un marrón, dos amarillos...). Era todo muy raro.... bajar a la farmacia y que el tipo no se diera cuenta de lo que me había pasado...

Usted se reivindica como socialista y socialdemócrata. Pero también dice que en Argentina a la izquierda le queda sólo un lugar intersticial, un lugar moral. ¿No es casi un oxímoron?
–Es una crítica que se suele hacer. Si la izquierda tiene que transformar la realidad, una izquierda moral queda limitada a un rol de conciencia crítica. La izquierda a la que me gustaría pertenecer no tiene forma partidaria en la Argentina, y de ahí puede venir eso de intersticial.

Es curiosa la reivindicación que hacen ciertos sectores de la izquierda, por lo general no peronistas, de la figura de Sarmiento. ¿Por qué Sarmiento y no algún otro ramal de tren?
–Tal vez me haya pasado a mí algo que también le pasó a la sociedad argentina. Durante una época muy prolongada, Sarmiento fue demonizado como aquel que había dicho “no ahorren sangre de gauchos, que es lo único humano que tienen”. El otro Sarmiento es el que se reactiva con la gran crisis de la educación pública, un punto muy sensible para las clases medias y la opinión pública argentinas. Cuando apareció la Carpa Blanca, y con ella el retrato de Sarmiento, ya no era el Sarmiento satanizado por el revisionismo histórico y por el nacional-populismo, sino un Sarmiento que volvía a ubicarse en el Panteón del cual había sido expulsado, el Sarmiento que formaba en las filas de la tradición progresista. Personalmente, es un escritor que me sigue deslumbrando. Facundo, Recuerdos de provincia y Viajes son parte esencial de la mejor literatura ensayística argentina y también de la literatura del siglo XIX en lengua española. Me deslumbra el modo en que instala una serie de tópicos definitorios del debate intelectual argentino hasta el presente. Es lo más parecido a un genio que conozco en estas tierras.

En el 2000 dijo que la gran catástrofe argentina era la desigualdad, el brutal abismo que se abre entre la clase media y barrios como Fuerte Apache. Que haber enviado a la marginalidad y a la pobreza a la mitad de su población es el gran drama argentino y que eso no es conversable.
–Sí, quiere decir que de ahí parto, de ahí no me muevo. No acepto cosas como: “habría que discutir si es tal drama”; es algo que no discuto.

Y también dice que en Argentina sigue latiendo una reivindicación igualitaria. ¿Cómo puede ser?
–Ese es un rasgo interesante y creo que estratégico de la sociedad argentina. A diferencia de otras sociedades que tienen un imaginario jerarquizante, encuentro acá una marca igualitarista muy nítida; una sociedad con fuertes expectativas de igualdad. Algunos hombres de letras decían ya a principios del siglo pasado que era un grito que venía del siglo XIX, cuando los gauchos decían “naides es más que naides”...

Esa expectativa igualitaria contrasta bastante con otra afirmación suya: “Realizamos nuestro destino latinoamericano: dejamos a nuestros hijos y nietos un país mucho peor del que heredamos de nuestros padres”.
–Expectativas no son hechos. Hay datos empíricos elocuentes sobre el crecimiento de las tasas de desigualdad desde 1950, digamos, a la actualidad. Es un crecimiento escandaloso de la inequidad. Y eso es lo que significa que el país que recibí de mis padres es mejor que el que yo les dejo a mis hijos. Y esto es asimismo escandaloso. Que haya gente que en Argentina se muere de hambre es difícilmente explicable sin asumir que es culpa nuestra, que hay algo que hemos hecho francamente mal.

Usted dice que en los años ‘60 había un abismo radical entre lo que se estudiaba en las aulas de Filosofía y Letras y lo que sucedía en la calle. ¿Cuál es hoy la escisión que se produce en la universidad?, ¿qué es eso “real” que se le escapa?
–Antes la extrañeza estaba al salir. Ahora la extrañeza puede estar al entrar. Pero hoy no veo diferencias tan marcadas como las de aquella época entre la vida universitaria y la vida de la calle. Entonces era algo ominoso. Recuerdo muy vívidamente estar en una clase sobre la filosofía de Husserl, salir a la calle y ver a los soldaditos apostados en la vereda porque había en marcha un golpe de Estado. Era muy brutal, dos mundos muy difícilmente conciliables que volvían a formular la clásica pregunta culpabilizante: ¿qué sentido tienen estudiar filosofía en un país como la Argentina? El marxismo vino a responder muy bien a eso: “La filosofía como arma de la revolución” resultaba salvífica y justificatoria también del quehacer filosófico.

¿Y hoy? ¿Qué sentido tiene estudiar filosofía?
–(Largo silencio.)... Yo creo que siempre tuvo sentido y esto habla de mis pasiones personales. Para mí la filosofía forma parte de una aventura extraordinaria; no creo que sea la madre de todas las ciencias, seguramente porque, como la del Presidente, mi mirada es mucho más plural (ríe). Antes, creo que fui un jovencito inteligente, estudioso, bastante obsesivo y petulante. Creía que había verdad y que esa verdad estaba en la biblioteca de Viamonte 430 y que yo la iba a encontrar. Me hace acordar a Sarmiento, que decía que en algún lugar tenía que haber libros que explicaran el enigma argentino. Pero también a Rilke cuando se regodea al decir mientras entra en la Biblioteca Nacional de París: “Esta tarde tengo un poeta para mí solo”. Yo he experimentado esa sensación deslumbrante y maravillosa.

¿Aún hoy?
–Sí, afortunadamente. Creo que es un don y estoy dispuesto a defenderlo, aun soportando que se me acuse de insensible frente a otras bondades y maldades del mundo. Aún hoy me regodeo al entrar en una biblioteca pública a leer. “Bibliotecas públicas” para mí es un pleonasmo, una redundancia. Las bibliotecas son públicas. De todos modos, había un sentido de lo empírico que no encontraba en la filosofía y entonces el concepto me abrumaba o me entristecía. Entonces la historia y la literatura fueron recursos formidables. Gracias a ellas hoy puedo volver a leer filosofía.

¿Es cierto que fantasea con escribir una novela que tenga como protagonista al primer profesor de Filosofía de la UBA?
–Me había olvidado de Diego Alcorta... Me gustaría, pero no sirvo para escribir literatura. La sola idea me parece abrumadora.

Su libro reúne entrevistas, ensayos, reflexiones sobre acontecimientos muy disímiles. ¿El intelectual siempre tiene que saber qué opinar?
–Hay cosas que nacieron perfectas (como el alfiler de gancho) y vale la pena repetirlas. Por eso ahora repito eso que leí hace muy poco: “A veces el intelectual tiene la obligación de callarse”. Como dudo mucho de que al menos yo pueda llegar a saberlo todo, debo necesaria y responsablemente callar sobre tantas cosas acerca de las cuales tengo opiniones pero escasos fundamentos, pruebas o reflexiones generalizables. Una vez incluso me llamaron de un diario para que opinara sobre el piercing. Les dije que no opinaba absolutamente nada. La palabra es un bien escaso, es mejor cuidarla.

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