NOTA DE TAPA
A pesar de haber revolucionado el mundo como pocas mentes lo consiguen, Charles Darwin no creía que fuera para tanto: ni valoraba en exceso los méritos del libro que lo pondría a la altura de Copérnico y Newton, ni creía haber dado una estocada mortal a Dios. En cambio, se limitaba a perseguir ese estado tan valioso que, según él, tanto beneficia a la evolución: la felicidad. Ahora, la flamante edición en castellano de su Autobiografía permite conocer la versión de los hechos contada por el mismo padre de la teoría de la evolución.
› Por Leonardo Moledo
¿Qué más se puede decir sobre Darwin? A partir de la publicación de El origen de las especies en 1859 han corrido ríos de tinta, desde la clásica biografía de Julian Huxley hasta el monumental estudio La estructura de la teoría de la evolución, de Stephen Jay Gould, un ladrillo de 1432 páginas. Y seguirán corriendo sin duda, ya que el darwinismo acecha desde todos los rincones, a veces peligrosamente. Si las fotos del espacio inmenso y vacío inducen la angustia metafísica, la evolución de las especies de una u otra manera está presente en la vida diaria; viejos genes en culturas nuevas amenazan con aparecer como explicaciones (a veces muy plausibles) de gestos, abrazos, furias, disputas territoriales, amores y odios irreconciliables.
Los homínidos que fuimos conviven con nosotros, caminan dentro nuestro y a veces asoman sus caras desfiguradas por el tiempo transcurrido, a pesar de los milenios de civilización acumulados. Hay algo de darwinismo en el mundo cotidiano (como sostiene Peter Singer en ¿Es posible un darwinismo de izquierda?) que permitió las peligrosas derivaciones del darwinismo social, la eugenesia y los crímenes consecuentes.
En realidad, la genética no es nada al lado de la transformación cultural y mental que implica saberse una rama lateral del río biológico, imaginarse molusco, abeja, alerce, orangután que pelea a lo largo de los eones por transformarse y sobrevivir. Especies transformándose... ¿quién lo diría? ¡Si todavía se discute la enseñanza de la teoría de la evolución en escuelas de Estados Unidos! ¡Si todavía la Iglesia Católica –que tan bien se acomodó a la física moderna– no encontró una respuesta mínimamente aceptable! ¡Si todavía en las escuelas católicas se deja de lado el tema, o se lo pasa rápido...!
Y ahora resulta que tenemos la primera traducción al castellano de la Autobiografía escrita por el mismísimo héroe. Autobiografía es probablemente mucho decir: “Habiéndome escrito un editor alemán para solicitarme un relato sobre el desarrollo de mi pensamiento y de mi carácter con algún matiz autobiográfico, he pensado que me divertiría intentarlo”, y considerando que “a mí me habría interesado en gran manera haber leído un esbozo del pensamiento de mi abuelo (Erasmus Darwin, uno de los primeros evolucionistas, o ‘transformistas’, como se decía entonces) escrito por él mismo”, se lanza a la aventura de resumir su vida en tan sólo 80 páginas (lo que quedó después de ser expurgada por su hijo de lo que consideró muy íntimo o familiar). A saber: juventud en Edimburgo (donde inició los estudios para ser médico, como su padre y como su abuelo, y de donde huyó asqueado por la sangre y las disecciones) y Cambridge, donde estudió teología, hasta que llegó el momento mágico en la forma de un ofrecimiento para participar de la expedición del Beagle.
Viaje que estuvo a punto de no concretarse: primero tuvo que vencer la oposición de su padre, que lo desafió a que encontrara “una sola persona que considerara que emprender el viaje era razonable”, y que tomó la figura de su propio tío; Father Darwin debió rendirse. Pero allí no terminaron las cosas, ya que al ser presentado al capitán del Beagle, Fitz Roy, éste estuvo a punto de rechazarlo “a causa de la forma de su nariz” (la frenología, en cualquiera de sus versiones, permeó el siglo XIX como el psicoanálisis el XX), pero finalmente se conformó. Buena suerte para Darwin, para la biología y para todos nosotros.
Entre los mareos que le provocaba el viaje y los intensos momentos que vivía en tierra firme, tuvo tiempo de leer los Principios de Geología, de Lyell, donde el gran científico sostenía la idea de que los cambios en la superficie terrestre son resultado de procesos muy lentos a lo largo de extensísimos períodos, y nuestro amigo, que había partido de Inglaterra convencido, por acción u omisión, de la fijeza de las especies, encontró especies muy próximas y ligeramente diferentes que parecían responder a presiones ambientales: a pesar de su formación religiosa, Darwin ya no podía creer que Dios se hubiera tomado el trabajo de crear tantas especies parecidas de un tipo de pájaros. ¿Para qué? Las especies tenían que ser producto de algún mecanismo natural. Pero, ¿cuál?
La respuesta vino a la vuelta –y envuelta– en el ensayo de Malthus sobre la población: la selección natural. Es interesante, dicho sea de paso, que la solución del problema haya sido inspirada a Darwin desde las ciencias sociales: no es tan insólito entonces que las ciencias sociales hayan querido apropiarse y utilizar la teoría para justificar la dominación, la explotación y la superioridad de unos grupos sobre otros.
Los cuarenta años que siguieron al viaje (boda en Londres, diez hijos, publicación de El origen de las especies y traslado a la casa señorial de Down mediante) lo vieron transformarse en un plácido gentleman rural, muy a la inglesa, con horarios desvaídamente inflexibles (casi kantianos, en realidad: “A las cuatro –escribe su hijo Francis en el apéndice del libro– bajaba para vestirse para su paseo; era tan regular que cuando oías sus pasos por las escaleras, podías asegurar que faltaban pocos minutos para las cuatro”).
Si se lo piensa, la autobiografía de Darwin recrea, en versión científica y rural, la atmósfera inglesa que uno está acostumbrado a leer en los relatos –o en las obras de teatro a la manera de Oscar Wilde– de finales del siglo XIX (y que reflejó magníficamente David Lodge recientemente a propósito de William James) sobre la clase alta, con sus incesantes visitas, sus interminables conversaciones, su elegante decadencia, sus casas de campo (en este caso al pie de la letra), sus tés indeclinables y un humor que oscila siempre entre la bondad y el spleen.
Que en Darwin funcionó como hiponcondría; cada página está salpicada con referencias a su mala salud: “Tal libro me llevó un año y medio, si descontamos los meses que por estar enfermo no pude trabajar”, “desde tal mes hasta tal otro estuve enfermo y fui a la cura de aguas del Dr. Cual...”. O: “Mi estado de salud es muy débil: nunca paso veinticuatro horas sin algún tipo de sensación de malestar”. Considerando que la enfermedad fue siempre difusa (nunca la especifica) y que vivió hasta los 73 años, no es aventurado pensar que tenía la salud de hierro del enfermo crónico.
Pero si la hipocondría impresiona por su omnipresencia y reiteración, no impresionan menos la obsesividad y meticulosidad. Desde ya, para ser un buen naturalista del siglo XIX había que ser razonablemente obsesivo: la Historia Natural no se había separado del todo del coleccionismo y procedía por acumulación más que por repentismos teóricos. El mismo Darwin reconoce aquí haber trabajado “según los preceptos baconianos” (curiosamente, lo mismo que dice Newton –incorrectamente a mi ver– en sus Principia), amontonando millares de datos sin teoría previa para observar las regularidades y sólo entonces formular conclusiones. Sí. Pero se ve que la obsesividad de Darwin permeaba toda su vida: más allá del relato sobre la regularidad horaria, registra cada bicho que disecó, cada trabajo que publicó, nos habla de caléndulas, zarcillos, azaleas, escarabajos... Aun después de El origen de las especies, que lo sitúa en el trono de la biología y el epicentro de una polémica mundial, continúa con trabajos menores, diciendo cuántos ejemplares se vendieron y cuántas páginas tenía cada uno, y así, y así... Y por dónde paseaba y con quién conversaba, y quiénes eran sus amigos científicos, y que hacia el fin de su vida (la autobiografía está escrita en 1876) perdió todo interés por la poesía y que sólo le gustaban las novelas que terminaban bien. Su hijo Francis, en los apéndices, completa el retrato: era afable, amable, paciente, bondadoso, cariñoso, benévolo... los adjetivos de este tipo llueven como cataratas. Pero lo curioso es que uno tiene la impresión de que no se trata de mera hagiografía filial sino que debía ser más o menos así (Oscar Wilde hubiera dicho que una persona con tantas virtudes seguramente era insoportable); más contemporáneamente digamos que tanta perfección tenía que fallar por algún lado y que esa difusa enfermedad... en fin. Pero en verdad, uno tiene la sensación de que Darwin (salvo cuando estaba enfermo, desde ya) fue un científico feliz.
Un científico feliz, no atormentado por las disputas ni los recovecos de su teoría, que, además, cimentaba, para él, la felicidad como un valor biológico superior al sufrimiento: “Si todos los individuos de cualquier especie sufrieran habitualmente en grado extremo, acabarían desatendiendo la propagación de su especie”... “El dolor o el sufrimiento de cualquier tipo, de prolongarse durante mucho tiempo, acaban provocando depresión y disminuyendo la capacidad de reacción... Por otro lado, las sensaciones placenteras pueden prolongarse durante mucho tiempo, sin provocar ningún efecto deprimente; lo que ocurre, en consecuencia, es que la mayoría o la totalidad de los seres vivos se han desarrollado de tal modo que, a través de la selección natural, esas sensaciones placenteras acaban convirtiéndose en sus guías habituales.” Así, la felicidad, o la propensión a ella, es una buena carta para jugar en el truco de la evolución.
Desde ya, la religión es el principal problema que afronta el darwinismo y que le vale el odio oscurantista. Si algo queda absolutamente claro en la autobiografía, y especialmente en las cartas que aparecen en el apéndice de Francis Darwin sobre su padre y la religión, es la evolución frente al problema religioso (no olvidar que estaba destinado, después de fracasar como médico, a ser clérigo): “Debo decir que la imposibilidad de concebir que este grandioso y maravilloso universo surgiera por casualidad, me parece el principal argumento en defensa de la existencia de Dios. Pero nunca he sido capaz de determinar si este argumento tiene validez real (...). En mis fluctuaciones más extremas, nunca he sido un ateo en el sentido de negar la existencia de un Dios. Creo que en general, pero no siempre, agnóstico sería la descripción más correcta de mi estado mental (...). La ciencia no tiene nada que ver con Jesucristo, excepto en la medida en que la costumbre de la investigación científica hace al hombre cauteloso en lo que a admitir la evidencia se refiere. En lo que a mí concierne, no creo que haya habido ninguna revelación”.
Y es que ni la Iglesia Católica, ni los reaccionarios creacionistas norteamericanos se equivocan: el darwinismo le da a la religión una estocada mortal. Y sin embargo, el hombre que decía estas cosas –y que nos hace sentir la felicidad de no ser parientes de dioses (basta con leer la Biblia o La Ilíada para darse cuenta de qué tipo de parientes son) y de no tener nada que ver con ellos sino con antropoides, primates, orangutanes, más interesantes, desde ya, y mejor gente– fue enterrado en la Abadía de Westminster, junto a Newton, Herschel y diversas y nutridas glorias de la ciencia inglesa.
“Una famosa historia victoriana informa de la reacción de una dama aristocrática a la principal herejía de su época: ‘Confiemos en que lo que dice míster Darwin no sea cierto; pero, si es verdad, confiemos en que no se sepa de manera general’. Los profesores continúan relatando esta historia como una humillación hilarante de los delirios de clase. Sin embargo, deberíamos rehabilitar a aquella dama como una aguda analista social y, al menos, como una profetisa menor. Porque lo que míster Darwin dijo es, efectivamente, cierto. Y, asimismo, no se sabe de manera general, al menos en nuestra nación.”
“Los organismos vivientes han existido sobre la Tierra, sin nunca saber por qué, durante más de 3 mil millones de años, antes de que la verdad, al fin, fuese comprendida por uno de ellos. Un hombre llamado Charles Darwin. Para ser justos debemos señalar que otros percibieron indicios de la verdad, pero fue Darwin quien formuló una relación coherente y valedera de por qué existimos.”
“Darwin movió las bases del pensamiento occidental y desafió ciertas ideas mundialmente aceptadas. Sin embargo, la importancia de sus logros fue gradualmente reconocida. Hasta hace 50 años, el nombre de Darwin no se destacaba mucho; nadie lo leía. A pesar de la ignorancia de la mayoría, ahora es un boom. Cada vez más personas desean saber qué es lo que Darwin realmente dijo.”
“Casi nadie es indiferente a Darwin, y nadie debería serlo. La teoría de Darwin es una teoría científica, pero no sólo eso. Los creacionistas que se oponen tan amargamente tienen razón en una cosa: la peligrosa idea de Darwin penetra más profundamente en el entramado de nuestras creencias fundamentales de lo que muchos de sus refinados apologistas han admitido hasta ahora.”
“He sido invitado por el Círculo Médico para dar en su nombre testimonio solemne de respeto y admiración a uno de los más grandes pensadores contemporáneos, al observador más profundo, al innovador más reflexivo y tranquilo, al más humilde y honrado expositor, y para decirlo todo, a Darwin, muerto a la edad de setenta y tres años de la vida más laboriosa, dotando a la ciencia, en los últimos, de libros cada vez más profundos, como si temiera llevarse consigo el secreto de sus últimos estudios, no obstante dejar el siglo lleno de su nombre.”
por F. K.
El 12 de febrero de 2009, cuando se conmemore el 150º aniversario de la publicación de El origen de las especies, no todo el mundo recordará al prolífico naturalista victoriano con una sonrisa. Es que si hubiese que seleccionar un lugar en el mundo donde Darwin es tan odiado como burlado, ése sería el Discovery Institute, en Seattle, principal lobby de aquella seudoteoría –seudocientífica y neocreacionista– llamada “diseño inteligente” y que recibió recientemente una donación de 10 millones de dólares. ¿El benefactor? Bill Gates.
Testarudos y fervorosos, sus miembros –afiliados a la derecha religiosa– no desaprovechan oportunidad para manifestar que los seres vivos son demasiado complejos como para haberse creado por los mecanismos evolutivos propuestos por Darwin, por lo que sugieren que existe un “diseñador inteligente”, algo así como el personaje de “El Arquitecto” en Matrix.
Desde uno de los miles de sitios con los que inundan diariamente Internet (www.dissentfromdarwin.org, www.answeringenesis.com o www.discovery.org), esparcen la duda y fogonean la ignorancia: “Soy escéptico –dice un comunicado– ante las pretensiones acerca de la capacidad de las mutaciones aleatorias y de la selección natural para explicar la complejidad de la vida. Se debería alentar a un cuidadoso examen de la evidencia que se presenta como respaldo de la teoría darwinista”.
Su versión de la historia del mundo se asemeja sospechosamente al Manual de Zoología Fantástica de Borges: creen que el planeta Tierra tiene sólo 6010 años y que fue creado por Dios en 6 días; que Noé trasladó en su Arca a los dinosaurios, que no se extinguieron hasta hace poco y es posible que haya algunos vivos; que las razas del mundo son resultado de la Torre de Babel. Así lo piensan los creacionistas estrictos, unos 125 millones de estadounidenses (el 42 por ciento de la población). Y eso no es todo: hay quienes, días después del 11-S, aprovecharon la ocasión y enviaron alegremente a sus amigos tarjetas de felicitación. El mensaje era claro: “¡Alégrense! Esto demuestra que el Juicio Final está próximo”.
por Federico Kukso
Los dos fueron revolucionarios. Los dos compartieron el primer nombre, una salud delicada y una barba tan llamativa como tupida, y ambos tuvieron muchos hijos (de los cuales varios de ellos no sobrevivieron a sus padres). Sin embargo, Charles Darwin y Karl Marx nunca se conocieron, nunca mantuvieron diálogo alguno, ni se vieron las caras. Y eso que vivían a 25 kilómetros de distancia.
Aún así, hubo contacto entre ellos. El que lo inició fue el alemán cuando le envió al inglés en 1873 una copia autografiada de la segunda edición de El capital (en su primera página se leía: “A Mr. Charles Darwin, de parte de su sincero admirador, Karl Marx”). Su cholulismo intelectual por Darwin se remontaba a casi 13 años atrás, cuando leyó por primera vez El origen de las especies. En enero de 1861, Marx comentaba: “El libro de Darwin es muy importante y me sirve de base en ciencias naturales para la lucha de clases en la historia. Desde luego que uno tiene que aguantar el crudo método inglés de desarrollo. A pesar de todas las deficiencias, no sólo se da aquí por primera vez el golpe de gracia a la teología en las ciencias naturales sino que también se explica empíricamente su significado racional”.
Marx esperó pacientemente. Y, por fin, tuvo respuesta. Darwin le contestó: “Le agradezco el honor de haberme enviado su gran obra El capital. Hubiera deseado ser más merecedor de recibirlo, así como de entender mejor la profundidad e importancia de la economía política. Aunque nuestros estudios han sido diferentes, creo que ambos deseamos con ganas la ampliación del conocimiento, que con seguridad en el largo plazo le aportará felicidad a la humanidad”.
El rumor (luego convertido en mito) indica que Marx le envió después otra carta a Darwin en la que le solicitaba su consentimiento para que su nombre apareciera en la dedicatoria de una nueva edición de El capital, pedido que el inglés rechazó amablemente el 13 de octubre de 1880, alegando que los aspectos antirreligiosos del libro ofenderían a algunos de sus familiares y que no creía que “los ataques directos a la religión sirvieran para avanzar en la causa del pensamiento libre”. La verdad es que la carta-respuesta del inglés –donde no figura el nombre de Marx– iba dirigida a Edward B. Aveling, autor del libro The Students’ Darwin.
Además de las cartas, se conserva hasta hoy el ejemplar en alemán de El capital enviado por Marx a Darwin. Lo curioso es que no tiene las típicas notas al margen que solía hacer el biólogo. Probablemente nunca haya sido leído.
por F. K.
Además de una localidad rionegrina, una calle perdida en Villa Crespo y un monte en la cordillera de los Andes –tres accidentes geográficos bautizados en su honor–, Charles Darwin está unido a la Argentina por dos encuentros. Uno previsto y otro, no tanto.
“Llegó al cuartel general el naturalista Mr. Carlos Darvaien.” Así, seco y confundiéndose el apellido del inglés, por ignorancia o desinterés, Juan Manuel de Rosas registró en su diario el encuentro que tuvo con Darwin el 13 de agosto de 1833.
Darwin, en cambio, fue menos austero en sus opiniones y retrató a Rosas y a los suyos con la misma puntillosidad con la que describió los huesos de animales extintos como el megaterio, el toxodon y el tigre de dientes de sable: “Yo diría que un ejército integrado por gentes con tal apariencia de villanos y bandoleros jamás podía haberse reunido en época alguna. La mayor parte de los hombres eran mestizos de negro, indio y español. No sé por qué razón, pero la gente de esa sangre, rara vez tiene una buena expresión en el semblante”.
Fueron tres días los que pasó en el campamento de Rosas, quien le otorgó una especie de salvoconducto para cruzar un país en llamas. Y Darwin los exprimió por completo: estudió a los indios como si fuera un antropólogo quisquilloso. Pero nadie lo sorprendió tanto como Rosas. Su figura: “Tiene una extraordinaria personalidad y goza de una influencia notable en el país. Parece probable que la ejercerá en pro de la prosperidad y el adelanto de su patria”. Su influencia: “Rosas ha alcanzado una popularidad sin límites en el país, y por lo tanto, una tiránica ascendencia”. Y sobre todo su temple: “Conversando con él, Rosas se muestra vehemente, sensato, y extremadamente serio. Lleva su seriedad a límites desusados. Mi entrevista con Rosas terminó sin haberle visto sonreír”.
La descripción no es circunstancial. Darwin abrió bien los ojos durante los casi dos años que pasó en el país y así lo demuestra en su Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo, en el que una quinta parte está dedicada a la Argentina, donde comenzó a intuir la acción del tiempo en el paisaje y en los seres vivos.
Pero no sólo regresó a Londres con anotaciones, imágenes nuevas, huesos (muchos), rocas y flores. También se fue con un recuerdo hecho carne: Mal de Chagas, la “enfermedad” de la que tanto habla en su Autobiografía –sin definir– y que supuestamente la contrajo en marzo de 1835 cuando, escarbando en un campo de Luján, Mendoza, lo picó una vinchuca. Todo un souvenir.
Un fragmento de la Autobiografía
por Charles Darwin
El origen de las especies es, sin lugar a dudas, la obra capital de mi vida. Desde el principio disfrutó de un tremendo éxito. La primera y corta edición integrada por 2250 ejemplares se vendió en su totalidad el mismo día de la publicación, y una segunda edición de 3000 ejemplares poco después. Hasta la fecha (1876) se han vendido en Inglaterra 16.000 ejemplares. Puede considerarse una gran venta. Ha sido traducido a prácticamente todos los idiomas europeos, incluso a lenguas como el español, el bohemio, el polaco y el ruso. Según la señorita Bird, ha sido traducido también al japonés y es objeto allí de numerosos estudios. ¡Incluso ha aparecido un ensayo en hebreo sobre el libro, en el que se demuestra que la teoría estaba ya presente en el Antiguo Testamento! Las reseñas fueron asimismo muy numerosas. Durante un tiempo coleccioné todo lo que aparecía sobre el Origen y sobre mis libros relacionados: la cantidad asciende (excluyendo reseñas en periódicos) a 275, pero al cabo de un tiempo dejé correr el intento, desesperado. Han aparecido posteriormente muchos ensayos y libros; y en Alemania aparece cada uno o dos años un catálogo o bibliografía sobre “darwinismo”.
El éxito del Origen podría, creo, atribuirse en gran parte al hecho de haber escrito mucho antes dos borradores condensados y que finalmente resumiera un manuscrito mucho más extenso, que en sí mismo era ya un resumen. Gracias a ello fui capaz de seleccionar los datos y conclusiones más notables. Por otro lado, durante muchos años había seguido una regla de oro, a saber, que siempre que me topaba con una nueva observación o hecho contrario a mis resultados generales, redactaba un informe al respecto sin falta y enseguida. Porque por experiencia descubrí que tales hechos e ideas eran mucho más propensos a caer en el olvido que los favorables. Gracias a esta costumbre, surgieron pocas objeciones a mis puntos de vista que no hubiese como mínimo advertido e intentado responder.
Se ha dicho a veces que el éxito del Origen vino a demostrar “que el tema estaba en el ambiente” o “que la mente del hombre estaba preparada para ello”. No creo que esto sea estrictamente cierto, pues ocasionalmente no se lo pareció a unos cuantos naturalistas y nunca di con uno que pareciese dudar de la permanencia de las especies. Ni siquiera Lyell y Hooker, pese a que me escuchaban con interés, parecían estar de acuerdo. Intenté una o dos veces explicar a hombres competentes lo que entendía como selección natural, pero fracasé notablemente. Lo que creo que fue estrictamente cierto es que los naturalistas tenían almacenados en su cabeza innumerables hechos bien observados y listos para ocupar su debido lugar en cuanto cualquier teoría que los acomodase quedara suficientemente explicada. Otro elemento del éxito del libro fue su tamaño moderado. Esto se lo debo a la aparición del ensayo del señor Wallace, pues de haberlo publicado en la escala en que lo empecé a escribir en 1856, el libro habría sido cuatro o cinco veces mayor que el Origen y muy pocos habrían tenido la paciencia necesaria para leerlo.
Gané mucho al retrasar la publicación desde 1839, cuando la teoría estaba ya claramente concebida, hasta 1859. No perdí nada con ello, pues me importaba muy poco que la gente atribuyera más originalidad a Wallace o a mí, y no cabe duda de que su ensayo facilitó la recepción de la teoría. Me anticipé sólo en un punto importante –de lo cual mi vanidad me ha hecho siempre arrepentirme–, a saber, en que recurrí al período Glacial para explicar la presencia de idénticas especies vegetales y de algunos animales en lejanas cumbres montañosas y en las regiones árticas. Esta perspectiva me fascinó hasta tal punto que escribí sobre ella in extenso, y creo que fue leída por Hooker unos años antes de que E. Forbes publicara su celebrada memoria sobre el tema. En los escasos puntos en que diferíamos, creo aún que yo llevaba la razón. Jamás, por supuesto, he hecho referencia por escrito a haber desarrollado independientemente este punto de vista. Esto me lleva a destacar que mis críticos me han tratado casi siempre con honestidad. De todas formas, yo he hecho caso omiso de aquellos sin conocimientos científicos. Mis puntos de vista han sido a menudo tergiversados de forma grosera, cruelmente contrariados y ridiculizados, pero creo que, por lo general, siempre se ha hecho con buena fe. No me cabe duda de que, en conjunto, mi obra se ha visto alabada con exceso. Me alegro de haber evitado controversias. Sé que esto se lo debo a Lyell, quien muchos años atrás, y en referencia a mis trabajos geológicos, me aconsejó encarecidamente que nunca me involucrara en controversias, ya que rara vez servían de nada y provocaban una triste pérdida de tiempo y humor.
Mis costumbres son metódicas, lo que ha resultado muy útil para mi línea de trabajo en concreto. Y en último lugar, he tenido la gran suerte de no tener que ganarme el pan. Incluso la enfermedad, pese a haber aniquilado varios años de mi vida, me ha evitado las distracciones de la vida social y la diversión.
Por lo tanto, mi éxito como hombre de ciencia, haya sido el que haya sido, ha venido determinado, según puedo entender, por unas cualidades y condiciones mentales complejas y variadas. De entre ellas, las más importantes han sido el amor por la ciencia, la ilimitada paciencia para reflexionar largamente sobre cualquier tema, la laboriosidad en la observación y la recolección de datos, y una buena cantidad de inventiva así como de sentido común. Con las moderadas habilidades que poseo, resulta realmente sorprendente que haya influido de un modo tan considerable en las creencias de los científicos sobre algunos importantes puntos.
Autobiografía
Charles Darwin
96 páginas
Norma
2006
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