ARQUITECTURA > QUé SIGNIFICAN LOS ESTADIOS
Durante el próximo mes el mundo tendrá los ojos puestos no sólo en los jugadores y los partidos, sino en esas gigantescas construcciones que los contienen. El escritor y arquitecto Gustavo Nielsen se interna en el mundo de los estadios alemanes y argentinos para explorar la variedad de significados que pueden tener dentro de las mismas sociedades que los construyen y después los llenan.
› Por Gustavo Nielsen
“... el estadio se desconecta de la tierra y emprende su gran marcha de bólido a través de un piélago de emociones. Es como la sala oscura del cinematógrafo: un lugar fuera del tiempo, fuera del espacio y de la realidad.”
Ezequiel Martinez Estrada
Estuve, en el año 2004, en Berlín, para el Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos. Paré en la casa de una amiga chilena que está casada con un alemán de nombre Werner. Ambos son arquitectos. Werner no es exactamente lo que uno pensaría de un arquitecto alemán: es desaliñado, le encantan los graffiti urbanos, se cuela en las fiestas y trampea al fisco.
Un domingo fuimos con Werner a ver el Olympiastadion, al que yo erróneamente creía diseñado por Albert Speer, el arquitecto personal de Hitler. Werner me dijo que el Olympiastadion era de otro profesional del régimen, menos apegado al nazismo y por lo tanto con menos trabajo: W. March. “W. de Werner, como yo”, dijo mi amigo. Quedaba un poco lejos, por lo que tuvimos que ir en auto. Recuerdo que yo había comprado unas cervezas, y Werner, después de beber, tiró las latas aplastadas por la ventanilla. No lo hacía de inculto o de descuidado: lo hacía a propósito, riéndose muy fuerte por eso. Lo hacía como una rebeldía infantil hacia su condición de nacido en ese país rígido y serio.
Cuando llegamos nos topamos con que el Olympiastadion estaba en obra. Le exhibimos nuestras credenciales de arquitectos (mi matrícula del Concejo Profesional de Arquitectura de Buenos Aires y la suya local) para que el guardia nos entendiera: había venido desde Argentina a visitar esa obra. El guardia no nos dejaba entrar. No quedaba otra cosa que ver el recinto desde afuera.
Werner dio una vuelta por la reja exterior y detectó una parte entreabierta. Estacionó. Tiramos de la reja entre los dos y conseguimos abrirla bastante más. Así fue como pasamos y pude ver, por adentro, el estadio en el que ahora, previa reforma, se jugará la final del Mundial 2006.
Werner llevaba una linterna. Subimos por unas escaleras hasta el segundo nivel, que estaba tapiado por maderas. Bajamos. Recorrimos el piso inferior hasta las escaleras siguientes, verificando otra tapia de madera para impedir el acceso al segundo nivel. En la tercera escalera decidimos que, si habíamos llegado hasta ahí, mi amigo se llamaba con el mismo nombre de pila del arquitecto y yo era verdaderamente argentino, debíamos franquear aquellas tablas. En cinco minutos nos habíamos trepado. Estábamos en el segundo piso, el más prohibido de nuestra acción prohibida.
Werner iluminaba con su débil linterna. Yo, de vez en vez, espiaba por algún resquicio de las ventanas tabicadas, hacia la casilla del guardia, que quedaba a unos cien metros. Estaba justo en eso cuando Werner me llamó. Su círculo de luz me enseñaba algo que había sobre una pared. Un escudo. Grabado. Con un águila art déco y una cruz esvástica. Más allá había otra igual, y otra, y otra más. Saqué la cámara temblando; tomé una foto oscura, casi indescifrable. “Vamos”, dijo Werner, en un inglés susurrado. Salimos de allí rápidamente, corriendo, con los dedos cruzados.
Se había nublado. Comenzó a llover a cántaros. Pinchamos una goma.
No me gusta el fútbol, ni siquiera durante los mundiales. Reconozco haber seguido a la Argentina en 1978 por televisión, pero era adolescente e iba a un colegio católico de varones en el que paraban las clases para ver los partidos. Reconozco también (un poco avergonzado, pero así fue en realidad) que en Morón no sabíamos nada de nada sobre los desaparecidos, y la propaganda del fútbol escondedor de los asesinatos y la tortura fue grandiosamente ensordecedora. No se podía hacer otra cosa que mirar fútbol. Si hacías otra cosa era porque estabas enterado de la realidad, ya sea en otro país o aquí mismo. Ni qué hablar de los que no vieron ningún partido por hallarse en un calabozo ilegal, encapuchados, entabicados y sometidos a picana. Yo reconozco haber seguido ese mundial con atención, y haberme alegrado con el partido contra Perú, o con la final y los goles de Kempes. Después, con el tiempo, aprendí, junto a muchos de los argentinos, que ese fútbol nos había llevado hacia una pared que no era la de un estadio bello, sino la de un futuro indignante del que fue imposible volver. Ese gusto amargo, junto al hecho de que el deporte no me interesa en lo más mínimo, hizo que jamás volviese a mirar un partido. Es más, cada vez que me hablan de fútbol, suelo desconfiar.
Pero, como arquitecto, los estadios me atraen. Mucho. Esa idea de encerrar una aglomeración humana para que fije su vista y sus oídos en un punto esférico de cuero y aire en movimiento me parece conmovedora. Y además los disfruto cuando hay recitales multitudinarios. Eso es lo que me pasa, sobre todo, con River. Con el Monumental. Los estadios me atraen porque son edificios. Enormes, congregantes, hitos en la ciudad.
¿Qué representa el Monumental para un porteño de hoy? Si es de River, ya sabemos, si es de Boca, también: un sentimiento (bueno o malo). Para otros significa fiesta. Para otros, dictadura. Para alguien que haya tenido un muerto en la tragedia de la puerta 12, un pésimo recuerdo. Para los que vimos el recital de Amnnesty International, con Sting, Peter Gabriel y las Madres de Plaza de Mayo, una conciencia de la democracia naciente. Para los que vimos a B52 o a Madonna, baile. Para Los que estuvieron en el último de Los Rolling Stones, desorden.
Un estadio significa eso y muchas otras cosas. Es un catalizador de energía. Un controlador de actualidad. O, al decir de Ezequiel Martínez Estrada, “templos a los que concurren los días feriados feligreses de un culto muy complejo y muy antiguo”. O, al decir del arquitecto Mario Sabugo en un artículo escrito para la maravillosa revista Ambiente en los años ’80: “Las canchas son monumentos bohemios. Sirven como instrumentos físicos de los ritos y, como tales, constituyen ‘monumentos populares’ propiamente dichos”.
Canchas son amores.
River Plate nació en una imprenta de la avenida Almirante Brown al 900, el 25 de mayo de 1901. Estaba situado detrás de las carbonerías de Wilson. Desde ahí viene su rivalidad con Boca, rivalidad originada por el mismo tipo de enfrentamiento que hay entre Racing e Independiente en el barrio de Avellaneda: la proximidad y cercanía. River y Boca fueron vecinos de la Isla de Marchi en 1905. El segundo estadio lo hicieron en Sarandí, cuando fueron echados del primero. Habían tenido líos con la Administración del Puerto, y se tenían que ir. El tercero duró desde 1915 hasta 1922 en Aristóbulo del Valle y Gaboto. El cuarto fue inaugurado el 20 de mayo de 1923 en Alvear y Tagle. Todas estas estructuras eran metálicas, con tablones por encima. El club se llevaba como la carpa de un circo, de aquí para allá, en ocasiones muy lejos de sus barrios de origen.
Los clubes de fútbol se crearon, en la Argentina, entre 1895 y 1915. El año que vio nacer más equipos fue 1905. Pero el profesionalismo en el deporte comienza en 1931. Y el Hormigón Armado, con toda su tecnología maravillosa, más o menos para esa misma época. Los clubes necesitaban estadios más sólidos y grandes. El estadio Centenario de Montevideo había marcado una tendencia. En la Argentina de 1935 no había ningún estadio que se le pudiera comparar: ése era el espacio que se necesitaba para los mundiales. Estático, enorme, inamovible. Entonces, River Plate llamó a concurso de anteproyectos.
En las bases del concurso, además de la cancha con las gradas, pedían campo de deportes, colonia de vacaciones y parque infantil. El terreno correspondía al antiguo Hipódromo Nacional, con frente a Avenida Centenario. El primer premio era de 6500 pesos moneda nacional, había un segundo premio de 3500, un tercero de 2500, un cuarto de 1500 y una mención de 1000. Los fondos alrededor de los cuales debían encuadrarse los proyectos eran de 2.500.000 pesos moneda nacional para el estadio, instalaciones sociales, deportivas y anexos completos, y 300.000 para la colonia y el parque.
El programa techado era vasto e incluía salón de actos para mil personas, confitería también para mil personas, pileta olímpica cubierta con gradas para dos mil personas, cancha de básquet con igual capacidad, gran gimnasio cerrado, cinco canchas de bochas, dos de pelota vasca, biblioteca, amplio hall de entrada, administración, vestuarios, servicios, departamento de educación física y una pista de patinaje de grandes proporciones con capacidad para tres mil espectadores.
Lo ganó una sociedad de arquitectos de 26 años, José Aslán y Héctor Ezcurra, con la colaboración del dibujante Fidias Calabria. Los profesionales tenían solamente dos años de recibidos en la Universidad de Buenos Aires.
Una de las exigencias de las bases era que la cancha debía estar rodeada por una pista de atletismo. La nueva tendencia en estadios es que no haya pista de atletismo alrededor, porque aleja demasiado al público del espectáculo, produciendo lo que se conoce en el medio como una “cancha fría”. La Bombonera es, en su modelo de caja cerrada y proximidad al campo de juego, un claro ejemplo de lo contrario: una “cancha caliente”. Este modelo es el que cunde entre los nuevos estadios de Alemania.
Otra exigencia programática de las bases era “meter” todo el programa techado bajo las gradas, lo que obligaba a poner los núcleos de escaleras afuera, como torrecitas. El edificio bajo gradas está formado por un sistema común de losas de entrepiso y columnas verticales, con el techo en pendiente que mira hacia adentro del estadio. Este techo forma las gradas separadas en dos: las gradas inferiores o plateas y pullman y las superiores en voladizo, adonde va la popular.
A pesar de que el edificio estaba bastante bien evaluado en sus costos iniciales, en el año ’38 cesan de construirlo por falta de presupuesto. El proyecto ganador del concurso estaba dividido en cuatro bloques de tribunas: la Oficial, que contenía el edificio social sobre el campo de deportes; la Centenario, sobre la avenida del mismo nombre, que llevaba las instalaciones deportivas cubiertas; la Río de la Plata, con los estacionamientos y la Colonia, que llevaba los talleres para el club y las dependencias generales. Esta cuarta tribuna es la que no se hace, por lo que el estadio queda abierto en una punta, asemejándose a una herradura.
En 1958, gracias a la venta del jugador Omar Sívori a Italia, el club encaró la construcción de la cuarta tribuna para cerrar el óvalo. Pero tampoco le alcanzó, por lo que quedó formalizada solamente la bandeja inferior y la media. En 1978, cuando River fue designado sede principal de la copa del mundo, se completó la bandeja superior en voladizo y se agregaron el cinturón superior de luces y el tablero electrónico, novedad absoluta en aquellos años.
La próxima etapa será, quizás, un techo. Es la tendencia: los arquitectos Herzog & de Meurón, en su estadio de Munich, el Alianz Arena (ese que parece una rueda de bicicleta blanca y descomunal), lo han hecho. Además, parece que esa estructura de rombos que forra el estadio (y haría las delicias del arquitecto Buckminster Füller) va a teñirse de colores según las banderas de los países que allí jueguen, por lo que siempre presentará un aspecto distinto. Ver para creer: los edificios que hacen los Herzog & de Meurón (arquitectos de súper moda en Europa) a veces salen bien, a veces mal. El paralelepípedo azul de base triangular del Forum de Barcelona parecía un hotel alojamiento del Once en los años ’70.
En el Olympiastadion de Berlín los arquitectos a cargo de la remodelación no sólo habrán tenido que practicar la operación del techo, sino también quitar las esvásticas y las águilas de las paredes.
No importa lo que le hagan a River como próximo paso, lo único que espero es no tener nunca que colarme con mi amigo Werner para descubrir lo que el Estado quiere ocultarme. Sí, Nunca Más. Y que el fútbol o los recitales sean solamente alegría.
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