NOTA DE TAPA
La pobreza, la discriminación, los gigolós, los abandonos, los hombres golpeadores: a los 81 años, y mientras se prepara para volver a cantar en Buenos Aires, la uruguaya Lágrima Ríos recorre la vida que, según ella misma, ha ido forjando su voz, esa voz legendaria a la que el mismísimo Goyeneche le cedía los cierres de los espectáculos que compartían.
› Por Por María Moreno, desde Montevideo
Qué original es Montevideo. Será porque nunca se repuso de la visita modernista de Rubén Darío. En la calle Ituzaingó todavía existe la Torre de los Panoramas adonde el poeta Julio Herrera y Reissig había puesto un cartelito que decía “Prohibida la entrada a los uruguayos”; y frente a la Plaza Independencia, adonde está enterrado Artigas, en el Museo de Casa de Gobierno, está embalsamado el perro Conquimbo que combatió junto al General Venancio Flores en la batalla de Yatay aunque –sospechan los fascículos– no acusa ningún rasguño en su prolijo trabajo de taxidermia. La cantante Lágrima Ríos recibe, en su casa de la calle Durazno, vestida de compadrito –le falta el funyi– y con los colores del Frente Amplio.
–Ah, sí, yo lo sigo a Tabaré y lo admiro mucho.
En las paredes del living comedor, atestado de muebles y donde preside la mesa ratona con un té acompañado por masitas, las fotos llegan hasta el techo: Lágrima recibiendo un premio de Mercedes Sosa, dándole la mano a Edmundo Rivero, con París o Nueva York de fondo, con la mamá, con el grupo vocal Brindis de Sala. Arriba del televisor hay una muñeca bahiana cubierta de arriba abajo por puntillas de nylon y aros dorados. No siempre los méritos están certificados en fotografías sino en los archivos de su marido y representante, Paco Gude. Como cuando Lágrima cantó en la Sorbona de París o el Royal Albert Hall de Londres o morcilleaba junto a La Mega de Fernando Peña en el Paseo La Plaza de Buenos Aires o cuando Páez Vilaró le pintó un mural en la calle Policía Vieja (¡!). Gude es un coleccionista con numerosos archivos de tango y una discoteca exquisita que va del vinilo inconseguible a la versión casera con fotocopia de tapa original.
Lágrima Ríos no imposta la voz en la inflexión masculina y el caudal prepotente con que muchas cantantes de tango salieron a matonear en el territorio de los gardelitos, haciendo propio el repertorio lunfardo y arrabalero en contra de las cancionistas con voz de canario flauta del tango canción. Es una contralto natural que duda mientras argumenta características raciales y físicas, de ésas que pueden dar cabida a teorías reaccionarias.
–Yo me doy cuenta de que canto diferente, pero no sólo por el timbre de voz sino por la manera de interpretar. Siempre fui contralto y ahora más. Es un registro muy usual en la colectividad negra. Se dice que tenemos las cuerdas vocales una pinta más gruesa que los blancos. Además tengo una conformación ósea especial, las costillas hacia fuera, entonces mi tórax es una caja de resonancia. Los tonos altos los alcanzo pero me cuesta. Por eso, cuando canto, trato de empezar en un tono que, cuando venga una parte donde tenga que levantar la voz, no me falle ni me salga tirante, como que estoy exigiéndole a mi garganta.
Lágrima canta como ahorrando la ventaja natural, sin explotar jamás el caudal, atenta, en cambio, a matices sutilísimos, aunque todavía se atreva a unos agudos medidos y puros como cuando la maestra de primaria le decía “Benavídez, a canto, a la voz más alta”.
Aunque tiene 81 años, no ha goyenechizado la voz sustituyéndola por esas coces de toro a punto de embestir ni esos manotazos de muñeco puesto a la entrada de un garaje con que El Polaco se escapaba de la merma vocal a la performance.
–Tampoco me gusta hacer gestos. Yo hago gestos con las manos porque me surgen. Por eso dice Santaolalla: “Usted canta y canta”. Y lo más lindo es que yo no sé nada de música. Lo único que hice una vez es aprender a respirar porque es horrible cuando uno está frente a un micrófono y el público siente muy nítido ¡snif!, ¡snif!, ¡hof!, ¡hof!
Y subraya sus palabras fingiendo asfixia, acariciándose con la mano el lengue blanco con borde celeste.
Ese resoplido...
–Con lo que uno arruina esa historia de tres minutos que es un tango.
Lágrima Ríos tiene la frente bombé, pestañas arqueadas y un cabello peinado para atrás que, en la tapa de su disco La perla negra del tango, la pone a la altura de un personaje de Erté. Desde chica fue objeto de la discriminación exotista que la empujaba a identificarse con Josephine Baker y no, por ejemplo, con Ginger Rogers, y la pensaba para el candombe o el bolero, pero jamás para el tango en nombre de Elvira Ríos y Fetiche, imponiéndole una mitología de noches lujuriosas de tambor y taparrabos, de alcohol y cocaína para una muerte de jazz.
–Bueno, nada de eso pasa ahora que soy Lágrima Ríos. Cuando era joven me daba cuenta de que, al llegar a un lugar, no era bien recibida. No hacían falta las palabras hirientes o el rechazo explícito. Era un clima que se creaba a mi alrededor. A veces hasta me trataban con una gentileza exagerada pero distante, me hacían el vacío. En un momento determinado de mi vida, directamente me prohibieron la entrada. Por ejemplo, en el año ‘56, cuando se organizó a nivel nacional un concurso de tangos en una radio muy importante de Montevideo, CX24, La Voz del Aire. Yo lo gané. Uno de los premios era la actuación por seis meses con el conjunto de Orosmán “Gato” Fernández, un músico español radicado en Montevideo con el que empezamos a recorrer la ciudad. Hasta que un día en Casa de Galicia, que está ubicada en la calle 18 de Julio, un señor se acercó al director y le dijo que si él seguía teniendo una cantante negra en el grupo, se iba a quedar sin trabajo. “La casa se reserva el derecho de admisión”, explicaron... Esa frase tan cruel. Yo dije: “¡Pero soy la cantante de la orquesta!”. Tuvo que intervenir el Gato. Entonces me permitieron cantar con la condición de que, más tarde, me fuera. “Lo lamento mucho, Lágrima, pero nosotros tenemos firmados aquí varios contratos y si yo sigo contigo me los borran”, dijo el Gato. Ellos eran cinco, yo una sola. Muchos años después, Casa de Galicia me hizo un desagravio. Pero una cosa así te marca para toda la vida.
¿Qué forma tiene la discriminación ahora?
–Ahora hay un caso inédito en el Uruguay, un diputado negro que se llama Edgardo Ortuño y que está haciendo cosas fantásticas. Pero yo tuve problemas –¡mira lo que es la vida!– con personajes que estaban representando a mi país fuera de él. Con un embajador de Uruguay en Alemania, Agustín Espinosa. Se festejaba el 25 de agosto, que es una de nuestras fiestas patrias. Fue en 1988. Me hicieron entrar a la embajada por la cocina mientras el embajador marchaba por la puerta. Yo iba con el pianista que me acompañaba y a él le dieron un dormitorio mientras que a mí me pusieron en un escritorio con un sillón. Me tiraron sábanas y algunas mantas. A la cama me la tuve que hacer yo. Recuerdo el gran jardín lleno de mesas con representantes de distintos países y el señor embajador, ausente. Cuando, en un momento determinado, estuve sola con el servicio, ellos me pidieron disculpas: “Nosotros estamos trabajando y tenemos que cumplir órdenes”.
Lágrima Ríos es figura honoraria en Mundo Afro, una organización contra la xenofobia y el racismo, y prefiere, para referirse a la comunidad afrodescendiente, no resignificar la palabra negro sino hablar de colectividad. El racismo y el sexismo suelen usar la coartada de la disidencia ideológica o de la ortodoxia estética: un militante de derecha puede argumentar un desplante a Lágrima por su pertenencia al Frente Amplio, un tanguero tradicional porque el tango es macho desde la época en que los ídem se abrazaban en el barro inventando pasos que favorecían el roce de sus braguetas. Pero Espinosa, al parecer, era todavía menos sutil.
–Dijo que mientras él estuviera en una embajada no iba a entrar un negro. Y esas actitudes no tienen que ver con el cometido mío. Si canto mal, bebo, no tengo conducta, entonces sí, tienen derecho a decir algo. Pero yo paso inadvertida. Voy, canto y ocupo mi lugar.
¿Y usted no reaccionó?
–Aunque pasen los años soy tremendamente tímida.
Pero el hecho habrá tenido alguna
repercusión en los medios.
–Claro. Ahora sé que este señor va a estar en un lugar muy importante del país. Entonces yo voy a apersonarme. Lo que no pude decir en esos momentos se lo voy a decir ahora.
¿Y por qué no pudo hacerlo entonces?
–Por mi tremenda timidez. Después de una cosa así lloro y lloro haciendo honor a mi nombre, pero no digo lo que tengo que decir. Es que en ningún momento de mi vida me supe defender. Por eso tengo este compañero, Paco, porque él me explica las cosas: “Lágrima, esto es así”, “Lágrima, tenés que decirle que...”, pero en el momento en que esas cosas ocurren me retraigo.
Lágrima Ríos no ha luchado con la estrategia de la provocación, acentuando hasta la parodia los rasgos atribuidos a los afrodescendientes –palabra que la computadora señala en rojo– como lo hiciera, por ejemplo, la vedette Martha Gularte, que se autoeditaba con un exceso de plumas, superficie desnuda y réplicas de teatro de revistas. Ha creído, en cambio, con humildad, que para defenderse de la discriminación, había que subrayar una decencia rayana en la sumisión y cuando canta el tema “Con permiso” parece que lanza una divisa. El mismo Paco Gude, quien a veces le sopla las palabras que ella no puede decir, ha sentido a veces, cuando la representaba, que tenía que avisar:
–Yo tenía un amigo dueño de una tanguería muy importante en Montevideo, la Tanguería del Cuarenta, al que le dije: “Mirá que tengo una cantante muy buena”. “Ta bien, si vos decís que es buena, traéla.” “Mirá que tiene 47 años y es negra.” Se me quedó mirando. “Bueno, no hay problema, la hacemos debutar la semana que viene y ese día todo el espectáculo va a ser negro.” Porque ese día actuaban Los Plateros, que incluso se la quisieron llevar.
Promocionada como la excepción y garante democrático, como si toda la sociedad dijera “¿Racistas nosotros? Miren lo lejos que llegó ella”, aun como gloria nacional, a Lágrima Ríos le ha quedado un ademán dolido, una amabilidad incondicional común a los oprimidos más allá de las barreras que hayan logrado atravesar. Lágrima conoce tanto la jerga política del Frente Amplio y de los derechos humanos como la de la lucha antidiscriminatoria. Su hijo Eduardo, militante de Tupamaros, estuvo exiliado en Suecia desde el ‘73 y no lo vio durante nueve años. Ahora es un uruguayo que está de vuelta y tiene seis hijos suecos, más la niña que había tenido en Uruguay.
–No te imaginás lo que fue para mí. El y su mujer tuvieron que irse a Buenos Aires a través de una gestión de Naciones Unidas. Los pusieron en un barrio, no recuerdo cuál. Los visité allí y él me dijo: “Al primer país que nos abra sus puertas nos vamos”. Porque, como tú seguramente recuerdas, iban del Uruguay a buscar allí, más que nada a los que tenían bebés. A ellos los desaparecían y a los bebés ya se sabe. Yo tuve suerte.
Y a los ojos le asoma una lágrima muy seria.
Esta es la mujer a la que Goyeneche, con quien compartió varios espectáculos, decidió cederle el cierre: “¿Qué tenés en esa garganta, mujer? Mejor canto yo primero y vos cerrás porque después, con la locura que dejas ahí adentro, incluidos los tambores, no hay nada que hacer”.
Vida mía
Su biografía es también una lágrima, pero una lágrima capciosa que no siempre es terrible por lo incontenible, sino una coquetería para mostrar feminidad, una treta del débil o una puesta en escena del nombre.
–Yo nací en Durazno, que es lo que ustedes llaman “provincia”, en una época en que tener un hijo siendo soltera era el mayor de los pecados y más todavía si, como mi madre, se tenían quince años. Su vida fue tremenda pero ella, siempre aferrada a su hija. Me dio a cuidar, me tuvo acá, me tuvo allá, hasta que formó su hogar con la persona que me dio su apellido aunque no era mi padre y con quien comencé a vivir una vida diferente. Benavídez era estibador. La vida te da cosas lindas y de las otras y todas te marcan para siempre: dolores tremendos internos que por distintas razones van cambiando tu modalidad. Por eso cuando canto “Madre hay una sola” le estoy cantando a aquella mujer que murió muy joven, sirvienta toda la vida, y que me dio tanta ternura.
Con Benavídez habrá empezado alguna entrada fija.
–No creas. Mi madre era la que más aportaba. Porque el hombre tiene algunos vicios que no son buenos. Y, en una época donde lo que se ganaba era medido pero se podía vivir bien, en la casa no se veía dinero. ¡Las carreras! ¡Las carreras!
Y habla como en una de las letras de tango de los años ‘40, muy sentimentales y nada lunfas.
–Siempre fui muy pobre. Me vestían con ropa que le regalaban a mi madre. Cuando yo tenía un par de zapatos que eran de mi número era un acontecimiento. Eso te ayuda a entender el mundo y hacerte diferente porque valorizás todo lo que la vida te va brindando según pasan los años. Desde muy chica trabajé en fábricas de tejidos. Hacía ojales... No era buena: hacía cada agujero que tenía que esconder la tela. Después aprendí a tejer con dos agujas y tejí mucho para afuera. Comencé a cantar en la escuela que queda acá al lado, en este edificio que ahora es nuevo, la Roger Vallet, pero cuando yo iba no tenía nombre, por eso todos me decían: “¡Vas a esa escuela que ni nombre tiene!”. A los tres años se despertó en mí el amor por el canto, al escuchar los discos en la vitrola que solía haber en las casas donde mi madre trabajaba. En esa época iba al Consejo del Niño de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. Era un lugar como el que ustedes llaman “guardería”. Allí me enseñaron a bailar y a cantar. Entonces estaba de moda una gran negra, Josephine Baker, que bailaba el charleston con un bastón que hacía girar. Me enseñaron a hacerlo igual que ella. Y me vistieron como ella se vestía.
¿Con dos tiritas de bananas?
–¡Por favor! Con pantalón corto. Un día, cuando ya había pasado a la escuela primaria, me acerqué al pupitre de la maestra y le dije: “¡Señorita, señorita, ¿quiere que le cante un tango?!”. Y canté “Ventanita Florida”, que había aprendido todo entero. ¡Cosas que a una le brotan! Tuve la suerte de entrar en el coro de la escuela. Y de ser solista en el himno nacional. Mi anhelo, después de sexto año, fue ir al liceo y aprender contaduría. Porque los números me encantaban, pero Benavídez no permitió. Entonces salí de la escuela con once años y me quedé en casa para hacer las tareas domésticas y cuidar a mis hermanas. Y mientras trabajaba, cantaba. En el verano estaban las ventanas abiertas. Y un día, mientras yo estaba con mi madre y Benavídez, llegaron dos señores que dijeron: “Nosotros sabemos que acá hay una muchacha que canta muy bien y la queremos invitar a un recreo que vamos a inaugurar”. Eran unos italianos. Los italianos solían tener terrenos porque siempre les gustó plantar. Los recreos eran lugares al aire libre con una pequeña plataforma para el escenario. Todo legal. El jornal que me proponían era de 2,50. Dije que sí pensando que podía irme bien y que podía aportar en casa. Me mandaron un guitarrista para ensayar al que le di partituras de galoperas y de zambas que era lo que cantaba en aquella época y el tango “Ventanita Florida”, que ya tenía gastado. Me acuerdo que yo decía: “¿Qué me pongo?”. Pero una tiene amigas, entonces una la falda, otra la blusa... Lo único que nunca pudieron prestarme fueron los zapatos porque calzo 35. Y no me sentí nerviosa. Fui a debutar acompañada por la mamá de una amiga porque mamá no quiso ir. Me fue muy bien y me acostumbré a andar por los locales con mi guitarrista. Hasta que un día, en el mes de diciembre, como siempre, empezaron a ensayar los conjuntos que salen en el Carnaval. A la vuelta de mi casa vivía el señor José Antonio Lungo que sacaba un conjunto precioso llamado Añoranzas Negras. El jugaba al truco en el bar con Benavídez que un día vino y dijo: “Dice El Macho –así le decían a este señor– si querés salir con el conjunto. Que él te lleva y después te trae”.
Era una chica de su casa.
–Y, mira tú, nunca había cantado candombe. Porque no se había dado la posibilidad y porque un cantante acompañado por guitarras difícilmente podía hacer candombe porque faltaba lo primordial, el chico, el repique y el piano, que son los tres tambores. Pero salí en ese Carnaval, pleno verano, y era una risa porque vino la modista, yo era muy delgadita –tenía buena figura, dicen– y me empezó a recoger la falda y a ponérmela por acá arriba. Y yo dije ¡¡¡yo no voy a bailar, voy a cantar!!! Me había cortado un escote hasta medio pecho y la falda tenía tal tajo al costado que yo, cuando me vestía, le ponía un alfiler de gancho por el lado de adentro. ¿Cómo iba a mostrar las piernas?
¿Por qué? ¿Era una chica católica?
–Muy. De ir todos los domingos a misa, incluso había una institución que se llamaba Hijas de María donde, para entrar, tenías que decir que tú eras virgen.
¿Las revisaban?
–No, les bastaba un juramento. ¡Qué de años perdidos! Ahora que tengo un montón digo: “¡Pero qué estúpida! ¿Por qué no mostré?”. Aunque más no fuera un pedacito para hacer ver que ahí abajo había algo que valía la pena. Salí a cantar por primera vez con el nombre de Lida del Río...
Salía como vedette.
–¡No! Yo desfilaba adelante del cuerpo de baile saludando y caminando con la ropa siempre hasta acá –y se señala el cuello–. Pero no me arrepiento de cómo fui, me dio posibilidad de valorar muchas cosas.
Hombres
Lágrima Ríos dice que cada pena de amor deja huella en la voz, que cuando se es joven, suena como una campanita igual a las del tango “Misa de once”, pero que después la voz es una especie de álbum sistemático de penas y alegrías que no se puede describir pero reconocible por el público, al que no le gustan las voces intactas ante la cara de la desgracia.
–Yo tenía 25, 26 años y nunca había tenido novio. Todos decían: “¿Y a vos qué te pasa?” Hasta que conocí al que creía que era el gran amor cuando todas mis amigas se casaban y yo pensaba que me iba a quedar para vestir santos. Fue el padre del único hijo que tuve, el italianazo Bernardini. Me casé en la Iglesia de San Pedro de mi barrio, sin traje largo porque no había con qué. Era el representante del trío de mi maestro, Alberto Mastra. Un día me dejó. Tuve un hijo a los 29 y a los 30 quedé sola. Mi hijo a los 17 años era como todos los estudiantes de esa época, estaba buscando su camino. En los ideales y con novia. Al poco tiempo la chica quedó embarazada.
Entonces lo casó.
–En la misma iglesia en que me casé yo. Y nació mi primera nieta. ¡Ah, sí! A mí no me gustaría ver a nadie que sufra todos los problemas que sufrió mi madre y sufrí yo. Pero, como la vida sigue, una noche fui a un baile donde me crucé con un pardo que bailaba precioso. Entonces seguí cantando y saliendo en el carnaval mientras vivía con este hombre que se llamaba Tejera. O sea que era yo la que trabajaba para mantener la casa. Porque él quería que cantara en cualquier lado, la cuestión era que trajera todos los días para lo que él necesitaba. El señor era un gigoló. No me quiero acordar. Fue una etapa tremendamente horrible de mi vida. Porque además recibía muchos golpes.
Pero se escapó.
–Yo tenía dos compañeros de tambores, los hermanos Buonasorte. Una noche antes de salir a trabajar, yo que no soy de maquillarme ni nada –apenas una rayita bajo los ojos y un poco de rouge– estaba toda embadurnada para tapar las marcas. Entonces ellos me dijeron: “¿Y a usted qué le pasa?”. Ahí me aconsejaron: “Tiene que agarrar lo principal suyo, sus papeles, alguna ropa y mañana a la mañana la sacamos de allá”. Mi esposo gigoló tenía por la mañana un trabajo en el Correo. Me agarré un bolsito chico, puse mi libreta de casamiento y un vestidito. Ni mi ropa de baile ni nada. Le avisaron a Paco, que ya entonces era mi representante, y entre todos alquilaron, en una pensión de la calle Guido y Canelones, la sala que da a la calle. Ahí estuve escondida y no podía salir a ningún lado porque no sé si Tejera siguió a Paco algún día, pero la cuestión es que se paraba en la esquina armado con una cuchilla. Un buen día sonó el teléfono; la dueña de la pensión me dijo: “Es para usted”. Sentí terror pero fui a atender y escuché que Tejera me decía: “Yo sé dónde estás y te digo que salgas tranquila porque no te voy a molestar nunca más: si vos me abandonaste el culpable fui yo”. De todos modos, decidí mudarme. Justo acá, en la otra cuadra, había unos departamentos chicos preciosos; Paco me salió de garantía. Dicen que Tejera quemó toda mi ropa, y lo debe haber hecho.
Como Lágrima se palpita que su relato ha generado alguna sospecha sobre la prolongación en el tiempo de su conducta de Hija de María, frunce la boca pintada y se barre las mejillas con las pestañas, o sea que baja los ojos como los personajes populares en las crónicas de Marta Dillon.
–Quiero aclarar que cuando lo conocí no teníamos nada que ver. Porque si no la gente podría decir: “Mirá lo que hacía estando casada”. Yo nunca imaginé que Paco iba a ocupar un lugar tan importante en mi vida.
Pero, ¿cuándo se engancharon?
–Un buen día, habían pasado meses ya, le exigí que quería estar con él. ¡Qué vergüenza! Estaba sola en mi departamento y se quedó. Un día me dijo: “Somos dos personas grandes, Lágrima, eso de estar esperando que estés sola para poder estar contigo no tiene nada que ver. Yo me vengo para acá”. Me acuerdo que tenía una camita chica, de una sola plaza. El se trajo la ropa interior y ahí yo pude empezar a salir a trabajar acompañada. Todavía Tejera estaba con vida. Después falleció. Pero jamás volvió a molestarme.
La versión de Paco es más profesional, escamotea la del amante en la del fan y crítico musical.
–Yo tenía una audición de tango adonde llevaba siempre valores nuestros. Un día traje a un gran cantor llamado Washington Rodríguez. Le dije: “Decime una cosa. Cuando vos ganaste por los hombres ese concurso famoso del ‘56, había una mujer que cantaba maravillosamente bien. Yo la escuchaba en la radio”. “¡Ah, sí! Lágrima Ríos.” “¿Y dónde vive?” “Cerca de acá.” Y me dio la dirección. Entonces la fui a ver a las ocho de la noche, después de la audición. La llevé a la radio y le hice una nota. Lágrima, entonces, no tenía grabado nada como solista. La llevé al estudio de grabación de un amigo donde grabó unos temas que yo empecé a difundir. Después la hice ir a un programa de televisión muy famoso que se llamaba “Sábados de tango”.
¿Y cuándo se enamoró de ella?
–En el concurso del ’56 yo la escuchaba y pensaba: “Si esto es legal, esta mujer gana. No hay con qué darle”. Y ganó. Entonces Lágrima Ríos adopta una voz pedagógica como la de una maestra de jardín de infantes ante un alumno difícil:
–Ella te pregunta otra cosa: ¿cuándo viste en mí una posible compañera?
Pero Paco Gude escurre el bulto.
–...Tanto andar juntos. La carne es débil.
Cuántas veces los dos habrán cruzado la ciudad para hacer el número en los cabarets de la Ciudad Vieja, en los coquetos de Pocitos. Qué cocó ni morfina: Lágrima se duerme tarde sin otro paraíso artificial que el café con leche.
–No fui nunca de aventuras. A lo mejor perdí parte de mi vida. Nunca fumé, nunca bebí. Una vez tenía frío y Paco me metió un poco de coñac en el café. Menos mal que cantaba al final porque lo hice con la lengua bola. Nunca más. Dicen que la noche... ¡No! La noche no obliga a nada. Ni tomé mate. Será porque Benavídez tomaba y Tejera, todos los días. M’hija. Mi vida fue terrible.
Para eso no importa el color de la piel. Cuando un hombre te quiere hacer daño, te lo hace seas del color que seas.
Tango
Lida Melba Benavídez Tabárez fue bautizada Lágrima Ríos por el guitarrista Alberto Mastra. Un poco más tarde de cuando El Macho la llevó al Carnaval, se dio el encuentro que en las biografías populares da vuelta la vida y exige un nuevo bautismo.
–Un día mi mamá me dijo: “Mira, allá afuera hay un señor que dice que es Alberto Mastra”. Ya teníamos una casita con ciertas condiciones, así que lo hicieron pasar. Yo cuando sentí aquel nombre fue como si me hubieran dicho que afuera estaba Dios. Entró y me miró: “Aquí dicen que hay una muchacha que canta. Debes ser tú”. Era zurdo pero tenía una guitarra con las cuerdas sin invertir, entonces tocaba de abajo hacia arriba, cosa que llamaba la atención. Me dijo: “¿Conoces el tema ‘No la quiero más’?”. Yo lo conocía. Entonces él buscó mi tono en su guitarra y puso su voz para hacer dúo conmigo. Tenía una voz chiquita, pero muy melodiosa. Con una modulación preciosa. Así armó el trío. El otro integrante era Alejandro De Luca. Empezamos a ensayar. Fue una belleza aquello.
Entonces Paco agrega la anécdota donde se revela la pequeñez de los grandes cuando se encuentran con talentos primerizos:
–Gardel estaba buscando un guitarrista y le llevaron a Mastra. El lo escuchó y después les dijo a los que lo habían llevado –era muy vivo en ese sentido–: “El pibe toca fenómeno, pero ¿saben lo que pasa? Si es un guitarrista que toca al revés van a mirarlo a él y no a mí”.
Lágrima acerca una foto y muestra a ese músico y compositor que tenía la altura de un chico de doce años.
–Mastra era diminuto, tal es así que se hacía su propio calzado, porque calzaba 33. Su padre era zapatero remendón, por eso él sabía el oficio. Era pelado y se ve que era un buen artesano en general porque también se hacía las parruquetas. Un día conoció a una amiga mía, una muchacha muy rica, muy bien. El le habló y ella le dijo que sí. Pero no era por él sino porque era Alberto Mastra. El la iba a visitar a la casa. Nunca supe por qué –las amigas le habrán dicho: “Pero es un viejo espantoso y encima chiquitito, flaquito, una nada”– pero ella, una muchacha esplendente, muy joven, lo abandonó. ¡Para qué! Disolvió el trío y se fue. Pero antes de que se pelearan con mi amiga, Mastra, cuando estaba de gira le escribía cartas. Un día ella me dijo: “¡Ay, Melba, yo no puedo contestar estas cartas! No sé. ¿Vos te animás?”. Yo leía las cartas y, como soy tan romántica, escribía unas cosas... Mastra me contaba: “Usted sabe, cuando Rosa me habla lo hace de una manera y cuando me contestaba las cartas, de otra”.
Usted también integró un conjunto vocal que cantaba a capella.
–Lo armé con los hermanos Ramos, Luis Alberto Gómez y Juan Sequeira, que era un conocidísimo en los conjuntos de Carnaval. Uno era chofer del ministro del Interior, el otro enfermero, el otro cuidaba la casa importadora donde vivía, y el otro era zapatero. Cómo peleaban, sobre todo los hermanos. Empezamos cantando negro spirituals. Pero no sabíamos qué nombre ponerle al grupo. Entonces consultamos al ministro de Cultura, el poeta Ovidio Fernández Ríos, que nos dijo: “Póngale Brindis de Sala”. “¿Brindis de Sala? Qué feo”. Nos parecía que aludía a un brindis en una sala. Pero él nos explicó: Claudio José Brindis de Sala fue un violinista cubano que tocó por toda Europa y al cual llamaban el Paganini negro. En 1910 apareció muerto en el Paseo de Julio de Buenos Aires adonde había tocado por primera vez en casa del general Bartolomé Mitre. Cubierto por un viejísimo gabán. Murió de frío. En un bolsillo le encontraron la boleta de empeño de su Stradivarius.
Y se compadece de ese destino mientras cree ir al suyo, sudamericano, que se lee igual a trágico. Lágrima Ríos no tiene casa propia. Su corazón anda con ayuda de un cardofibrilador, pagado en un 75 por ciento por el Fondo Nacional de Recursos y en un 25 por ciento por el importador. Cuando, hace unos años, hubo que operarla del ojo derecho, alguien organizó una colecta. Las lentes y lentillas le fueron donadas. Debe tomar once remedios que su asistente Susana le distribuye a lo largo del día, pronto tendrá que mudarse porque le aumentan el alquiler.
–Yo vivo muy mal, m’hija. Y toda mi vida ha sido de privaciones.
Pero a esa letanía de la edad y la zozobra la hace parar en seco cuando imagina, de esta orilla del Plata, el paladeo del recibo de sus discos editados por Acqua, su entrada en el Colón con el traje dorado que se está preparando, la silla y el vasito de agua con que atempera las diez canciones al hilo que planea hacer en su nuevo ciclo del Tasso, el público de pie, un poco para aplaudirla y un poco para hacerle el aguante en el candombe de cierre, y entonces se sonríe de oreja a oreja, pero después se tapa la boca con pudor: no vaya a ser que la rebauticen (¡qué mal chiste!) Risa Ríos.
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