PERSONAJES > JOSé MUñOZ, EL DIBUJANTE DE ALACK SINNER
Fue alumno de Alberto Breccia y a los 15 años fue asistente de Solano López para El Eternauta. Cuando se fue a vivir y trabajar a Europa, al principio de los años ’70, encontró a Hugo Pratt, que le devolvió la confianza perdida, y a Carlos Sampayo, que lo acompañó en la aventura del famoso detective privado rubio y grandote. De visita en Buenos Aires, José Muñoz repasa su vida coincidiendo con la reedición completa de Alack Sinner, que ya se consigue en la comiquerías porteñas.
› Por Martín Pérez
Un televisor, una cama y una mesa. Tal vez también una heladera por ahí. Pero son realmente muy pocas las cosas que hay en el espartano departamento que José Muñoz alquiló para su última estadía en Buenos Aires, que se extendió durante un mes. También hay papel, tinta, pluma y pincel, y entonces ese ambiente vacío se llena de dibujos, que se dejan a secar sobre la mesa, las sillas e incluso se extienden sobre la cama. Con la mesa ubicada junto a las ventanas que dan al tan recoleto nacimiento de la Avenida Pueyrredón, los dibujos de Muñoz parecen salidos de un viejo y fronterizo álbum de fotografías de principios de siglo, perfiles de mujeres, familias posando una y otra vez. Aunque no fueron pocas las veces que Muñoz se dibujó a sí mismo en sus historietas –de pelo largo y sandalias en los comienzos de Alack Sinner, ya más entrado en años en alguna de sus últimas historias–, rodeado de estos dibujos que llenan la habitación semi vacía se parece al protagonista de una de las breves historias de la saga El bar de Joe, un dibujante norteamericano gordito, petiso y entrado en años que, a punto de jubilarse y con la vida casi hecha, descubre que aún le queda por vivir. “¿Qué estás haciendo?”, le preguntan por teléfono, al final de la historia. “No sé, unos dibujitos raros que me salen”, responde él, con una sonrisa y ya sin sorpresa, dándose cuenta que en realidad su historia recién comienza.
A pesar de que ese momento bisagra en su vida lo vivió en Europa, a la edad de treinta años, cuando aún no había encontrado, junto a Carlos Sampayo, la idea y el atrevimiento que los llevó hacia Alack Sinner y a un lugar en la historia grande de la historieta mundial, esos dibujitos ya-no-tan-raros que le salen a José anuncian con cada trazo un nuevo comienzo. O, al menos, a él lo tranquilizan, y lo acompañan en su viaje.
Desde los once años José estudió dibujo, pintura y escultura con Humberto Cerantonio, un maestro que le daba clases en su taller de La Paternal. “Era un taller antiguo y artístico, donde dibujaba con témperas y óleo, y asistía en las esculturas. Pero Cerantonio nunca estuvo de acuerdo con que hiciese historietas, así que nunca le dije nada. Y me resigné a una vida clandestina.” Pero, al menos en su casa, esa pasión nunca estuvo oculta. Hijo de un comerciante de zapaterías, a los diez años se anotó en un curso de dibujos de historietas por correspondencia. “Cuando te inscribías te mandaban un tintero, la regla, la pluma y hasta un modelito de madera. Yo vivía en Pilar por entonces; mandaba mi lección y me la devolvían corregida. La academia tenía un nombre rimbombante, pero nunca me voy a olvidar cuando mi viejo me llevó un día al centro, a la dirección donde mandaba mis dibujos: me recibieron dos señores con bigotazos, peinados a la cachetada ¡en un departamentito más chico que donde estamos ahora!”.
El paso siguiente fue ir a la Escuela Panamericana de Arte donde, asegura, “estaban los mejores”. Entre ellos, Hugo Pratt y Alberto Breccia. A los 12 años, Muñoz se perdió los cursos de su admirado Pratt, pero pasó a ser alumno de Breccia. “Me acuerdo de la seriedad de Don Alberto, que nos hacía respetar el tiempo y el dinero que nuestros viejos gastaban mandándonos ahí. Era el prototipo del tanguero: bien peinadito, todo trajeado, bigote fino. ¡Parecía un dibujo de Divito!”. Aquel detalle del respeto hacia el tiempo y el dinero invertido por sus padres no es casual: poco después, la realidad económica de su familia lo obligó a dejar de ir a la Panamericana para pasar a ser aprendiz de metalúrgico primero y luego lustrador de muebles. Pero a los quince, sus viejos profesores –Breccia, Pereyra– le consiguieron un trabajo con Solano López. “Dejé mi vida de joven obrero y abandoné los ácidos que me carcomían las manos.” Arrancó haciendo los decorados de El Eternauta. “Trabajé en las últimas 50 páginas”, detalla. Y se ríe: “Solano me tenía que corregir todo. Porque yo hacía manchas a lo Pratt, y él después tenía que corregirlas encima con su pincel seco”. No sólo en eso lo corregía Solano: por entonces Muñoz ya militaba en el Sindicato de Prensa y escuchaba con atención las historias de su maestro sobre la historia latinoamericana.
Poco tiempo después, Oesterheld y los dibujantes con los que inició el proyecto de Hora Cero –donde se publicaron historietas memorables, como justamente El Eternauta– entraron en conflicto. “Así fue como, a los que veníamos de la Panamericana, nos cayó encima un vendaval de trabajo. No estábamos preparados para tanto. Al menos yo entonces hice cosas que me dan vergüenza.” Las cosas de las que se siente orgulloso Muñoz son las del principio, como las historias de Cuaderno Rojo de Ernie Pike. Lo que vino después para Muñoz, entonces, fue dejar de ser chico. Trabajar junto a Jozami y los hermanos Viñas en el Sindicato de Prensa, formando parte de la rama Dibujantes junto a Rubén Sosa. Por eso pasó a estar en la lista negra de Columba, aunque igual publicó allí, usando el nombre de otro dibujante: Porreca. “Ahí dibujaba cosas como la vida de Acavallo, para Fantasía e Intervalo, y lo ponía a Moshe Dayan en la tribuna.” También por entonces participó de la segunda etapa de Misterix, revista en la que Pratt fue director de arte. Allí apareció un primer esbozo de Alack Sinner, que era Precinto 56. “Mucho tiempo después Fernández lo dibujó morocho, pero en mis historias el protagonista era rubio y grandote, como después lo sería Alack.” Pero aún no era el tiempo de Sinner. Antes Muñoz tuvo que decidir que quería vivir y dibujar, cosas que terminarían siendo muy difíciles de hacer en Argentina cuando se abrió paso la década del ’70. Como, a través de Solano López, Muñoz ya había trabajado haciendo historietas para los ingleses, se fue a Europa en 1972. A vivir y dibujar. Dos cosas que encontró, pero no de la manera que imaginaba.
Una de las primeras cosas que hizo Muñoz cuando llegó a Europa fue encontrarse con Hugo Pratt. De una manera u otra, siempre lo estuvo buscando. Eran sus historietas en Misterix las que copiaba cuando dibujaba en la mesa familiar, fue a la Panamericana para tenerlo como maestro; pero cuando Muñoz llegaba, Pratt se iba. Y finalmente trabajó para él, pero muy poco, cuando hizo aquel Precinto 56, con guión de Eugenio Zappietro, un comisario que se hacía llamar Ray Collins. “Por entonces yo estaba casado y nacía mi hija, pero estaba triste con el dibujo. Después de tantos años trabajando para los ingleses, había perdido la línea. Así que, cuando me enteré de que Pratt estaba en París fui a visitarlo. Y él me recordó lo que hacía en esa época de Misterix y me devolvió la confianza en mi dibujo.” Muñoz decidió poner su trabajo más cerca y vivir sólo de lo que podía financiar moralmente. Por entonces su mujer se había vuelto a la Argentina con su hija y durante un tiempo dejó incluso de dibujar. Vivía con una comuna, y compartían entre varios un puesto de lavaplatos con el que financiaban sus gastos. Uno de sus pocos amigos argentinos y dibujantes en Londres era Oscar Zárate, y él le señaló que un amigo suyo estaba en una situación como la de Muñoz. El amigo de Zárate se llamaba Carlos Sampayo, y era el verano del ’74 cuando ambos se reunieron por primera vez en la costa catalana. “A los quince minutos ya había nacido Alack Sinner. Me acuerdo del día en que le pusimos el nombre: yo había propuesto Sinner como apellido, y hojeando un diccionario cockney londinense Carlos descubrió que Alack quería decir ‘ay de mí’. Y ahí quedó Alack Sinner. O sea: Ay de mí, pecador.”
Las aventuras de un detective privado neoyorquino no parecen ser algo que justifique toda la atención que recibieron Muñoz y Sampayo por su Alack Sinner, la historieta que desde entonces y hasta ahora sigue siendo su carta de presentación, y que –a pesar de varias pausas, algunas de ellas muy espaciadas– nunca han dejado de escribir y dibujar. Al releer aquellas primeras historias en la flamante completa reedición que acaba depublicar en España la editorial Planeta DeAgostini –y que se consigue en comiquerías porteñas– se notan los titubeos en las primeras historias, aquellas que dibujaron con estrecheces y privaciones en una casa prestada en Mallorca, y luego fueron a vender a Italia. Pero ya en el tercer capítulo de la serie, Viet Blues, queda claro que se trata de otra cosa. Nadie hasta entonces se había permitido ser tan personal al escribir –y dibujar– una historieta. Como Chandler y Hammett con la serie negra, Muñoz y Sampayo no hablaban de crímenes, sino de otra cosa. Hablaban de la sociedad que los rodeaba, y también de ellos, dos argentinos queriendo vivir y dibujar, descubriendo que podían hacerlo, y a su manera. “Empezamos a ser un polo de atracción”, cuenta José. “Al año de publicar en Italia ya estábamos saliendo en Francia y allá había dos familias diferentes. De un lado estaban la ciencia ficción de Metal Hurlant, y del otro nosotros, con nuestra obsesión por las ciudades y el presente. Para muchos eso es la escuela europea de historieta, pero a mí me parece que están hablando de la historieta argentina, la que empezó con Oesterheld y Pratt. Es más: para mí la primera Europa unida que conocí fue en Argentina. Sólo ahí se mezclaban los tanos con los españoles, había de todo. Porque en los años setenta, en Italia sólo había italianos, en Francia sólo franceses. Y ni hablar de España.”
Mientras sus dibujos se secan sobre la cama, los recuerdos de aquellos años europeos se amontonan en el relato de José Muñoz. Cuenta con orgullo que no sólo publicaban en las revistas más importantes de todos los mercados en los que habían hecho pie, sino que cuando abría otra revista más o menos alternativa, también estaban allí, con algo más jugado. “Alack salía en el mensuario Charlie, pero cuando apareció A Suivre, ahí fuimos nosotros con En el bar. Y Sudor Sudaca lo publicamos en El Vívora, por ejemplo.” Como Sinner se les había hecho más personal, mientras el dibujo de Muñoz se iba soltando y la pluma de Sampayo se liberaba de las ataduras del realismo, sucio o no, sus historias fueron buscando otros personajes. Primero fueron las historias del Bar de Joe, ese bar donde tomaba Alack sus tragos. Después fue el turno de seguir las desventuras mexicanas de la rebelde e incendiaria Sophie. Y más tarde, cuando apareció la oportunidad de volver a publicar en Argentina, llegarían las adaptaciones de La argentina en pedazos, y el mismo Sudor Sudaca. “Nos habíamos ido de la Argentina porque necesitábamos hacerlo, pero de pronto empezaron a caer los que habían sido echados. Y de ese reencuentro, nació mi necesidad de hacer cosas como Sudor Sudaca.” A partir del regreso de la democracia en Argentina, Muñoz asegura que hace viajes como éste, que hizo ahora, una o dos veces por año. Acaba de sacar un libro de dibujos de la pampa, y de nubes que se le aparecen, y cita frases de Carriego y de René Char, que le sirven de coartada. “Es un sueño argentino que aparece fragmentado, pero que me tiene muy excitado”, intenta explicar.
Alack volvió, más viejo. Y aunque desde que cerró la revista Fierro no publica en Argentina, sus historias siguieron, con o sin Sampayo, que en la primera mitad de los noventa estuvo muy enfermo. Pero ahora Sampayo volvió. Algunas de esas historias, que estaban inéditas en castellano, son parte de la reedición de Planeta DeAgostini. Ya hay otra historia nueva publicada en Francia, titulada El caso Estados Unidos, y ambientada en agosto del 2001, antes de la caída de las Torres Gemelas. “Y, cuando vuelva a casa, tengo que ponerme a dibujar una nueva que hicimos con Sampayo, que se titula La leyenda del cantor.” Sí, es sobre Gardel. Tal vez por eso tantos sueños de pampa y nubes. Tal vez por eso tantos dibujos que son como retratos viejos, secándose sobre la cama. Porque Muñoz, desde el día que empezó a disfrutar de esos dibujitos raros y a darse cuenta que había otra vida, puso el trabajo bien cerca y contó esas historias quepodía financiar moralmente. Y así es como sabe, en las palabras de René Char, que “si el infinito ataca, la nube salva”. Salva la tinta. Y salva la pluma también.
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