CINE > SAMOA
Sin diálogos, sin argumento, con un poema como guión y lejos de toda forma de cine convencional, Ernesto Baca ha revalidado sus pergaminos como abanderado del cine experimental vernáculo con una película que aspira a retratar ese lugar que es, para cada uno, el paraíso.
› Por Mariano Kairuz
Como las películas de los surrealistas de los años ’20, con esa secuenciación de imágenes y sonidos que recuerda a la del sueño, Samoa es un film que hurga en la cotidianidad para traer a la luz algunos de esos otros mundos que están en –adentro, debajo o incluso inadvertidamente delante de– éste. Realizado en Súper 8, casi enteramente en blanco y negro y con la intervención de procesos diversos tales como la animación o el rayado sobre la película, el segundo largometraje de Ernesto Baca (el primero fue Cabeza de palo, 2002) es de esos que sólo parecen poder definirse por lo que no son. Como si sólo se los pudiera explicar como una reacción, un rechazo del cine más convencional, narrativo, argumental y dialogado. En cualquier caso, dice Baca, lo que es seguro es que cuando empezó a hacerla no esperaba poder estrenarla comercialmente algún día. “La pensé para mis amigos, y nunca me imaginé que podía llegar a proyectarse en 35 mm. en una sala comercial. Era más probable que la estrenara en el living de la casa de Lorena Baibiene, mi productora”, dice y se ríe. Y agrega, en busca de una definición: “Tal vez es una película de contracultura. Y aunque la hice para mis amigos, a través de la exhibición de la película en el Bafici (2005, donde integró la competencia internacional) vi que había muchos amigos más”.
Samoa empieza y termina con una mujer que parece estar durmiendo y un proyector. “Mi idea era hacer una película sobre una mujer que sueña algo y cuando se despierta ya no es la misma mujer. Pero nadie ve esa película: incluso he oído otras interpretaciones más locas, que ahondan aún más en la subjetividad”, dice Baca. Su intención nunca fue generar un argumento tradicional: “Me até a una regla: me propuse hacer una película reversible, que se pudiera ver de adelante para atrás o de atrás para adelante y que fuera la misma película. A medida que la filmaba fui armándola en una moviola de Súper 8, y a través de lo que me iba devolviendo yo iba generando nuevas imágenes para completarla. Escribía lo que me iba sugiriendo, y lo que me sugería era un poema. De hecho, cuando lo presenté a concurso ante el Fondo de Cultura y me pidieron un guión, yo les mandé el poema, que era el único guión que tenía”.
En la pantalla de Samoa se despliega una sucesión de imágenes repletas de texturas y relieves en permanente transformación, a la vez que entra en juego una suerte de fantasmagórico fuera de campo: “Está lo que se ve, pero también lo que no se ve”, dice el director. “Trato de captar las cosas, pero al mismo tiempo trato de escapar de la realidad que se nos impone. La imagen está diferida del sonido, para tratar de romper el espacio y tiempo en los que nosotros percibimos el mundo. Samoa está para eso: para observar el mundo de otra forma.”
El encuentro de Ernesto Baca con el cine experimental se produjo hace algo más de diez años, cuando era estudiante del Cievyc (Centro de Investigación y Experimentación en Video y Cine), en una época en que “los cines se estaban cerrando y el país se estaba poblando de iglesias evangélicas”. Fue ahí que conoció a Claudio Caldini (junto con Jorge La Ferla, uno de los escasos referentes del cine experimental argentino), quien se convertiría en su mentor, y que empezó “a investigar los recursos estéticos que podía brindar el cine para expresar ideas; a romper el paradigma del uso de la cámara y pensar la puesta de otra manera. Los recursos expresivos son ilimitados, pero el cine fue acotándose cada vez más a un tipo de percepción sobre los objetos que limita nuestra capacidad de entendimiento de las cosas”.
Hubo otra fuente de inspiración en la vida de Baca que resultó vital para su cine. “Cuando hice Cabeza de palo, teníamos un grupo de cineastas que estábamos muy preocupados por la ausencia de una visión espiritual sobre las cosas. Mi asistente de dirección después se convirtió al Islam y se fue a vivir a las montañas y yo me convertí al hinduismo. Para cuando la película se estrenó en el Rojas, yo ya vivía en un templo. Estuve un año practicando vida monástica: había una intención fuerte sobre la búsqueda de estas cosas, no era algo que me pasara superficialmente.” Fue con esa disposición espiritual –dice Baca– que cuando conoció a dos actrices españolas “que también andaban en una búsqueda similar”, emprendió el proyecto de su segundo film. “Samoa es como un lugar remoto, una isla, y una especie de metáfora: un lugar que puede ser una especie de paraíso que estamos tratando de encontrar, donde los ideales de cada uno pueden fluir sin ningún enjuiciamiento ni premisa ni nada por el estilo. Ese lugar puede ser una pesadilla o puede ser algo mucho mejor. Y Samoa puede ser una proyección de ese ideal que uno tiene adentro, con el que uno se levanta todos los días.” En Samoa –tanto en esta idea de paraíso perdido como en la película– “no hay una meta fija sino un fluir constante, un movimiento perpetuo”.
Samoa se podrá ver durante todo agosto en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415. Los viernes a la 0.30 y los domingos a las 20 (los domingos a las 21.20 también se proyectará Cabeza de palo).
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