PLáSTICA > LAS BESTIAS AMENAZADAS DE PATRICIO GIL FLOOD
Probablemente una de las sensaciones más difíciles de despertar en otro es la paranoia. ¿Cómo hacerlo sin –precisamente– perseguirlo? Entrando a la primera muestra de Patricio Gil Flood podría ser una respuesta.
› Por María Gainza
Cosas que nos ponen paranoicos: las vetas de la madera que se convierten en rostros si se miran durante un buen tiempo, el crujido repentino de las hojas del otoño al ser arrastradas por el viento, el sonido del motor de un auto rompiéndose en una ruta oscura, el persistente repiqueteo de una canilla que gotea durante la noche, un gato negro cruzando por el callejón de un pueblo español, una sonrisa de dientes demasiado blancos, el vecino que desayuna con champagne, una mujer demasiado bonita con un hombre demasiado rico. Ocurre que la paranoia es altamente contagiosa. Y puede llegar a diseminarse con la facilidad del polvo radiactivo que viaja con el viento.
Así, no importa por qué habitación se empiece, Esto es una trampa, la primera muestra individual de Patricio Gil Flood, termina generando eso mismo. Paranoia. Por supuesto, dirán ustedes, alguien que desde el título nos advierte que eso que uno va a ver es precisamente una trampa, no puede provocar más que desconfianza. Hay tres habitaciones. Y el recorrido es indistinto. En una de ellas, sólo por mencionar alguna que otra rareza, yace una escultura de un perro negro, gigantesco, rollizo y de dos cabezas, y sobre la pared varios dibujos de animales disfrazados de otros animales; en la habitación siguiente, una rama de árbol de la que sobresale una osamenta, y dos cabras blancas unidas por un mismo tronco como un trofeo de caza sobre un estante; en la otra, hacia el fondo, quien quizá sea la mayor culpable de todo este malestar: la fotografía de unos hombres encapuchados, todos de negro, armados con rifles, aparentemente buscando algo en la oscuridad de un monte.
Y el clima puede enrarecerse aún más. Porque, justamente, lo que prevalece en Esto es una trampa es la incertidumbre y la sospecha. No se sabe quién busca a quién. Qué camuflaje es más efectivo: si el comprado en el Ejército de Salvación o el de los animales –un conejo se esconde bajo una piel de liebre, un tiburón dentro de otro–. O quién va a caer primero. Y no son los eventos en sí, sino nuestra representación mental, y los inevitables lazos entre imágenes que genera la muestra, lo que provoca tamaña desconfianza. Lo que Eva Grinstein, en el texto de la muestra, define como: “sutiles elementos que se repiten, sujetos a variaciones, con la misma insistencia del motivo en la música. Cadenas de sentido se forman para hacer crecer los temas, emplazándolos: cuerno, ciervo, oso, animal, escopeta, munición, cazador, trofeo”. La sensación de que en cualquier momento alguien o algo nos va a lastimar. La paranoia necesita desesperadamente de un enemigo pero no lo puede encontrar. En la muestra, queda claro que las fuerzas que determinan los destinos de las especies se han vuelto anónimas. Exactamente cuál es la amenaza no se sabe, pero quizá ya sea hora de comenzar a construir nuestra propia arca de Noé.
¿De quién es hijo Gil Flood? Claramente sus criaturas no han sufrido una metamorfosis repentina como las de Ovidio. Son animales que el artista parece haber visto con sus propios ojos, racionalmente capaces de entender el peligro que los acecha y camuflarse como mejor se les ocurre, pero también son animales fantásticos.
En 1551 un naturalista suizo llamado Conrad Gessner publicó su Historiae Animalium. Cuatro tomos que recopilaban todos los animales que poblaban la Tierra en descripciones detalladas y minuciosamente ilustradas con grabados. Por ese entonces, quien lo hojeara podía pasar de un gato o un puercoespín a una sirena o a un unicornio sin alzar una ceja. En su concepción zoológica el tratado no se alejaba demasiado del despilfarro visual de La dama y el unicornio, la serie de tapices medievales que mezclaba una observación deleitosa de la naturaleza con una imaginación caprichosa. Eran mundos repletos de lo que los filósofos medievales solían llamar natura naturans –naturaleza naturante–: árboles, flores, unicornios, aves, monos, águilas bicéfalas y leones conviviendo dentro de una naturaleza misteriosa, y sobre todo, incuantificable.
Siglos más tarde, los animales de Gil Flood viven de la nostalgia de esa época donde realidad y ficción se paseaban con toda naturalidad bajo el mismo techo. Pero entre la imitación y el disfraz recuerdan un poco también la extravagancia victoriana que a mediados de siglo XIX inundó Europa. Una fiebre por la caza y venta de animales que llevó a los comerciantes del Palacio de Cristal a ofertar el extinto pájaro dodo, y a los anticuarios a ofrecer, al por mayor, patas de elefante como plataformas para la botella de licor, sillas sostenidas sobre piernas de rinoceronte, sombrereros hechos de excéntricos cuernos de búfalo, mandíbulas de tigre que albergaban relojes en su interior y pájaros enteros, ya no sólo plumas, para decorar los sombreros de las mujeres. No buscaban una utopía natural pero materializaban el miedo a perderla. El endiosamiento de la naturaleza durante el siglo XIX era el canto del cisne de un proceso cultural que había comenzado mucho tiempo antes y que Patricio Gil Flood con sus extraños animales congelados para siempre dentro de vitrinas parece decidido a homenajear.
Para un científico como Carlos Linneo, enamorado de un ideal taxonómico de formas puras dentro del cual, según se jactaba él, se podía incluir a todas las especies habidas y por haber, las criaturas de Gil Flood serían entendidas como meros freaks. Formas fuera de la forma. En teoría, eso podrían ser el tiburón de dos colas o el ciervo de dos cabezas, freaks dignos como mucho de un circo. Pero en la práctica, cada uno de ellos está representado con una dignidad y una antropomorfización que escapa a lo monstruoso. En Patricio Gil Flood, realidad y ficción se entremezclan produciendo criaturas que subrayan lo raro, lo extraño, justamente como la cosa más normal del mundo.
Probablemente sea eso, la capacidad de sus imágenes de caminar por una cornisa tan delgada, produciendo lo que Inés Katzenstein describe como “una felicidad semántica”, lo primero que llama la atención. El oso de peluche de Gil Flood se abre paso –agobiado cual saco de batatas y bonachón como el de Moris– por un bosque frondoso. Claro que, como todo en la muestra, parece una cosa y no termina de serlo. El oso es un oso de juguete pero también una persona disfrazada y enseguida esta imagen –por ser una fotografía, por ocurrir en un bosque– se lee en tándem con esa otra, que está a dos salas de distancia (situación que aumenta la tensión): la del comando armado. Pero la asociación nunca llega a tomar forma. Alguien los mira. Alguien es mirado. Y es ese tipo de narración que no parece ir hacia adelante, sino que avanza yendo hacia los costados, lo que genera una telaraña de asociaciones asfixiantes.
Dentro de esa atmósfera respira el bestiario de Patricio Gil Flood. El artista, como un botánico tras los rastros de especies en extinción, con la misma dosis de excentricidad que sus antecesores, exhibe sus hallazgos. Ahora, a decir verdad, parecen los restos de un gabinete de curiosidades. Quizás ésta, su colección privada, sea algún día la precursora de un museo de ciencias naturales. Los animales desaparecen de todas partes y los museos y los zoológicos son el último monumento a su extinción. Algo por estas líneas se puede leer en la muestra de Patricio Gil Flood. Algo por ahí y también varias otras cosas, porque entre el placer de mirar y la anécdota, la narrativa fragmentada de Esto es una trampa, como un hilo de Scheherazade, conduce interminablemente a las visiones más fantásticas.
Patricio Gil Flood
Esto es una trampa
713 . Arte Contemporáneo
Defensa 713 (San Telmo)
De martes a domingo, de 14 a 19,
hasta el 6 de agosto.
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