NOTA DE TAPA
En los años anteriores a la grabación de su primer disco, el hoy mítico Días y flores, Silvio Rodríguez atravesó un fecundo período artístico: en ese entonces compuso buena parte de las canciones que lo harían justamente célebre, pero también otras tantas igual de buenas, aunque relegadas por simple cuestión de espacio. Ahora, treinta años después, finalmente se decidió a grabarlas y darlas a conocer. Acá, él mismo las presenta y explica cómo, cuándo y por qué compuso cada una de esas 25 canciones que hacen de Erase que se era una privilegiada oportunidad de escuchar al mismo tiempo al Silvio Rodríguez de antes y al de ahora juntos por primera vez.
› Por Martín Pérez
Apenas empieza a sonar el primer disco de los dos que forman parte de Erase que se era, la voz, las palabras y el sonido provocan el milagro. Alguien dijo alguna vez que los olores y las canciones son las únicas dos máquinas del tiempo que por ahora funcionan, pero escuchar a Silvio Rodríguez cantar eso de que “A los 27 días de mayo del año ’70, un hombre se sube a sus derrotas, pide la palabra momentos antes de volverse loco”, provoca un espejismo fantástico. Porque traslada de inmediato a cualquier oyente desprevenido al momento en que por primera vez y sin prejuicios escuchó una canción del cantautor cubano, pero de estrofa en estrofa va quedando claro que el viaje no es en el tiempo sino hacia un mundo paralelo, en el que el mejor de los pasados puede convivir con el presente. Un lugar nuevo que pasa a existir al apretar play, y en el que las palabras más juveniles de uno de los grandes cantautores de la lengua castellana suenan en su voz madura, recuerdan algo que nunca estuvo ahí y se convierten en algo nuevo. En los temas de Erase que se era, el nuevo-viejo disco de Silvio Rodríguez, en el que el cantautor por fin honra un puñado de aquellas canciones que compuso junto a las que integraron su primer disco, el mítico Días y flores. Pero que quedaron en el camino, no por peores sino porque no entraban todas. “La mayoría de las que grabé en toda mi carrera las compuse en aquellos años”, ha confesado Silvio, un cantante que con el correr del tiempo devino a su pesar en mito de algo más grande que su oficio de hacedor de canciones, un talento artesanal que sólo un acontecimiento artístico como este flamante disco puede poner en su justo lugar y en perspectiva.
En su libro Canciones del mar, Rodríguez cuenta que descubrió su “manía” (sic) por inventar canciones durante su paso por el servicio militar. “Aquellas criaturas se me habían aparecido para entretenerme en las interminables noches de campamento”, escribe. Por entonces, el joven Silvio tenía cierta experiencia como dibujante y diseñador de publicaciones de prensa, y había enviado sus poesías a un certamen literario convocado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Pero –de alguna manera que, confiesa, no alcanzar a explicar– tenía una especie de premonición con respecto a las canciones. “Mis familiares y amigos estaban acostumbrados a que les guitarreara lo último que se me había ocurrido, aunque en la escena local acumulaba sólo un modesto quehacer trovador: el de mis opacas incursiones en los festivales de aficionados al ejército. Por eso me fue pavoroso verme cantando en un programa estelar de televisión, justo al día siguiente de haber firmado el documento que me liberaba del uniforme.” Aquel debut televisivo sucedió el martes 13 de junio de 1967, y desde entonces hasta su debut discográfico Silvio Rodríguez no paró de escribir canciones.
Como recordó en las escasas entrevistas que dio para promocionar la salida de Erase que se era, luego del servicio militar intentó trabajar en televisión, pero ciertas desavenencias lo lanzaron a una bohemia que calificó como cuasi fundamentalista. “Algunos no querían que cantara y yo cantaba noche y día en todos lados.” Aquella vida se quebró –o tal vez llegó a su extremo– a fines de 1969, cuando decidió enrolarse en el motopesquero Playa Girón en un viaje que duró cuatro meses y dos días, luego del cual ingresó en la escuela del Grupo de Experimentación Sonora. “Echábamos redes en un pesquero internacional que estaba entre Dakar y Cabo Verde. Bajábamos hasta Namibia en busca de unas merluzas enormes que se dan por allá.” En ese viaje compuso algunas de sus canciones más conocidas y representativas, como “Debo partirme en dos” y “Playa Girón”. Pero también muchas de las que recupera en este álbum doble, con el que Rodríguez asegura pagar una deuda que mantiene con “aquel Silvio, remoto en edad, y con sus canciones”.
A pesar de ser doble, Rodríguez asegura haberlo pensado como un único disco, y trabajar con esa idea los arreglos y las orquestaciones, otro de los grandes logros de la grabación de estas 25 canciones. Porque el Silvio adulto, a la hora de repasar sus temas jóvenes, no cae en el vicio de demostrar todo lo que lo distancia de aquella temprana encarnación de sí mismo sino que se pone al servicio de aquellos temas. “Sólo en dos oportunidades hice una recreación musical. En ‘Fusil contra fusil’ porque había una versión muy conocida del GES y quise plantearme otra forma de acercamiento, aunque sin traicionar el original. Y en el caso de ‘Cuántas veces al día’ es porque en aquellos años usaba afinaciones inventadas y me sonaban poliacordes ahora irrepetibles. Las otras 23 canciones están tal cual.”
Erase que se era no es el primer disco en rescatar aquellas canciones olvidadas. El tercer álbum de su carrera, Al final de este viaje, ya estaba dedicado a temas de aquellos prolíficos años. Y recientemente Rodríguez ha dicho que aquellos temas merecerían algún otro disco. “Aquella deuda con el que fui entonces es casi impagable, porque siempre salen y salen canciones nuevas”, explica Silvio, y es imposible no seguir deseando que así sea.
“Aquellas canciones eran criaturas que se me habían aparecido para entretenerme en las interminables noches de campamento durante el servicio militar. En la escena local acumulaba sólo un modesto quehacer trovador: el de mis opacas incursiones en los festivales de aficionados al ejército. Por eso me fue pavoroso verme cantando en un programa estelar de televisión, justo al día siguiente de haber firmado el documento que me liberaba del uniforme.” Silvio Rodríguez
“Esta foto es de Mario García Joya (Mayito), un gran fotógrafo cubano del que fui vecino durante 18 años, cuando vivíamos en El Vedado. Casi siempre que pasaba por su puerta, entraba. Es un tipo muy afable, amigo de la música, que tocó la trompeta. Una mañana de 1969, cuando estaba próximo a subirme a mi barco de pesca, entré y le conté lo que iba a hacer. Entonces extrajo la cámara y me dijo que iba a hacer unas fotos, por si me pasaba algo, y ahí empezamos a jugar con eso. ‘Imagínate –le dije yo–, vas a tener las últimas fotos mías, todo el mundo te las va a pedir’, etcétera. Hablando esas boberías me hizo esa foto, con 22 años. La escogimos para la portada porque ése es el autor de las canciones del disco.”
No te muevas.
Quiero conservar este instante así,
tú junto a la ventana como a contraluz,
yo echado en el lecho, queriendo mirar
los ojos profundos del sol
detrás de tu cuerpo feliz
desnudo, desnudo, ya es
el día en que voy a partir.
“Judith” era una joven norteamericana con un talento especial para la pintura. Ella vivió en 1969 en Cuba, donde su padre trabajó durante un tiempo. Yo, recién egresado de la adolescencia, le pedía insistentemente que cuidara sus estrellas. La segunda canción que le hice fue “Una mujer”. Recuerdo que una noche, pegados a la radio, compartimos el asombro de los primeros pasos de un hombre sobre la luna. Después ella debía regresar a su país y yo estaba a punto de lanzarme al mar, en un barco de pesca. Ante la inminente despedida llegó “El día en que voy a partir”.
Ha pasado que el llanto
se convierte en palabras,
ha pasado que un hombre
se convierte en palabras,
palabras, palabras, palabras a granel.
El 15 de enero de 1970, todavía cerca de Lanzarote, a bordo del buque Océano Pacífico compuse primero “Palabras” y algo más tarde un exorcismo de la violencia llamado “El matador”. Sólo nos faltaba recoger pescado del atunero Alecrín antes de poner proa a Cuba. Mi mejor amigo en el “Océano” era su contramaestre, Gregorio Ortega, alias “El Goyo”, un hombre de muy buen corazón. El fue el primero que escuchó “Palabras”, tributo a la sangre derramada y a los sueños postergados, nutrientes del hipotético día en que las guerras parecerán extrañas, a pesar de los fabricantes de promesas.
Sé que el pasado me odia
y que no va a perdonarme
mi amor con el porvenir.
Me la provocó una persona que, cenando frente a mí, me confesó que cierta vez me había esperado a la salida de un concierto para matarme. No se trataba de un oído exquisito, ofendido por alguna desafinación, como podría haber ocurrido a la salida del teatro Scala, en Milán. Era un militante enardecido por el mal efecto que le había causado una canción. Cavilando después sobre aquello, comprendí que mis composiciones habían logrado trascenderme, capaces de provocar lo que ni en mi mayor delirio imaginara. Entonces recordé que Fidel había dicho: “Hemos hecho una Revolución más grande que nosotros mismos”, lo que era como confesar que la Revolución había generado una realidad más compleja que la soñada. Terminé la canción repitiendo lo que se nos decía: que las durezas del presente eran el bálsamo del mañana. Pero todavía me pregunto si alguna vez será posible una sociedad sinceramente autocrítica y por lo tanto armónica, donde lo diverso sea nuestra identidad reconocible y no la ira.
Eramos una vez un grupo
de nueve o diez
que coincidía cada noche:
una suerte de sueños
que hacían cuadrilla,
unos buenos muchachos riendo juntos.
Erase que se era una vez...
Fue compuesta el 24 de noviembre de 1969 y fue la número 29 en el Playa Girón. Habíamos pasado dos meses en alta mar y por primera vez divisábamos no tierra pero sí las arenas del entonces Sahara Español, hoy República Saharaui. Las bodegas del barco rebosaban, llevábamos días esperando por el buque madre Océano Indico, para descargarle el resultado de nuestra primera campaña y después continuar. El tiempo y la distancia empezaban a cocinar un caldo de tensiones. Un marinero había tenido que ser reducido por sus compañeros, que se defendían de sus amagos con un enorme cuchillo de cocina. No era el único loco a bordo, entre los reales y los ficticios. Por mi parte llevaba algunos días sin poder conciliar el sueño y el sanitario me dio fenobarbital con belladona. Así que ese día lo pasé soñando y no me acerqué al diario. Al día siguiente no recordaba nada, pero “Erase que se era” ya estaba escrita y registrada en cinta.
Menos mal que existen
los que no tienen nada que perder,
ni siquiera la historia.
A principios de 1968, Haydeé Santamaría nos reunió a Noel Nicola, a Pablo Milanés y a mí para decirnos que Casa de las Américas quería hacer un disco de homenaje al asalto al cuartel Moncada, hecho inaugural de la Revolución. Pero no es fácil cantar a un suceso del que sólo se sabe por la prensa. Este ha sido el punto que toco cada vez que me han pedido que haga una canción sobre lo que he escuchado contar a otros (años más tarde, este argumento fue mi pasaporte a la guerra de Angola). Dándose cuenta de que llevábamos razón, Haydeé nos invitó a su hogar y durante varios días nos habló de aquellos hechos históricos de los que había sido protagonista. Lo esencial de su plática fue que ella no nos habló como el icono revolucionario que era sino con la confianza de una amiga. Su sencillez y su franqueza nos enseñó que las epopeyas las escriben hombres y mujeres de carne y hueso. Comprender que la historia podía ser protagonizada por personas de aspecto común fue lo que me hizo ver que “todo el mundo tiene –o podría tener– su Moncada”.
A los 27 días de mayo del año ’70
un hombre se sube sobre sus derrotas,
pide la palabra
momentos antes de volverse loco.
No es un hombre,
es un malabarista de una generación.
No es un hombre,
es quizás un objeto de la diversión,
un juguete común de la historia
con un monograma que dice bufón.
Ese hombre soy yo.
En 1970, cuatro meses después de volver del periplo pesquero por la costa occidental de Africa, empecé una canción que decía: “A los 27 días de mayo del año ’70...”. Era una más de las crónicas cantadas que solía hacer, en la línea de “Playa Girón” y “Resumen de noticias”, canciones que narraban los tiempos exigentes que asumíamos. Acaso fuera un retrato, entre muchos posibles, de la compulsión moral que significaron aquellos años de Revolución para los jóvenes de entonces. También fue el primer tema mío que le escuché cantar a un latinoamericano. La insólita impresión, con su correspondiente gratitud, se la debo a mi amigo boricua Roy Brown.
La gente te chiflaba
cuando en la tarde subías borracho;
tú contestabas con piedras
y maldiciones a tus muchachos.
Esta es la historia de un personaje verdadero, que jugó un papel especial entre mis 10 y 11 años, cuando mis padres se separaron y mi madre, mi hermana María y yo regresamos al pueblo. Como no teníamos casa ni dinero, fuimos acogidos durante varios meses por mi tía Lidia, su esposo Roberto y mis primos Héctor, Cenia y Adita. Justo enfrente, cruzando La Calle Ancha, en un destartalado bajareque de latones, vivía Narciso “el Mocho”, objeto y sujeto de este cuento. El primer papalote que volé fue creación de las expertas manos de aquel escuálido veterano, de ojos opacos y andar fatigoso. Tiempo después, Narciso fue la primera persona que vi convertida en cadáver.
Todo esto sucedió en el barrio de La Loma de San Antonio de los Baños, a una cuadra de “El Sol de Cuba”, bodegón donde lo mismo se adquirían víveres que arados, sogas, cinchas, curricanes, monturas, caramelos o alcohol.
No tengo que cerrar los ojos para ver,
para ver aquella tarde en que Noel y yo cantábamos
y nos interrumpían pidiéndonos
canciones de Manzanero.
1968-1969. Aún se hablaba del Salón de Mayo para el que Picasso enviara dos cuadros y que reuniera en La Habana a personalidades como Julio Cortázar, Roberto Matta y Giangiacomo Feltrinelli. Por aquellos mismos días se había celebrado un Congreso de Educación y Cultura, donde afloraron temas como la penetración ideológica. También había exhibido una película francófona, experimento pop con el color, llamada Juego de masacre.
Por aquellos años, un viaje fuera de Cuba era tan inimaginable como remontarse al cosmos. A través del cine, la juventud veía el mítico mundo exterior y sus modas, y algunos trataban de imitarlo desde sus escasos recursos. Esta canción habla de jóvenes que no suelen ser vistos como vanguardias de la sociedad; de muchachos para quienes el bienestar no parece proceder de vivir a la altura de su tiempo sino del hedonismo. “Epistolario del subdesarrollo”, entre otras cosas, pretende darles voz a seres humanos quizá no tan ejemplares, pero ante quienes toda sociedad deberá rendir cuentas.
Algunos tildaron a esta canción de contrarrevolucionaria y otros de intrascendente. Quizás obviaron que mi reiterada negativa a “cerrar los ojos para ver” no sólo implicaba una autocrítica sino también un desafío manifiesto al llamado Primer Mundo, aquí representado por Europa.
Se perdió el hombre de este siglo allí,
su nombre y su apellido son: fusil contra fusil.
La compuse en 1968, en Varadero, después de terminar “La era está pariendo un corazón”. Tras la muerte del Che, en Cuba hubo una comisión encargada de revisar y autorizar las obras que lo mencionaran. Un programa de televisión de aquel año no salió al aire porque no quise renunciar a esta canción, que no tenía el permiso correspondiente. Después, a fines de la década del ‘70, en el Auditorio Nacional de México, entreabrí los ojos mientras cantaba “Fusil contra fusil” y atisbé que una persona de la primera fila me apuntaba con un revólver y sonreía. Yo apreté los ojos y conseguí terminar. Quince años más tarde, a más de 4 mil metros de altura, en las legendarias minas de Siglo XX, al final de un acto en el local de su sindicato, los mineros bolivianos me pedían a gritos: “¡Fusil contra fusil!”
Ayer mataron a un lobo
en la puerta de mi casa con la cabeza
vencida sobre la acera soñada.
Lo recuerdo con total nitidez: Lobo era un perrito que pernoctaba bajo el sillón de limpiabotas del portal de la bodega de 23 y 24. Yo vivía a unos metros de allí, así que nos encontrábamos casi a diario. Como eran mis años bohemios, a veces nos cruzábamos de madrugada, ambos maltrechos, víctimas de nuestra incurable adicción por las faldas. Pocas veces nos dirigimos la palabra, pero muchas nos hicimos un guiño cómplice mientras nos lamíamos las heridas. Un mediodía, regresando a almorzar, vi a los chicos del barrio muy serios, reunidos en silencio alrededor de Lobo, que yacía con la cabecita apoyada en la acera y las pupilas en el infinito. La gente pasaba en sus trajines sin reparar en aquel drama, apto sólo para niños y para militares de la infancia.
¿Cómo camina la tristeza?
Hable quien conozca su patria.
¿Quién la define, dónde vive?
¿Qué mujer tuvo esas entrañas?
¿Quién quiere de nosotros nuestra sombra?
Que levante la mano la guitarra.
Eran los tiempos del Coppelia recién inaugurado. Tertulias con poetas que, además, me convidaban a cantar entre ellos. Yo pretendía escribir textos dignos de los clásicos, de los rebeldes, de los fundamentales que admirábamos. Puede que así surgiera “Que levante la mano la guitarra”, posiblemente una noche ebria de chocolate bizcochado. Más tarde, Noueras y Casaus la usarían como nombre de un libro y de un documental. Durante décadas viví persuadido de que su misión había sido servir de título. Pero hace poco le vi un aria escondida y aquí la tienen como punto final.
Y no sabe de nada.
y no sabe de nadie.
Monchi Font compuso algo que decía: “Mi calle se llama arcoiris, porque mi calle se llama arcoiris”. Me sonaba a milagro y se lo escuché una noche remota en el Miramar profundo, en la boda de Jorge Navarro. Desde entonces me quedé con la palabra arcoiris dándome vueltas hasta que, para matarla, no tuve más remedio que escribir “El seguidor”. Aunque la hice con indulgencia, también fue una autocrítica, porque describía a los vagabundos que eludíamos responsabilidades. La olvidé cuando empecé a dejar de ver a Luis Alberto García (padre), quien la mantenía a flote a fuerza de pedírmela.
En el texto que puse frente al micrófono, escribí, bajo el título: A Monchi, que me la inspiró. A Luis Alberto, porque le gustaba. A Navarro, por seguidor de arcoiris.
Terezín, pelota rota.
Me la inspiró un libro de dibujos y poemas infantiles encontrados por las tropas soviéticas en Terezín, al norte de la antigua Checoslovaquia. Terezín fue un campo de transición donde los nazis distribuían a los judíos a otras prisiones y también a las cámaras de gas. Los poemas y dibujos de los niños martirizados constituyen un testimonio desgarrador. Traté de incluir este tema en Cita con ángeles y, por más que traté, no me cupo. Era que estaba destinado a ser el germen de este otro trabajo.
De amor yo vivo y de espada,
de boca y puertas abiertas.
Hay que vivir de una bala.
Hay que morir de una fiesta.
El 11 de diciembre de 1969 pedí al capitán del Playa Girón que me trasladara al buque frigorífico Océano Pacífico, para regresar a La Habana. Imposible imaginar que en aquella otra nave aún me quedaban dos meses de travesía. La mañana en que creí despedirme de mi aventura escribí “Cuando digo futuro”. Un rato después hice “Martianos”, en la que proclamaba que la guerra era un obstáculo para poder dedicarme a ser naturaleza. Era también un adiós agradecido a los hombres del Playa Girón.
Después que canta, el hombre queda solo,
solo en la soledad de su cabeza,
solo en la soledad de las butacas
y una mortaja de aire hace silencio.
El 27 de diciembre de 1969, frente a Namibia, mientras llenábamos las bodegas con la captura del pesquero Golfo de Tonkin, compuse “Después que canta el hombre”. Y fue un tema al que acudí a menudo en recitales posteriores. Creo que esta canción, desde mis limitaciones, es un tributo a la deuda que tenemos con la cultura del flamenco, por el duende que aporta al saber universal. Por eso ahora se la envío a la eternidad al gran bailador y amigo Antonio Gades.
Aunque las cosas cambien de color,
no importa que pase el tiempo,
no importa la palabra
que se diga para amar,
pues siempre que se cante con el corazón
habrá un sentido atento
para la emoción de ver
que la guitarra es la guitarra sin envejecer.
Fue compuesta en 1967. Es el resultado de una íntima relación con un disco de canciones de Sindo Garay que compré en 1966, estando en el ejército, para regalárselo a mi madre, con quien después lo escuchaba en nuestro apartamentito de Gervasio. Las voces de este disco maravilloso eran de Guarionex Garay, Adriano Rodríguez y Dominica Verges. Las guitarras eran orfebrería de los maestros Guyún y Cotán.
En junio de 1967 canté “La canción de la Trova” en el primer programa trovadoresco al que fui invitado –el de Luis Grau, en Radio Rebelde–. Allí tuve la oportunidad de compartir con Nené Enrizo, Teodoro Benemelis, Cotán y los hermanos Moquico. Hacer este programa junto a ellos fue para mí como una revelación y desde entonces decidí identificarme como trovador. Unos meses después, en el IV Festival de la Trova Tradicional, en Santiago de Cuba, la canté en presencia de Rosendo Ruiz, uno de los legendarios “4 grandes de la Trova”, quien estrechó mi mano y me alentó a continuar por aquel “buen camino”.
En 1968, “La canción de la Trova” fue el primero de los clips que filmaron Santiago Alvarez y tres de las estrellas del equipo que por entonces elaboraba el Noticiero Icaic: Enrique Cárdenas, Norma Torrado e Idalberto Gálvez. En el clip yo aparecía encaramado a un techo de tejas francesas de La Habana Vieja, pulsando los acordes de mi bolero tradicional. La voz del presentador anunciaba que mi canción era un homenaje a Sindo Garay. Por ello, esta melodía identificó a los cantores de mi generación con la Trova primigenia. El texto habla de una secuencia generacional con el común denominador de la guitarra, más allá de las diferencias epocales. Fue mi primer arte poética, en letra y música, y durante 20 años sirvió de tema de presentación a un escuchado programa radial de la Trova cubana de todos los tiempos.
Casi cuatro décadas después, el gran Adriano Rodríguez, uno de los trovadores que me la inspiró, me hace el honor de coronarla con su excepcional segunda voz. Podría decirse que semejante dádiva completa una perfecta vuelta de espiral.
Por muchos lugares pasaba la historia.
Tú leías a Whitman, con estilo triste.
Tus alrededores ya estaban poblando
de sed las palabras que usaste esta tarde.
Entonces ya estaban previstos tus gustos:
cada vieja fecha posee esas artes.
Era Londres y 1987 cuando le pregunté a Joe Boyd por un dúo británico de música folklórica que casi 20 años atrás Sandro Gandini me había hecho escuchar. Sólo recordaba el curioso nombre de la pareja: The Incredible String Band, y el título de una canción: “Nightfall”. Aquel disco contenía algunos temas francamente hermosos, que sonaban exóticos a mis oídos por los laúdes, las arpas, las flautas y los instrumentos de percusión del folklore anglosajón. Las voces de los intérpretes eran singularmente maleables, con expresivos glissandos y cambios de tesitura, al extremo de proporcionar una audición insólitamente gráfica.
Fue una sorpresa escucharle decir a Boyd: “Por supuesto: son Robin Williamson y Mike Heron. El disco se llama The Hangman’s Beautiful Daughter y yo lo produje en 1968. Si quieres, puedo conseguirte un ejemplar”.
Hago la anécdota para poder explicar los orígenes musicales de “Por muchos lugares”. Y no es que esta canción se parezca –creo yo– a alguna de aquéllas en particular. Es que su aire de antigua balada irlandesa acaso se deba a que alguna vez escuché y gusté de aquel dúo que, por momentos, efectivamente sonaba como una increíble banda de cuerdas.
¿Qué silencio es culpable
de la muerte de un hombre?
¿Qué silencio en nosotros
ha colgado inocentes?
¿Qué silencio maldito
ha cegado algún nombre?
¿Cuántas veces al día merecemos la muerte?
Formó parte de un disquito de cuatro temas que iba incluido en uno de los libros que inaugurarían la editorial Pluma en Ristre: una compilación de textos míos. Aunque corregí las pruebas de galera y llegaron a imprimirse los acetatos, aquel libro-disco se malogró con la muerte prematura del director de la editorial, Eduardo Castañeda, joven revolucionario que entre sus méritos menores tuvo el haber inventado el bigote a lo Regis Debray (a todos nos consta que lo usaba antes que el francés). Puede que aquella idea de Castañeda haya sido el embrión del posterior “Que levante la mano la guitarra”, ya que los tres autores de este otro libro estábamos bastante cerca de Eduardo cuando murió, y vimos que con su desaparición se esfumaban sus proyectos. Por entonces pocos se atrevían a pronunciarse claramente a favor de un tipo con mala fama, como yo. Por eso siempre, además de con afecto, recuerdo a aquel amigo con respeto.
“Cuántas veces al día” no tiene nacionalidad, ni época: señala a los que callan porque el silencio les llena la barriga. Y para colmo agrega: “No busquen más alrededor: ustedes son”.
Un buen día, quizás, un barquero
se lanzó tras el mar del recuerdo.
Cuando conocí a Martín Rojas y a Eduardo Ramos en el Festival de Varadero de 1967, ya eran músicos bastante experimentados a pesar de ser sólo un poco mayores que yo. Así que cuando les escuché tocar me di cuenta de que me faltaba mucho más de lo que imaginaba. Entre otras cosas me enseñaron a desdeñar la cejilla (el capodastro), a considerarlo una especie de vergüenza inadmisible: había que registrar el brazo de la guitarra donde esperaban las tonalidades para recompensar el esfuerzo. Aquellos trovadores profesionales estaban especialmente fascinados por la música de Michel Legrand y Tom Jobim. Creo que “El barquero” refleja la buena influencia guitarrística que ejerció en mí el contacto sobre todo con Martín.
Con el correr de los años había olvidado algunos aspectos de esta canción. Nunca encontré una grabación que pensé que existía, así que tuve que exprimirme y extraer del olvido casi todo. Por último me faltaba solamente un pequeño detalle y lo estructuré tratando de reproducir el tipo de saltos tonales que usaba entonces mi imaginación. Una vez que la tuve completamente armada, se la mostré a Vicente Feliú, el mejor perito en Silvio antiguo que me queda, y él me dijo: “Flaco, la verdad es que no recuerdo si era exactamente así, pero te juro que bien lo pudo ser. Me basta”.
Más de una vez me han echado a la calle
por reír donde debo estar llorando,
por llorar donde debo estar riendo,
por callar donde debo estar hablando,
por hablar donde debo estar callado,
por hablar en voz baja de la fe,
por hablar en voz alta del amor.
Fue compuesta el 17 de octubre de 1969, en el motopesquero Playa Girón.
Entusiasmado por desafiar los convencionalismos, podía llegar al extremo de pintarme como el gamberro que no era. “Más de una vez” también fue uno de los temas privilegiados en la lista de calidad que hizo de mis canciones Carlos Téllez, lavandero del barco y compinche de correrías. Aún así, luego de tocar tierra estuve a punto de rehacerla, al menos un poco. La cantaba en algunos conciertos, pero me parecía que el fantasma de la incomprensión nos rondaba. Hoy, por respeto al ilusionado joven que la compuso, la he dejado tal cual, convencido de que o nos condenan juntos, o nos salvamos los dos.
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