NOTA DE TAPA
Desde que deslumbró a los maestros de la época con su Octeto Guardia Nueva hasta su revitalización de viejos clásicos en el 2000, Rodolfo Mederos lleva merecidas décadas como uno de los emblemas del tango. Ahora, con tres discos tan diferentes como novedosos a punto de ser editados, aceptó hablar con Radar de la preocupación y tristeza que siente por el estado de la música que más ama: la extinción de los bandoneones, el sospechoso auge del género entre los jóvenes la sorda compulsión sonora de esta época, los problemas que trajo seguir a Piazzolla y el espíritu comunitario que debe recuperar el tango si quiere volver a ser la música de la ciudad.
› Por Hugo Salas
Ha sido un año intenso para Rodolfo Mederos. A su presentación con el cantaor flamenco Miguel Poveda, en el Teatro Colón, se suma la preparación de tres discos, dos de los cuales ya están grabados, y que comenzarán a editarse a fines de este año. Pensado en principio como un triple, formato con el que las actuales condiciones del mercado discográfico no son exactamente benévolas, el proyecto busca reflejar tres facetas distintas de su trabajo: Comunidad, con su orquesta típica; Intimidad, con el trío en que lo acompañan Sergio Rivas al contrabajo y Armando de la Vega en la guitarra; y Soledad, que acometerá a solas con su bandoneón. Para este músico, que ya a los veinte años supiera llamar la atención de los maestros de la época con su Octeto Guardia Nueva, éstas no son sólo tres instancias de su música, sino de la vida en general, un paralelismo que parece fortalecerse cada vez más en su entendimiento del sentido y el propósito del tango.
“El tango atraviesa un estado cataléptico. Fue enterrado vivo y ahora escuchamos los golpeteos, pero es mucho el peso de los escombros, y no sabemos cómo desenterrarlo. Aparecen los oportunistas de siempre, diciendo ‘ésta es la herramienta’, por el tango electrónico, otros que dicen ‘imitemos a Pugliese’, otros que se visten de gauchos for export, pero ninguna de ésas es la indicada. La verdadera herramienta es la honestidad.”
El bandoneón aparece muy temprano, a los cinco o seis años. Cayó en sus manos de un modo circunstancial, gracias a un vecino, “y me entusiasmé, o por lo menos me pareció más interesante que la pelota”. Acompañado por el mate, no deja escapar el “por suerte” que escucha del otro lado sin agregar “por suerte para el fútbol, claro”.
En el recuerdo, aquella iniciación se le antoja salvaje, directa: “Hice sonar el instrumento, y de allí en más avancé”. Los proverbiales maestros de teoría y solfeo, que los hubo, “no significaron una gran enseñanza, porque explicarle a un chico de seis o siete años que una semicorchea vale la cuarta parte de la negra es un concepto de una abstracción tal que no...”, el hilo de la frase se interrumpe, queda inmóvil, para dar paso a un corte directo: “Yo aprendí a tocar semicorcheas en las orquestas, en los grupos”. A lo largo de la charla, Mederos volverá una y otra vez sobre la idea de que en la música popular la transmisión del conocimiento es horizontal, que se aprende tocando con grandes músicos antes que bajo la vigilancia de un docente profesional.
Aprendizaje comunitario y constructivo, en síntesis, que fue acompañado de un estudio compulsivo, voraz, de todo libro y partitura que cayera en sus manos, sin respetar la lógica de los programas de estudio. Con el orgullo del autodidacta, advierte que “las cosas que aprendí me salieron de ver, deducir, calcular y desarmar. Cuando veo un objeto, me gusta averiguar cómo está hecho; ahora estamos hablando de la música, pero la misma actitud vale en el terreno cotidiano de las manualidades, la carpintería, la albañilería, tareas que hago con gran placer”.
La identificación del trabajo artístico con la pericia del artesano llega en su caso al paroxismo. Para comprobarlo, no hace falta ir más allá de su estudio: varios atriles los ha construido con sus propias manos, y permanecen allí a modo de signos de una visión que liga el trabajo manual a la secreta mecánica de los objetos, una pasión técnica que en su biografía se extiende también a la más técnica de las artes (el cine, para el que no sólo compuso bandas de sonido, sino que también dirigió algunos cortos) e incluso a la vida, con su paso por la biología; aficiones que sigue cultivando en un pequeño laboratorio.
De este espíritu hacedor, en lo que respecta al tango, no es difícil inferir la íntima convicción de que el secreto de la música, al igual que el de los objetos, no reside en un más allá abstracto, sino en los materiales de los que está hecha, en su ejecución física incluso. Es decir, la clara convicción de que esta música, además de ser comunitaria, es algo que se hace, y que es del trabajo íntimo con el bandoneón de donde surge el sentimiento.
Justamente, el instrumento representa para él, en estos días, una preocupación fundamental; para ser más precisos, su falta, su desaparición, en la que reconoce un motivo de angustia. “No por mí, en particular, que dispongo de varios, sino por los que siguen.” La Segunda Guerra Mundial, explica, marcó la desaparición de las legendarias fábricas alemanas doble A (como se denomina en el ambiente a la Alfred Arnold) y Premier. “En aquel momento, había una gran cantidad de bandoneones en Buenos Aires, por eso no se resintió el golpe, pero hoy resulta cada vez más difícil encontrar instrumentos en buen estado, y la eclosión turística del tango llevó los precios a cifras imposibles para los locales.” Los intentos de fabricación posteriores, por su parte, han tenido magros resultados: “Son instrumentos nuevos, pero a la hora de sonar, no suenan. Quizá sirvan para tocar música folklórica europea, pero cuando se los exige un poco, cuando se los somete a esa demanda agresiva que suele ser característica del tango, el sonido se vuelve estridente, pierden calidez, no tienen volumen”.
La desaparición del instrumento emblema del tango no le parece casual. Lejos del entusiasmo con que instituciones oficiales y privadas insisten en destacar la revitalización de la música ciudadana, Mederos se muestra escéptico: “Yo no creo que haya un auge del tango, sino del negocio del tango”. El tango, reflexiona, es una memoria, una cultura, una forma de ser y de entender las cosas, de vibrar con las situaciones, que desaparece al mismo tiempo que todo eso se pierde en una homogeneización creciente del mundo.
No es nuevo; se trata de un proceso que comenzó con las dictaduras de los años ‘60 y ‘70, momento en que el tango se convierte en algo vergonzante, “de mal gusto, y cede el paso a músicas que generalmente eran anglosajonas. Personalmente, muchas de ellas me parecen magníficas y otras muy malas, como en toda música, pero el problema es que su espíritu tenía muy poco que ver con nuestra sensibilidad”.
La observación resulta curiosa, sobre todo proviniendo de alguien que durante los años ‘70 y ‘80, con Generación 0, abordara el mestizaje del tango con el jazz y el rock sinfónico. “Es que hay varios Mederos –explica–, pero además, esto no supone que yo rechace la hibridación, la hibridación siempre es fértil. Ahora bien, una cosa es producir un diálogo entre dos músicos que vienen de lugares distintos, como acabo de hacer con Miguel Poveda, o como hice en otras épocas con Mercedes Sosa, Spinetta o Serrat, cada uno compartiendo su música, preservando lo que hace y buscando un punto de acercamiento, y otra muy distinta es perder esa referencia. No es lo mismo hibridación que sometimiento.”
Con el paso del tiempo, el éxito de Piazzolla en Europa y sobre todo del espectáculo Tango argentino resucitaron el interés extranjero por el tango, primero por la danza, pero también por la música. Paradójicamente, el tango se ha convertido en una lengua muerta, como el latín, una lengua de especialistas. “Para que una lengua sea viva, te-
nemos que hablarla. Lo que ocurre hoy con el tango es que meramente se puso de moda, entonces pareciera que todos los jóvenes van hacia él, muchos de un modo genuino, es cierto, y habría que alentarlos, pero muchos en aras de la frivolidad. Entonces vemos que proli-
feran los grupos, dúos, tríos, cuartetos y orquestas, que se llama orquestas a formaciones que no lo son, que se las llama bandas... ¿Bandas? ¡Nunca se llamaron bandas, una banda es otra cosa! Esto produce una depreciación de la cultura: ya no se sabe tocar bien el instrumento, no se conoce el género.”
“En realidad –señala, cediendo la ofuscación paso a la amargura–, yo diría que el tango atraviesa un estado cataléptico. Fue enterrado vivo y ahora escuchamos los golpeteos, pero es mucho el peso de los escombros, y no sabemos cómo desenterrarlo, no tenemos las he-
rramientas. Y aparecen los oportunistas de siempre, diciendo ‘ésta es la herramienta’, por el tango electrónico, u otros que dicen ‘imitemos a Pugliese’, u otros que se visten de gauchos for export, pero ninguna de ésas es la indicada. La verdadera herramienta es la honestidad, y el contacto que se tenga con la historia. Me preguntarán qué pasa con quien no lo tuvo, y yo diré ‘mala suerte, lo que no pudo hacerse en vivo, habrá que hacerlo in vitro’, como les planteo a mis alumnos.”
No obstante, a la hora del análisis no sólo la colonización cultural tuvo que ver con la desconexión entre tango y vida porteña. Vista desde hoy, la aparición de un músico como Piazzolla, “dejando de lado toda valoración acerca de su música”, provocó lo que Mederos define como un “enrarecimiento, porque se depositó en él una especie de esperanza, como si fuera un canto de sirena: había que ser moderno, él era el único y había que seguirlo”. Y seguir a Piazzolla era apartarse de todo lo demás: “él mismo declaraba que había que dejar de lado la tradición y avanzar de una manera casi suicida, hacia una especie de horizonte que no estaba bien definido, ni siquiera previsto”.
Desde luego, este tanguero que hoy piensa la música como un arte comunitario, activo e incluyente, necesariamente rechaza esa imagen del artista incomprendido, maldito y solitario. Sin embargo, siempre se lo sindicó como el heredero directo de Piazzolla, en parte por coincidencias cronológicas, vivenciales, y en parte, como él mismo señala, por coincidencias “absolutamente frívolas, epidérmicas: que tocara de pie como él, que fuera un solo bandoneón, cuando en las orquestas solía haber cuatro, que en mi quinteto tuviera piano, contrabajo, violín y guitarra, como en el de él. No descarto la influencia musical, desde ya, pero el lugar de heredero es otra cosa; es aquel en quien se deposita la confianza de una continuidad, y ésa es una responsabilidad que no me seduce. Yo no busco la continuidad con Piazzolla, busco la continuidad del género”.
“A veces me siento solo y no es bueno esto. Al contrario de Piazzolla, que se sentía solo y era un poco su orgullo, yo me siento no diré abandonado, pero sí a la vera del camino, voy solo con mi atado de sensaciones, acompañado por alguno que otro que de vez en cuando se arrima.”
Quizás haya sido un problema de tiempos: justo en ese momento de de-vastación cultural, “la aparición de Piazzolla produce un hecho explosivo, terrorista casi, como el de alguien que se inmola en sí mismo, y al hacerlo derriba las torres erigidas por la cultura. Más allá de la música de Astor, que me encanta y con la que disfruto, en ese contexto particular, su actitud resultó destructiva”.
A este quiebre con la tradición se suma otro recaudo, el que despierta en Mederos lo que, a falta de un nombre mejor, llama la “frustración” de Piazzolla. “Una frustración muy curiosa, sin duda, porque en este momento todo el mundo, de Santiago del Estero a Honolulu, toca su música, como una especie de tóxico.” Esta frustración, a su entender, tendría su origen en una fascinación de corte europeizante: “Todos los que seguían a Astor, yo mismo en cierta época, construimos un mito en torno de su formación con Nadia Boulanger, la discípula de Ravel. Y la verdad que a mí no me importa con quién estudió alguien, es como pensar en qué barrio vive; no le da más categoría, no lo vuelve más sólido ni más serio... yo escucho”.
Así, hoy recupera toda la etapa de Piazzolla dentro de la orquesta de Troilo, y después con su propia orquesta (para la que no escatima halagos), el Octeto Buenos Aires y los quintetos, pero siente que el peso de la formación europeísta lo obligó, en algún momento, a dar un paso desafortunado. “A mi leal saber y entender, Astor nunca fue un músico sinfónico, él era un músico para hacer lo que hacía: sus quintetos, su orquesta típica... pero su lenguaje sinfónico no existe. Yo he tocado sus conciertos, que son buena música, están bien escritos, pero no es un lenguaje sinfónico; es un quinteto con más violines.”
Hasta cierto punto, lamenta que la presión de los moldes europeos no dejara a Piazzolla valorizar su lado más positivo, empujándolo hacia la experimentación en un campo donde sus búsquedas fueron menos felices. “Lo que Astor me comunicó a mí –rescata– fue la furia, la potencia, el inconformismo, la necesidad de exploración y de rupturas... de trabajo muy intenso, muy alocado, diría yo, y claro que en una producción semejante es lógico que haya zonas de su música de menos valor, más parecidas a otras... es muy común en los músicos prolíficos...”
El bandoneonista hace entonces una pausa y mira a través de la ventana. “Yo también he escrito conciertos, que no toco nunca ni tocaré más, creo, porque los hice en un momento de adolescencia, todos adolecemos de algo en algún momento... También uno piensa por qué no, a ver, y experimenta, y seguramente seguiría haciendo algunas cosas. Vos me dirás: ‘Pero entonces estás cayendo en el mismo error de Piazzolla’. ¿Será por eso que soy heredero, porque heredo los errores? ¿Cuál es la herencia? ¿La herencia de lo bueno o de lo malo? Porque la herencia implica todo. Siempre que se piensa en una herencia se piensa en algo bueno, una especie de cofre lleno de joyas, pero la herencia puede ser herencia de mezquindades, de ineptitudes, deficiencias. Generalmente, nada es tan químicamente puro, yo debo haber heredado algo de todo eso.”
Heredero o hijo pródigo, lo cierto es que en Mederos se advierte hoy una comprensión distinta del tango, la que signa el trabajo de sus últimos años. En principio, distingue dos clases de música: “Una que podríamos llamar cerrada, que hay que tocarla como está –Bach, la música clásica– y otra que, por oposición, podríamos llamar abierta, esa música donde cada intérprete hace versiones distintas, donde aparece la figura del arreglador, que es como una especie de compositor final”.
Para Mederos, y de allí su insistencia en el valor de la tradición y la técnica, lo que distingue a la música popular es justamente ese carácter “abierto”. “En algún punto, la música cerrada pareciera tener cierta mezquindad, en tanto y en cuanto no permite que nadie ingrese con el lápiz. La otra música, en cambio, es más bondadosa, menos rígida tal vez. De ‘La cumparsita’ debe haber setecientas versiones... algunas muy feas, claro, como una cirugía plástica, pero uno también puede ir desplazando ese objeto por distintos contextos, cambiar las armonías, la rítmica, los acentos, la orquestación, las formas... esto le daría un aspecto más comunitario, es una música de todos para todos; la otra ya está hecha, no le agregues sal ni pimienta.”
Lejos ya del Mederos que supo producir música inalterable, “cerrada”, el de hoy procura componer tangos, “y seguramente otro tanguero con talento podría hacer otra versión que hasta a mí me resulte estimulante”. Esta idea, que comienza a despuntar en los ‘90 con su quinteto (de Tanguazo a esta parte, y sobre todo en Eterno Buenos Aires), termina de plasmarse en el ya antológico Tangos, que grabara a dúo en 2000 con Colacho Brizuela. En él, guitarra y bandoneón repasan los tangos más tradicionales, llegando a revitalizar un valsesito que a muchos pudiera parecer hoy intocable y ellos redescubren en toda su potencialidad: el melifluo “Desde el alma”, de Rosita Melo.
“Hoy resulta cada vez más difícil encontrar bandoneones en buen estado, y la eclosión turística llevó los precios a cifras imposibles para los locales. Hay instrumentos nuevos, pero a la hora de sonar, no suenan. Quizá sirvan para tocar música folklórica europea, pero cuando se los exige un poco el sonido se vuelve estridente, pierden calidez, no tienen volumen.”
Quizá sea en este punto donde cabe encontrar la similitud y la distancia entre Mederos y Piazzolla: los dos, en un momento avanzado de su carrera, reformulan su práctica de la música en función de una ideología precisa; en Piazzolla, una concepción romántica de la música como expresión elevada del genio individual; en Mederos, una concepción del tango como música comunitaria y regional (pero no étnica ni exótica), donde la expresión del individuo apunta al otro, al lugar en que se reconoce cercano y distinto del prójimo.
Avanzada la entrevista, quedará en claro que esta transformación no sólo obedece a una convicción musical, sino también a un análisis de la función de la música en el mundo contemporáneo. “Rodin decía en su manifiesto que al hombre del siglo XX le interesaba más lo práctico que lo bello, le interesaba lo utilitario; y nosotros estamos en un mundo utilitario: lo que es útil, funciona, y sólo unos pocos pueden acceder a lo bello. El arte vuelve a ser —como en el Medioevo— una especie de acción para cenáculos, y curiosamente, pese a que estamos en un mundo que está inmerso de sonidos, no hay música.”
“La aparición de Piazzolla produce un hecho explosivo, terrorista casi, como el de alguien que se inmola en sí mismo, y al hacerlo derriba las torres erigidas por la cultura. Más allá de la música de Astor, que me encanta y con la que disfruto, en ese contexto particular, su actitud resultó destructiva.”
El bandoneonista explica: “Si prendo la televisión y quieren venderme un desodorante o lo que fuera, atrás siempre hay música, música que en un principio molesta, porque me impide escuchar bien al locutor, y con la que no estoy de acuerdo, una música impuesta. Hay una especie de compulsión a lo sonoro pero no a lo artístico, no a lo musical, no hay música en el mundo, hay sonido, hay ruido, que se vende en discos, por supuesto, la gente confunde y cree que lo que está en un disco es música, y que aquello que sube a un escenario es artístico, pero no es así”.
Ocurre que lo artístico es la aparición de la singularidad, y en el caso de la música popular, lo singular de la comunidad que lo practica: su identidad. “Yo creo que la identidad debiera mantenerse, debiéramos mantenerla para obrar en consecuencia. Esto no significa aislarse, ni tampoco duplicar el pasado. No se puede tocar como tocaban antes, es imposible; sería una parodia, una farsa. Preservar la identidad no es traer el pasado al presente, porque no se puede. Lo que sí se puede hacer –y se debe– es alimentarse de ahí, y con ese alimento ver qué podemos construir hoy.”
Para Mederos, la identidad es el único antídoto contra la marcha utilitaria del mundo que tiende a la igualación de todo, “una mezcolanza donde se pierden las identidades, cualquiera es de cualquier lado y cualquier música pareciera ser de todos. Eso nos lleva a una especie de soledad, de inestabilidad: no tengo una casa, no hay un olor que sea mío, no hay una voz, un sonido... vamos hacia la desaparición del individuo dentro de una gran masa humana protoplasmática e informe –dicho así parece de Ray Bradbury–, una gran gelatina, un ameboide. Y esto no es accidental, tiene un propósito claro y definido; cuando un pueblo se despersonaliza, ya no sabe qué es, y por ende tampoco sabe qué quiere, no tiene autonomía, no puede pensar ni decidir, vota lo que se le dice, compra lo que se le dice y se esclaviza, se enajena”.
Reconoce que el tema ocupa un espacio fundamental en su trabajo como maestro de futuros tangueros, “porque me parece parte de la formación también. Esto no es sólo enseñar a poner los dedos, sino también el corazón. Ser músico no es subir y hacer un poco de música... si terminara en eso, yo haría otra cosa. Hacer música es generar opinión, es producir estímulos, procurar cierto tipo de movimiento dentro de cada uno. No es una tarea menor, no es sólo divertir un poco”.
“A veces me siento solo –confiesa–, y no es bueno esto. Al contrario de Piazzolla, que se sentía solo y era un poco su orgullo, yo me siento no diré abandonado, pero sí a la vera del camino, voy solo con mi atado de sensaciones, acompañado por alguno que otro que de vez en cuando se arrima. Ojalá hubiera al menos un montón de orquestas jóvenes tocando tango como quien habla latín, repitiendo, porque eso indicaría al menos que, en estado convaleciente, hay algo de acción. Pero lo cierto es que hoy el tango está en un estado vegetativo y eso me aterra, me entristece, me pone muy discepoliano, y entonces flaquea mi confianza en la raza humana, se me escapa un lagrimón. ¿Será por lo tanguero que soy?”
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