TEATRO > WOODY ALLEN EN EL BANQUILLO
Match Point fue considerada de manera casi unánime como el regreso de Woody Allen a su mejor forma. Entusiasmado por esa fábula moral sobre la injusticia del mundo contemporáneo, cuando se enteró de que se publicaba un libro con tres obras de teatro inéditas del director (Adulterios, Tusquets), José Pablo Feinmann aceptó encantado leerlas. Pero el efecto fue ligeramente distinto al de la película.
› Por José Pablo Feinmann
¿Hay algo que nos sorprenda en estas tres comedias de Allen? Un escritor siempre tiene que sorprender. Sorprender significa, al menos, que no se repita por completo en una nueva obra. Si una nueva obra no agrega nada sobre la anterior, al menos eso que no agrega debiera estar a la altura de los mejores momentos que se han dejado atrás. Pero si la obra no sorprende, no agrega nada y no tiene, aunque repetido, un material hondo y brillante, o una de las dos cosas, ¿para qué se da a luz?
Después de reírse con algunos chistes, aquí y allá, de la factoría Allen uno termina vacío. Y se pregunta: ¿para qué publicó estas tres comedias? Como dramaturgia, nada. Son tres sitcoms con lo que este género debe tener: diálogos ágiles, situaciones paradójicas, personajes charlatanes para vehiculizar las ingeniosidades del autor. Sólo faltan las risas grabadas.
Uno quiere a Woody Allen como a pocos artistas contemporáneos. Llevamos décadas disfrutando de un talento que no pareciera detenerse. En estas tres comedias no sólo se ha detenido, ha chocado contra un muro. Están escritas desde la facilidad. No hay nada más fácil para Allen que crear algunas situaciones extravagantes sobre la temática común del adulterio y condimentarlas con una serie de chistes que semejan más a un hábil guionista televisivo que a un dramaturgo. Caramba, el hombre pretende hacer dramaturgia a comienzos del siglo XXI y dos de las obras empiezan con la indicación: “Se levanta el telón”. ¿Por qué escribir esa frase? Descontamos que para ver la obra –a eso van los espectadores al teatro– el telón debe “levantarse” lo indique o no el autor. ¿Para qué indicarlo? La cosa da un gusto rancio que sorprende. Pero lo que más sorprende es la rutina de los tratamientos. Se trata de parejas que –en determinado momento y a medida que el conflicto crece– se lo dicen todo. Te engaño. Me acuesto con Sam. Soy el amante de Juliet. No puedo evitarlo. Y los puntos más transitados de Allen: “Los habitantes de Nueva York sufren como Hamlet, pero toman Prozac”. Desde Misterioso asesinato en Manhattan que venimos escuchando referencias al Prozac. O: “Mi terapeuta curó tan bien mis traumas sexuales que ahora me acuesto con su marido”.
La cosa se agrava porque la última película de Allen (Match Point) era muy buena, meditaba sobre la culpa y la impunidad de la culpa. Meditaba sobre la absoluta imperfección de un mundo sin castigo y hasta refería esa impunidad a la liviandad con que la policía investigaba a las clases altas. En tanto una pobre vieja y la joven arribista y, de aquí su arribismo, de origen cuasi proletario, morían reventadas por una escopeta que pertenecía a un top man de los business de Londres, aunque la manejara otro arribista que, unido a él por casarse con su hija, podía empuñarlas y matar sin consecuencias. Formidable film que se ligaba con otra obra mayor de Allen, Crímenes y pecados.
¿Qué necesita demostrar Allen? ¿Que es prolífico? Lo sabemos de sobra. ¿Que sabe escribir diálogos como pocos o como nadie? Vaya novedad. ¿Que conoce el mundo neoyorquino? Ya lo sabemos. No hay personajes positivos. Se trata de una acumulación de cretinos que se engañan los unos a los otros. Aquí podría decirse: ¿pero esa visión pesimista del mundo no está cerca de sus obras maduras? No lo creo. El tratamiento es demasiado ligero, el enamoramiento con los diálogos “brillantes” es tan excesivo como evidente. Además, ¿qué le pasa a Allen con los escritores? Nunca falta uno y siempre está bloqueado o es un mediocre irredimible.
En la tercera comedia la psicoanalista Phyllis reparte frases ácidas todo el tiempo, y uno, sí, se ríe. En la segunda aparece un recurso que está fuera del realismo que impera en las tres pequeñas obras. Pero es un recurso viejo de Allen: personajes que son parte de la imaginación del escritor. Por otro lado, uno les exige a los grandes creadores. Allen no puede decir a esta altura de su carrera: “Vean, me quise aliviar e hice estas tres comedias con los retazos de mi talento”. No, Woody, no queremos los retazos de tu talento. Ya es tarde para lucrar con lo que es la sencilla base de tu ingenio. ¿Cuánto esfuerzo llevó esto? ¿Tres días? ¿Una semana? Un mes, ni ahí. Los artistas tienen que saber lo que producen en su público y, si bien es injusto exigirles cada vez una gran obra, es justo no concederles el camino fácil.
¿Qué necesita demostrar Allen? ¿Que es prolífico? Lo sabemos de sobra. ¿Que sabe escribir diálogos como pocos o como nadie? Vaya novedad. ¿Que conoce el mundo neoyorquino? Ya lo sabemos. Tampoco hay personajes positivos. Se trata de una acumulación de cretinos que se engañan los unos a los otros. ¿Cuánto esfuerzo llevó esto? ¿Tres días? ¿Una semana? Un mes, ni ahí.
Uno lee estas obritas de diálogos veloces, de personajes que entran y salen (el tipo que ve a Tiger Woods en la segunda es un recurso casi bastardo) y dicen siempre cosas ingeniosas o, los menos dotados intelectualmente, dicen tonterías para que los brillantes se luzcan, y se queda donde empezó, es decir, no pasa nada. En la tercera comedia la acidez de Phillys, la psiquiatra, no tiene límites y, casi sólo ella, alimenta la pieza. Phyllis: “¡Madelaine Cohen es una freudiana fundamentalista! ¡Si hasta tiene barba!”. ¿De quién es este chiste? ¿De Woody Allen o de Neil Simon? Luego abundan esos diálogos en que la pregunta del otro es indispensable para el remate. Doy como ejemplo uno de California Suite, de Simon. Jane Fonda (recurro al film) pregunta a Alan Alda: “¿Cuál es la mejor edad para enamorarse?”. Alda: “Ahora”. Bien, si el personaje de Fonda no pregunta (previsiblemente) “¿Por qué?”, no hay gag. (Aunque aquí el gag pretende ser reflexivo.) Fonda pregunta entonces: “¿Por qué?”. Y Alda responde: “Porque es ahora”. Esta estructura de diálogos (créase o no) es utilizada por Allen. Más, desde luego, las referencias al psicoanálisis o a filósofos como Sartre, Camus y, claro, la deconstrucción, que entre los círculos de clase media alta neoyorquina tiene mucha entrada. Las tres obras están llenas de chistes-Allen, quien, además, se ha encargado de decir que nació para hacer chistes, que es su verdadero don. Bien, si uno hace una obra solamente con el “don” que le vino de arriba no está haciendo nada. La obra pertenece al “don”. Un escritor tiene el deber (si quiere crear algo nuevo) de ir más allá de sus “dones”. De lo contrario, “roba”. Y Allen se permite todas las facilidades. Acumula personajes. Todos hablan. Todos engañan a todos con todos. Lo que le permite escribir diálogos que habrá juzgado lo suficientemente valiosos como para dar a la imprenta este material. Por ejemplo:
Sandy: –Howard Nadleman sabe cómo despertarle la sexualidad a una mujer.
Hal: –¿Eso qué significa?
Sandy: –Nada.
Hal: –¿Fuiste la conquista de una noche de Howard Nadleman?
Sandy: –No.
Hal: –Gracias a Dios.
Sandy: –Tuvimos un largo romance.
La “mecánica” del chiste está forzada. Si Sandy alaba a Nadleman como un hombre que sabe despertar sexualmente a una mujer, ¿por qué Hal va a preguntarle si él la conquistó sólo una noche? Pues para armar el gag. Si Hal hubiera preguntado: “¿Tuviste una aventura con Howard Nadleman?”. No hay gag. Pero no. Allen manipula el diálogo y le hace preguntar si ella (Sandy) fue la “conquista de una noche” de Nadleman. Sandy, ahí, pudo haber respondido “tuvimos un largo romance”. Pero Allen le hace decir: “No”. ¿Para qué? Para que Howard diga: “Gracias a Dios”. Y Allen remate su gag al responder, ahora sí, Sandy: “Tuvimos un largo romance”. Si la hechura de tus chistes son transparentes, me río, pero te veo los calzoncillos, Allen. Todo, además, tiene un tufillo a Georges Feydeau que lleva la obra y su estilo a tiempos remotos de comedias burguesas de puertas que se abren y se cierran y dormitorios en que se dirimen todo tipo de cuestiones.
En suma, esto debió permanecer en el cajón de Allen, a la espera de una reescritura, o para que la viuda del indudable genio de Manhattan (sea Soon-Yi o la llamada, por varios motivos, “ascendente” Scarlet Johansson) la publique a la muerte del cineasta durante los días incómodos de los apuros económicos, esos que las viudas aprovechan para largar al mundo la mala obra de los grandes creadores, la que debió estar guardada para las polillas, las cucarachas o las tarántulas.
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