FOTOGRAFíA > LA INMENSA OBRA DE LEO MATIZ, EN EL FERNáNDEZ BLANCO
Nacido en el mismo pueblo que García Márquez, Leo Matiz llevó una vida que albergó varias: recorrió el mundo, se codeó con celebridades, fundó diarios y galerías de arte, cubrió guerras y revoluciones, vivió con los mejores artistas de su época y hasta fue dado por muerto un puñado de veces. Por suerte, a todos lados llevó su cámara en bandolera.
› Por Cecilia Sosa
El fotógrafo colombiano Leo Matiz (1917-1998) es toda una leyenda de la fotografía del siglo XX. Nació en el olvidado pueblito de Aracataca, el mismo que alumbró a Gabriel García Márquez, y acaso marcado por ese sino recorrió una vida que se disputa con la frondosa imaginería del Premio Nobel. Caricaturista, pintor, fotógrafo de cine, actor, publicista (y de paso fundador de galerías de arte y medios propios), Matiz se ganó el reconocimiento de la crítica internacional como el “guardián de la sombra” de la fotografía latinoamericana, título que le va bien tanto por las poderosas luces y sombras que encienden sus imágenes blanquinegras como por sus dispares objetivos que pivotean entre las cumbres del poder y los labe-rintos del olvido.
Matiz tuvo una vida de pasiones. Llegó a México en 1941, el mismo día de la muerte de León Trotsky, queriendo ser cineasta o actor, trabajó como asistente de cámara e intimó con los muralistas mexicanos (al punto que terminó denunciando a David Siqueiros por plagio); obligado por un editor compró su primera cámara a tres dólares y vendió su primera obra a 100, montó su estudio en Nueva York, cubrió la guerra de Medio Oriente y volvió a Bogotá, donde fundó una galería de arte dedicada a los artistas olvidados. Buscador de “todos los ángulos”, ya en 1949 figuraba en la lista de los 10 mejores fotógrafos del mundo y en su vejez el go-bierno francés le otorgó el pomposo título de “Caballero de las Artes y las Letras”.
Sólo en 1948 vislumbró dos veces la muerte. Fue herido en el centro de Bogotá, víctima de un levantamiento que terminaría en el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, a quien Matiz había entrevistado esa misma tarde. ¿Cómo? Desde la camilla del hospital, y con una cámara prestada le robó al caudillo una toma de su espalda que recorrió el mundo. Ese mismo año, de viaje por Palestina como observador de guerra de la ONU, cayó a un pozo hirviente y fue dado por muerto. Pero revivió para presenciar (y fotografiar) el atentado contra el Conde Bernardote, mediador del conflicto, imagen que reproducirían todas las agencias internacionales.
Recorrió el mundo trabajando para las revistas Life y Selecciones del Reader’s Digest, Look, Harper’s Magazine, Norte y Así. Y entre tanto se codeó (y no sólo) con figuras de toda índole. Sólo su álbum íntimo incluye a Diego Rivera, Frida Kahlo, Luis Buñuel, Marc Chagall, María Félix, Dolores de Río, Esther Williams, Louis Armstrong y el torero español Manolete. Entre sus estampas se puede encontrar un diáfano primer plano de Pablo Neruda, una lozana Isabel Sarli, un Fidel Castro empuñando distraído rifle y habano y hasta un sonriente dactilógrafo Juan Domingo Perón.
Se dice que con su técnica del contrapicado –tomando a su objetivo desde abajo– capturaba el alma de sus personajes. Y con la misma fuerza expresiva que dedicó a las celebridades se entregó a los rostros anónimos de tejedoras colombianas, aguadoras de Yucatán, campesinos e indígenas del amazonas. Matiz nunca se alejó de la calle y logró pintar la incertidumbre latinoamericana. Un imposible sueño mexicano durmiendo en el banco de una plaza, los restos de una conquista latiendo en el cuerpo sudado de un obrero, la escena de una pesca imposible, la escultura abstracta de torres eléctricas, la silueta extrañada de una obra en construcción o un impresionante sol desplegado en una red de pesca.
Primeros planos de rostros y manos de trabajadores y ancianos. Ojos y manos. La asombrosa continuidad entre una brizna vegetal y los dedos que la aprisionan y también la piel curtida de otras manos que apenas difieren del tejido que elaboran. Luces y sombras que despiertan con magníficos relieves los silencios del anonimato.
Y parte de todo eso se podrá ver desde el miércoles, acá nomás, en el recoleto Museo Fernández Blanco con curaduría de Leila Makarius.
Pasiones en blanco y negro inaugura el 13 septiembre a las 19.30 y se podrá visitar hasta el 22 de octubre, de martes a domingo, de 14 a 19, en el Museo Isaac Fernández Blanco, Suipacha 1422.
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