FOTOGRAFíA > EL ARCHIVO CORTáZAR DE AURORA BERNáRDEZ
Posiblemente no haya escritor argentino más ligado a la fotografía que Julio Cortázar: escribió sobre ella, habló de ella, viajó con una cámara colgada por medio mundo, se retrató como pocos y hasta comparó el arte de escribir cuentos con el fotográfico. Ahora, quien fue su mujer, Aurora Bernárdez, ha decidido exponer el inmenso archivo fotográfico que acumuló durante su matrimonio: más de 4000 imágenes de viajes, lugares y épocas hasta ahora guardadas en cajas de zapatos.
› Por Rodrigo Fresán (desde Santiago de Compostela )
Hay muchos –no demasiados– escritores muy fotogénicos y muy fotografiados. Julio Cortázar fue uno de ellos. Lo que distingue a Cortázar es, además, su ocupación y preocupación por la fotografía. Textos como “Las babas del diablo” o “La foto salió movida” o “Apocalipsis de Solentiname” son, apenas, algunos de los muchos flashes iluminando el encandilante cuarto oscuro de su obra. Párrafos en conferencias del tipo “La novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un ‘orden abierto’, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación, pero al mismo tiempo ese cierre actúa como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende el campo abarcado de la cámara” son, apenas, afirmativos negativos de, enseguida, prácticas positivadas.
De ahí que una foto de Cortázar acabe siendo bastante más que una foto de Cortázar.
Y multiplicar eso por 4000.
Porque ése es el número de instantáneas permanentes –hasta hace poco guardadas en cajas de zapatos– que ha donado Aurora Bernárdez al Centro Galego de Artes da Imaxe entre papel y diapositivas. Sumarle filmaciones de viajes que incluyen templos sagrados de la India, pasan por jóvenes cruces oceánicos y crepusculares autopistas francesas y llegan hasta el bunker maldito de Hitler –y se tendrá una posible idea que imposibilita hacerse una idea del imposible pero real impacto del conjunto. Una selección del torrente– haciendo hincapié en un iniciático periplo de tres semanas por Galicia, en 1957, donde Cortázar dijo haber descubierto la idea del paisaje, una puesta en escena muy inteligente a cargo de Rocío San Claudio Santa Cruz, quien ya había mostrado algo de todo esto en Barcelona en el CCCB, ha sido ahora desviada hacia dos antiguos y venerables recintos de Santiago de Compostela donde, ahora, afuera, mientras yo escribo esto y ustedes lo leen, no importa dónde estén porque están adentro de todo esto, conmigo, cae una lluvia de justicia y sopla un viento feroz y no hay instrucciones cortazarianas para abrir paraguas o cerrar nubes que valgan o sirvan de algo. Tan sólo queda ir dando saltos por los charcos que se forman a los pies de las cuestas empedradas de la ciudad –como si jugásemos a la rayuela– y pasar ahí. Y dar la vuelta a Cortázar y a todos los mundos de Cortázar en varios recintos y módulos que se despliegan, proponiendo azarosas pero inevitables combinaciones, con los mismos modales de esas “figuras” que, aseguraba el escritor, regían el mundo escribiendo su verdadera historia que, de tanto en tanto, asomaba la cabeza mirando fijo como ese gato que sostiene en sus brazos para siempre.
Y ese alguien es Julio Cortázar. Un caso complejo y una basurita en el ojo de muchos que, a la hora de su genio y figura, prefieren mirar para otro lado. Ya se sabe: en el nombre de Cortázar se pronuncian teorías inteligentes y bobadas conmovedoras. Cortázar –allí y ahora, en buena parte de Buenos Aires & Co.– se lee como una incomodidad, como una aberración del sistema. Cortázar como el gran (in)comprendido porque es in no comprenderlo. Tal vez porque era muy bueno. Tal vez porque vendió mucho. Tal vez porque sigue funcionando como entusiasta unidad autónoma y sostenida más por lectores prácticos que por teóricos complejos. Tal vez porque a algunos nada les irrita más que el poder residual –la obra– de alguien a quien siempre le encantó escribir lo que se le cantaba. Quién sabe. Cortázar –la paradoja de un hombre por siempre joven que no dejaba de crecer– es el fantasma que recorre la espectral literatura argentina y ese fantasma –aquí, en Galicia, en la muestra titulada Otoño Cortázar, arropada por mesas redondas, ciclo de películas que se han nutrido de sus ficciones o alimentado de sus influencias yendo desde Blow Up de Michelangelo Antonioni hasta La vida secreta de las palabras de Isabel Coixet, ediciones originales, cartas manuscritas como la que propone a su editor un diseño de portada para Rayuela, entrevistas proyectadas y un largo y feliz etcétera– aparece más vivo y sólido que nunca y dando mucho más que tres golpes. Todo ruido blanco y estática negra queda afuera y aquí Cortázar y lo cortazariano lo cubren todo: una reconstrucción con muebles originales y objetos (esos anteojos de cristales más gruesos que vidrio blindado, ese retrato de John Keats, ese espejo curvo de esa foto, ese reloj de arena de esa otra foto) y la voz de acento mixto rebotando por los pasillos, asegurando que uno se muere sin escribir el libro que quería escribir y que, por eso, si se tiene suerte, se vive en y de la literatura hasta que llega la hora de morirse de cualquier otra cosa.
“He hecho lo posible por mirar (porque ver es fácil)”, escribió Cortázar en una carta de 1956. Y de lo que se trata en Otoño Cortázar es de mirar a Cortázar y descifrar, sin problemas, a través de tantas fotos, no el alma robada sino la cara tomada. El periplo de un profesor de literatura de look poderosamente nerd que viaja y se mueve y escribe viajando y moviéndose hasta convertirse en un maestro de la literatura y, de paso, en el definitivo poster-man de miles de chicas soñando con ser tan grandes como La Maga. Pocos escritores mejor escritos a la hora de la foto. Cortázar como icono y –tal vez se deba a una sobre-exposición todavía en trámite a todos los capítulos de The Twilight Zone– Cortázar también, al igual que Rod Serling, como imprescindible anfitrión de su propia obra. Cortázar como el tipo que abre la puerta para ir a jugar con historias morales pero nunca moralistas. Cortázar que mira a cámara para mirarnos a nosotros y uno mirando fijo a Cortázar. Y quedarnos ahí, un rato largo, apenas parpadeando, como se mira (y no se ve) a un pez raro e irrepetible en un acuario, soñando con la posibilidad de un contagio aunque sea leve y pasajero, de una metamorfosis de axoltl. Y permanecer, secos, más bajo la tinta que bajo esa lluvia que sigue cayendo allá afuera, sobre las calles de Santiago de Compostela por las que alguna vez caminó y que ahora vuelve a mirar, con los ojos bien abiertos, un tipo alto y un escritor inmenso.
La exposición Otoño Cortázar se puede visitar en el Pazo de Fonseca y en la Iglesia de la Universidad de Santiago de Compostela desde el 28 de septiembre hasta el 19 de noviembre del 2006. Ya hay planes para que la muestra viaje a Francia y, posteriormente, a la Argentina.
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