Rojas palomitas
Una investigación de diez años
que acaba de publicarse en Estados Unidos echa luz sobre una de las pocas zonas
que permanecían inexploradas en la vida de Pablo Picasso:
su militancia en el Partido Comunista. A continuación,
Hugh Eakin, editor en jefe de la revista ArtNews, cruza la historia conocida con
la información revelada por Gertje Utley en Pablo Picasso: The Communist
Years para explicar qué llevó al pintor a afiliarse al Partido a
los 63 años, bautizar a su hija Paloma en homenaje al PC,
modificar sus métodos de producción para acortar la brecha entre
el arte y las masas, mostrarse impasible ante los reconocidos males del estalinismo,
la represión soviética del alzamiento húngaro en 1956 y las
deserciones de muchos intelectuales franceses con los que había dado sus
primeros pasos en la política, y permanecer leal a Moscú siendo
un hombre que odiaba toda forma de disciplina u ortodoxia.
Por Hugh Eakin
En 1950, cuando Pablo Picasso solicitó una visa para viajar a Estados Unidos, el Departamento de Estado y los funcionarios del FBI entraron en alerta roja. El propósito de la visita –la primera de Picasso al gran país del Norte– era participar del Congreso Mundial de Militantes por la Paz que se celebraba en Washington. Picasso encabezaba una delegación integrada por otras doce personalidades, cuyo objetivo era persuadir al presidente Harry Truman de que prohibiera la bomba atómica. El Congreso por la Paz, fundado un año antes en París y Praga, era considerado un frente comunista poderosísimo. El mismo Picasso, identificado como miembro del Partido Comunista, venía sufriendo desde 1944 el monitoreo del FBI. Tras consultar a las embajadas norteamericanas en Moscú y París, así como a representantes del Congreso y el FBI, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado negó las visas a toda la delegación.
¿Pablo Picasso, un guerrero al servicio del Imperio del Mal? Aunque su afiliación al Partido Comunista ya era muy conocida desde fines de la década del 40, los especialistas a menudo prefirieron ignorarla, calificándola como un mero flirteo que tuvo escasas repercusiones –si las tuvo– en su obra. Es cierto que el arte de Picasso no adhirió a los dictados estéticos del Realismo Socialista, y que casi ni se lo consideró apropiado para su exhibición pública en la Unión Soviética. Por otro lado, sus admiradores y compradores más importantes provenían de la burguesía de Occidente. ¿Cómo pudo integrar Picasso el arsenal antinorteamericano reunido por Andrei Zhdanov, el despiadado zar estalinista de la cultura?
Poco difundido, el episodio de la visa es sólo uno de los tantos y sorprendentes ejemplos del activismo político de Picasso recogidos por Gertje Utley en su libro Pablo Picasso: The Communist Years (“Pablo Picasso: los años comunistas”), publicado el año pasado por la Universidad de Yale. Picasso obtuvo su credencial del Partido Comunista Francés en 1944, a los 63 años, siguió siendo miembro durante el resto de su vida y se mostró impasible ante los reconocidos males del estalinismo, la brutal represión soviética del alzamiento húngaro en 1956 y las consiguientes deserciones de muchos intelectuales franceses con los que había dado sus primeros pasos en la política.
En sus momentos de mayor compromiso, Picasso ofició de informante ante los máximos burócratas del partido, viajó por Europa promoviendo el movimiento internacional por la paz y donó grandes sumas de dinero en obras de arte para decenas de causas respaldadas por el comunismo. (Apoyó numerosas iniciativas del Partido (o ligadas a él) a través de su marchand, Daniel-Henry Kahnweiler, y aportó fondos más que generosos –dos millones y medio de francos en 1955, tres millones en el ‘56– para financiar un evento anual del partido.) Por entonces, su producción artística comprendía los posters de campaña para el PC, los dibujos por encargo para el diario partidario L’Humanité y también cuadros tan descarada e inocultablemente políticos como Masacre en Corea (1951), una atípica obra de propaganda que denuncia la participación norteamericana en la guerra de Corea. Y le puso Paloma a su hija después de que el Partido Comunista, en su cruzada por la paz, adoptara el ave como su emblema internacional.
“Los estudiosos de Picasso consideran que la década posterior a la Segunda Guerra Mundial tiene una importancia menor”, sentencia Utley, una historiadora del arte que tropezó con este tema diez años atrás, cuando hacía su doctorado en el Instituto de Bellas Artes de la Universidad de Nueva York. “En general, todos coinciden en que, en términos puramente pictóricos, la obra de ese período no es tan estimulante.” Alentada por William Rubin, reconocido especialista en Picasso y director emérito de pintura y escultura del Museo de Arte Moderno en Nueva York, Utley descubrió que todavía había mucho más para contar. “Ése fue precisamentesu período de mayor compromiso con el Partido Comunista”, continúa la investigadora: “Picasso cumplió con demandas de todo tipo. Y cuando uno ve la riqueza de sus obras –ya sean cerámicas, litografías o posters–, sus preocupaciones políticas quedan perfectamente a la vista”.
Con la ayuda de sus tutores de tesis, Kirk Varnedoe, curador del Museo de Arte Moderno, y Robert Rosenblum, profesor en la Universidad de Nueva York y curador del Museo Guggenheim, y bajo la orientación de Tony Judt, historiador en la Universidad de Nueva York y renombrado especialista en comunismo francés, Utley volcó el tema en las más de 700 páginas de su tesis doctoral, escrita en 1997. Enfrascada, entre otras fuentes, en las voluminosas cajas de la correspondencia no catalogada de los archivos del Museo Picasso de París, Utley descubrió muchísimas pruebas del compromiso político de Picasso y de sus amistades. Entrevistó a una veintena de sus amigos, incluyendo célebres escritores y pintores del comunismo francés que lo habían conocido en los primeros años de la posguerra, y obtuvo incluso un documento de 187 páginas del FBI sobre Picasso, gracias a la Ley de Acceso a la Información. Examinó además el origen circunstancial de miles de obras de Picasso, desde la trillada paloma de la paz hasta el Guernica, y no omitió preguntarse cómo y hasta qué punto la política influyó sobre su musa. La investigación, que terminó reducida a un libro de 260 razonables páginas, pormenoriza la devoción de Picasso por el comunismo.
Picasso se afilió al Partido Comunista cuando éste culminaba su período de mayor influencia sobre la vida cultural francesa. El líder comunista Maurice Thorez había sido autorizado a volver de su exilio en la Unión Soviética, y entre 1945 y 1947 el comunismo había tenido participación en el gobierno. Los excesos del estalinismo quedaban eclipsados por los sufrimientos del pueblo soviético durante la guerra y la heroica victoria roja sobre los nazis, mientras que las ayudas económicas, cristalizadas luego en el Plan Marshall, derivaban en lo que para algunos franceses no era más que un nuevo tipo de “ocupación”, esta vez a cargo del imperialismo de Estados Unidos. Entre los camaradas de ruta unidos por las convicciones antifascistas y antinorteamericanas estaban Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, y los artistas Fernand Léger, Henri Matisse y el ex dadaísta Tristan Tzara. Uno de los biógrafos de Picasso, John Richardson, que conoció muy bien al artista y vivió en el París de la posguerra, sostiene que “los intelectuales apoyaron el comunismo porque era algo respetable: como diríamos hoy, era políticamente correcto”.
Picasso, observa Utley, también tuvo motivos personales para hacerlo. Su ingreso al partido era la conclusión lógica de todo lo que había defendido en su vida. Nacido en Málaga en 1881, durante su adolescencia barcelonesa se infatuó con los movimientos anarquistas y pacifistas, mucho antes de instalarse en París en 1904. La importancia de estos primeros contactos sigue siendo materia opinable entre los estudiosos. A comienzos de la Primera Guerra Mundial, Picasso desarrolló una antipatía de por vida hacia todo conflicto armado. De ahí sus esfuerzos por apoyar desde el comunismo cualquier movimiento a favor de la paz. La Guerra Civil Española y el aborrecible Franco lo empujaron al antifascismo, al punto de que ya en 1936 la prensa española lo llamaba “pintor marxista”. Aunque nunca leyó a Marx y tenía escaso conocimiento de lo que ocurría en la Unión Soviética, la militancia comunista de Picasso, según Utley, se afincaba en las más firmes convicciones del Ideal comunista. “Fue un auténtico convencido -anota Utley–, aun cuando creyera que podía ser comunista sin seguir la línea partidaria.”
La afiliación de Picasso al partido en 1944 fue un acontecimiento que hizo época, y los comunistas supieron de inmediato cómo capitalizarlo. Cortejado por la cúpula partidaria, pronto el pintor fue instruido por elmismísimo Thorez en los asuntos del partido. En los aspectos culturales lo guiaron dos de sus amigos, ambos poetas ex surrealistas: Louis Aragon y Paul Eluard. No se esperaba que Picasso cumpliera tareas rutinarias, ni que participara de infinitas reuniones de célula. Le asignaron, sí, funciones prominentes: las del Front des Arts o las del Comité francosoviético. A partir de 1947, cuando se estableció en la ciudad de Vallauris –gobernada por los comunistas– junto a su compañera Françoise Gilot, fue anfitrión del escritor soviético Ilya Ehrenburg y de Georges Tabaraud, editor del diario del partido Patriote de Nice, a quien llegó a aportarle dinero. También lo reclutaron para colaborar con causas menos municipales y más internacionales, como firmar una carta al presidente Truman en protesta contra la creación de la OTAN y en apoyo al denigrado Partido Comunista norteamericano.
Lo más importante, según Utley, es que Picasso se convirtió rápidamente en una de las figuras clave del movimiento por la paz promocionado por el Partido Comunista. Un hecho significativo a la luz del rol que jugó el movimiento en los primeros años de la Guerra Fría. Aunque fundado con toda espectacularidad invocando una independencia absoluta, a instancias de diversos intelectuales comprometidos con el desarme nuclear, esta iniciativa internacional terminó siendo de hecho una causa orquestada por el comisario soviético Zhdanov; todo para crear lo que Utley denomina “un órgano políticamente activo de apoyo a las relaciones exteriores rusas: en definitiva, la más poderosa de las armas no militares que creó la Unión Soviética para contrarrestar a la OTAN”. Involucrado desde un principio, Picasso aceptó en 1948 participar de la conferencia inaugural del movimiento en Wroclaw (Polonia), a pesar del fastidio que le causaban los viajes y su miedo a volar (era su primer viaje en avión). En 1949 asistió a un congreso análogo en Roma, y luego de que en 1950 le prohibieran ingresar a Estados Unidos optó por otro congreso en Sheffield (Inglaterra), donde además pronunció una conferencia. En noviembre de ese mismo año, Picasso recibió del gobierno soviético el Premio Stalin en reconocimiento por sus tareas.
El artista produjo innumerables dibujos y posters en favor de la causa, incluyendo sentidos retratos de Thorez y de Ehrenburg, un dibujo muy idealizado de Stalin en el momento de su lamentada muerte, en 1953, y estilizaciones de Julius y Ethel Rosenberg un año después de que fueran ejecutados en Estados Unidos, acusados de entregar secretos nucleares a la Unión Soviética. La icónica paloma, que Picasso usó luego hasta el hartazgo, pasó a ser motivo omnipresente del movimiento por la paz y apareció incluso en estampillas, no sólo en la Unión Soviética sino también en China comunista. Tan popular era en los ‘50 la imagen de la paloma que el Congreso por la Libertad de la Cultura, respaldado por la CIA, la convirtió en blanco de su propaganda.
La reputación de Picasso en Estados Unidos alcanzó su cenit al desencadenarse la Segunda Guerra; de ahí que el gobierno monitoreara seriamente sus actividades políticas. Ya en 1945, apenas el Buró abrió un expediente sobre el artista, el director del FBI, J. Edgar Hoover, contactó personalmente a la Embajada Norteamericana en París con la intención de obtener más datos sobre el artista. La Oficina de Censura del Telégrafo y la Radio norteamericanos tenían instrucciones de informar al FBI de todos los telegramas enviados por y dirigidos a Picasso. Entre las informaciones y rumores recogidos hay uno de 1950 que dice que Picasso era, sin más, un espía de la Unión Soviética, aunque la acusación no prosperó.
Utley consigna la mezcla de desconcierto y consternación con que la prensa norteamericana reaccionó ante la veta política de Picasso. Desde el principio minimizaron sus opiniones por ingenuas, pero a medida que la Guerra Fría se iba calentando, a fines de los ‘40 y comienzos de los ‘50,las críticas contra su militancia empezaron a hacerse más habituales. En 1949, una nota de ARTnews decía: “Picasso es un diseñador incondicional de posters comunistas y un propagandista part-time”. Un año después, el New York Times ridiculizaba “sus rechonchas palomitas”. En 1954, el Sunday Mirror de Nueva York decía que “antes de que lo picara el bichito colorado, Picasso era el artista más grande de nuestro tiempo”. Según Utley, fue la militancia comunista la que hizo que su reputación en Estados Unidos comenzara a decaer en la década del 50, ahuyentando incluso a los compradores que sus cuadros tenían en el país.
Picasso rechazó el realismo socialista en su obra aun en sus años de mayor compromiso político. Admiradas por los intelectuales del partido, sus pinturas, con sus figuras deformadas, fueron juzgadas inapropiadas para la plebe partidaria y vetada su reproducción en los diarios comunistas. En la conferencia de Wroclaw, Picasso sufrió el ataque de Alexander Fadeyev, presidente de la Unión de Escritores Soviéticos, por su estilo decadente. Pero Picasso se negó a adaptarse a la estética comunista ortodoxa. “En Rusia detestaban su obra pero apreciaban sus ideas políticas”, recuerda Gilot. “En Estados Unidos odiaban sus ideas pero adoraban su obra. Cuando volvió de la conferencia de Wroclaw proclamó: ‘¡Qué bueno que me odien en todas partes!’.”
Picasso, sin embargo, se tomó muy en serio las críticas del partido. A su manera, las obras de este período abrazaron la causa comunista en temas e ideas. Su interés durante los ‘40 y ‘50 por la artesanía sencillista en cerámicas y por las posibilidades de reproducción múltiple en la litografía estaba dirigido a achicar la brecha entre el arte culto y las masas. Los posters partidistas fueron diseñados para que los multiplicaran a bajo costo. Picasso llegó incluso a evaluar qué medios de reproducción emplear para que sus pinturas se volvieran más accesibles. Esos esfuerzos no prosperaron: los coleccionistas burgueses seguían siendo los primeros en quedarse con sus obras, posters incluidos. Pero permitieron que la prensa comunista celebrara al famoso pintor como hombre del pueblo y para el pueblo. “La vida y obra de Picasso como vulgar artesano –sentencia Utley–, fue una mina de oro para los escritores comunistas. Les permitió contrarrestar la imagen adversa del millonario comunista que pasaba sus días en Vallauris con otra imagen nueva y proletaria, de insondable simplicidad.”
Quizás el mayor testimonio de la lealtad de Picasso haya sido su renuencia a criticar al Partido Comunista Francés y, más aún, el continuo apoyo que le prestó cuando las acciones del comunismo soviético se volvían indigeribles para muchos intelectuales ex comunistas. Por ejemplo: pese a las reservas que le despertaba la creciente rigidez del Realismo Socialista, Picasso rehusó firmar una carta de 1948, escrita por un grupo de importantes escritores comunistas que solicitaban el abandono de ciertos dogmas culturales. El dogmatismo cultural del partido se volvió más estricto en 1950, cuando Thorez dejó la jefatura, de la que se apoderaron las facciones más radicalizadas. Aunque redujo sus actividades políticas, Picasso pintó a comienzos de 1951 lo que Utley llama su “primera obra abiertamente didáctica en apoyo a las posiciones políticas de la Unión Soviética”. Masacre en Corea muestra a unos soldados norteamericanos que disparan contra un grupo de mujeres desnudas. Su valor artístico, debido precisamente a su recargado mensaje ideológico, se considera marginal; Richardson la juzga “uno de los peores Picassos jamás pintados”. Aun después de la invasión soviética a Hungría en 1956, Picasso no quiso unirse a los muchos intelectuales comunistas que denunciaron la agresión, por lo que fue duramente criticado en una carta abierta del gran escritor polaco Czeslaw Milosz. Pero el artista -siguiendo el ejemplo de ciertos incondicionales al Partido como su amiga, la escritora Hélène Parmelin– no se inmutó. “Si su ingreso al partido no fue una cuestión de oportunismo, Picasso tuvo muchos motivos y oportunidades para abandonarlo”, escribe Utley. “Cuando Thorez dejó la Unión Soviética, o cuando se supo lo de Stalin, bien pudo haber dicho: ‘¡Ya es suficiente!’. Si no tenía más interés, ¿por qué no se fue en el ‘56? Ése hubiera sido el momento más propicio. Si se quedó, fue porque se lo dictaba una convicción muy personal.”
La imagen de Picasso como militante leal, cuidadosamente guiado por los líderes del partido, despertó reproches en los especialistas, más atentos a sus proteicas capacidades artísticas y a su desenfrenado individualismo. Según Richardson, Utley “tiene razón con respecto a muchos períodos turbios, difíciles y misteriosos de la vida de Picasso. Cuando concluye que fue un afiliado comunista aunque no tenía idea de lo que eso significaba, suena convincente. He aquí a un hombre que odia toda forma de disciplina u ortodoxia y que sin embargo es sorprendentemente leal a la línea del partido”.
Patricia Leighten (profesora de Historia del Arte de la Universidad de Duke y especialista en la vida política de Picasso anterior a la Primera Guerra Mundial) sostiene que este tipo de estudio es invalorable, porque “revisita ciertos temas y proporciona una imagen del artista como figura histórica. Hasta ahora, los críticos prefirieron examinar su obra artística independientemente de otros criterios, y respondieron con reticencia a la idea de situar a Picasso en el contexto social y cultural europeo de su tiempo”. Según Leighten, la adhesión del artista al Partido Comunista es la continuación natural de sus ideas anarquistas y pacifistas de las primeras décadas del siglo XX: “Sus primeras aproximaciones al anarquismo hablan de toda su simpatía, de todo su compromiso con la izquierda. Esto no significa que toda la obra que hizo haya sido política, y mucho menos anarquista, pero sus convicciones políticas agregan informaciones cruciales para nuestra comprensión”.
Algunos de los que conocieron a Picasso en la posguerra observan con más escepticismo este novedoso escrutinio de sus actividades políticas. En una entrevista concedida en París para la revista ARTnews, su amigo Pierre Daix, crítico de arte, líder comunista en el Partido de los años ‘40 y ‘50 y editor de la partidaria Les Lettres Françaises, se pregunta si en verdad hay algo que agregar a lo que ya conocíamos. “No creo que haya nada nuevo”, dice Daix, quien escribió sobre los años comunistas de Picasso en una biografía publicada en 1977, La Vie de peintre de Pablo Picasso (“La vida de pintor de Pablo Picasso”): “Todas sus actividades con el partido, todo esto se ha aclarado. Picasso se unió al Partido Comunista en circunstancias muy conocidas, y también conocemos el resto de la historia. No hay misterio, no hay secretos”. Daix sí advierte que los especialistas han empezado a prestar más atención a los dibujos y posters que Picasso hizo para el partido. Así ocurrió hace un par de años con la muestra Picasso y la prensa, organizada en el Museo Picasso de Antibes y embarcada luego a París para participar del festival que celebró el 70º aniversario del diario comunista L’Humanité.
Establecida ahora en Nueva York, Gilot, que vivió con Picasso sus años más activos en el partido, advierte que no hay que hurgar demasiado en los lazos de Picasso con el comunismo. “Es un error darle tanta importancia. Él no quería ser un privilegiado, un pintor famoso. Quería estar con la gente. Pero no creo que quisiera mucho más que eso.” Gilot reconoce que el prestigio de Picasso tuvo una enorme importancia para los líderes comunistas: “Era un buen nombre para citar”, dice, pero duda de que el partido realmente buscara adoctrinarlo. “Era difícil influir sobre él o manipularlo. Y Picasso nunca siguió exactamente la línea del partido.”
Pero, como sugiere el libro de Utley, fue precisamente la posición excepcional de Picasso –tan popular en Occidente, tan poco doctrinario ensu obra– la que le asignó un papel tan enorme en la dimensión cultural de la Guerra Fría. “Thorez lo comprendió muy bien”, dice Utley. “Dejémoslo solo: nos sirve más si en Europa y Estados Unidos lo ven feliz con nosotros mientras él pinta como un hombre.”
Años después, Ehrenburg sacó sus propias conclusiones sobre el ya anciano artista, quien, después de todo, seguía tan fiel al partido como siempre. En sus memorias de 1966, en un pasaje que Utley no cita, Ehrenburg escribe: “Cientos de millones de personas conocen y aman a Picasso sólo a través de sus palomitas. Los snobs suelen burlarse de toda esa gente. Los detractores de Picasso lo acusan de haber buscado un éxito demasiado fácil. Y sin embargo las palomas de la paz están estrechamente ligadas al resto de su obra, a los minotauros y los machos cabríos, a los hombres ancianos y las muchachas jóvenes... Es imposible, por supuesto, conocer a Picasso sólo por las palomas. Pero había que ser Picasso para hacer esa paloma”.
Traducción de Sergio Di Nucci