CINE > LOS INFILTRADOS: SCORSESE VUELVE A LA MAFIA
Los infiltrados es muchas cosas a la vez: el regreso de Martin Scorsese a los ámbitos de la mafia, la remake por parte del máximo guardián de la tradición cinematográfica norteamericana de una película hongkonesa, la posibilidad de ver una actuación notable de Leonardo DiCaprio, una fábula moral sobre EE.UU. y la primera colaboración entre el director y Jack Nicholson. Pero también podría ser una reflexión aguda e irónica de Scorsese sobre sí mismo. Carlos Gamerro vio la original y la remake, y baraja todas las posibilidades.
› Por Carlos Gamerro
En su nueva película Los infiltrados (The Departed), Martin Scorsese retorna al mundo que mejor conoce: el de los gangsters, las pandillas y el crimen organizado que ha retratado en Calles salvajes (1973), Taxi Driver (1975), Buenos muchachos (1990), Casino (1995) y Pandillas de Nueva York (2002), mundo que para muchos constituye la esencia, la marca registrada o al menos el fuerte de su cine. En este caso, la mafia no es la italiana sino la irlandesa, y las malas calles y las peores pandillas no son las de Nueva York sino las de la irreprochable (en apariencia) ciudad de Boston, en cuyo barrio sur (Southie para los entendidos) transcurre la acción de este notable film...
Esta era una manera posible de empezar una nota sobre Los infiltrados, bastante previsible, por no decir inane, aburridamente convencional en el mejor de los casos. Otra sería preguntarse, con las manos crispadas sobre los brazos de la butaca o las teclas del teclado, ¿por qué se le ocurrió al genial Marty hacer una remake de una ignota película hongkonesa (Infernal Affairs (2002) de Andrew Law) que es, como mucho, una correcta película de género? O, volviendo al principio, ¿Scorsese retorna a su mundo, o se aleja de él de una manera aun más sutil, más subversiva quizá que en sus películas “atípicas” como La edad de la inocencia, La última tentación de Cristo o Kundun?
La atipicidad de esta segunda serie es, de todos modos, más superficial que profunda, ya que se mantienen los fundamentos del mundo de Scorsese, básicamente masculino, cuyos motores son la violencia y el apetito de poder, y sus mecanismos compensatorios de la culpa y la búsqueda de redención (que en general suelen ofrecer las mujeres). Así, La edad de la inocencia (1993) puede verse como una de gangsters, pero reescrita por Henry James; Kundun (1997) otra, pero con Mao haciendo de Don Corleone; y en El aviador (2004) los gangsters son Hollywood y otras grandes corporaciones de la industria. El reemplazo del chiquitaje gangsteril por el gangsterismo wasp de alto vuelo ya estaba anunciado en Casino (como si Scorsese dijera: al lado de los que manejan los EE.UU., los Corleone son rateritos de cuarta).
La trama de su nueva película presenta una situación de doble infiltración: la policía ha logrado meter a uno de sus hombres, Billy Costigan (Leonardo DiCaprio), en la banda del jefe mafioso Frank Costello (Jack Nicholson), pero éste, a su vez, ha hecho ingresar en las filas policiales a un protegido suyo, Colin Sullivan (Matt Damon). En sus declaraciones, tanto director como actores sugieren que la fábula aspira a convertirse en una denuncia sobre la corrupción en el sistema policial y, aun más, del país como un todo, lo cual apenas sorprende, pues en el último tiempo toda película estadounidense con veleidades críticas quiere coquetear con la idea de que le están tirando por elevación al gobierno de Bush. Pero esto es claramente insincero, o en todo caso delusivo: si Los infiltrados es una crítica al gobierno de Bush, Manuelita la tortuga fue una feroz denuncia del menemismo y un anuncio de la nueva era de honestidad y mesura que se abría con el gobierno de Fernando de la Rúa. No hay mensaje ideológico ni aun moral en Los infiltrados, como no lo hay en el cine policial de Hong Kong, o más bien (porque la moralidad y la moralina saturan el cine hongkonés, que antes de ser policial o thriller es siempre melodrama) los dilemas morales están, pero como mecanismos del plot, mero combustible para el juego de peripecias cuyo único fin es tener en vilo y a los saltos al espectador, para agregar vueltas de tuerca y giros inesperados al vertiginoso ajedrez de la trama, y tienen tanto contenido moral como un videogame.
No es la primera vez que a Scorsese se le da por las remakes; y en la antecesora, Cabo de miedo, ya había puesto en práctica el truco de hacer una buena versión de una película mala o al menos inferior (algo que la mayoría de sus colegas y compatriotas hace muy bien, pero al revés). La moraleja hollywoodense convencional de la Cabo de miedo (1962) de J. Lee Thompson nos proponía un fiscal acusador interpretado por un Gregory Peck tan bueno que parece haber pasado del set de Matar a un ruiseñor (también de 1962) sin siquiera cambiarse de ropa, que es perseguido por el criminal que hace años ha enviado a la cárcel, Jack Cody. Scorsese convierte al fiscal en defensor que no ha cumplido con su trabajo y ha mandado a su cliente a la cárcel, y la familia empieza a resquebrajarse y dividirse contra sí misma apenas Cody les mete el dedito en la boca. Scorsese subvertía así las premisas morales e ideológicas del film de stalkers (el carácter homogéneo, unido y sacrosanto de la familia, que sólo puede ser amenazada desde fuera por los outsiders como Cody) de manera análoga a como luego lo haría –en una variante más directamente política– la francesa Caché (2005) de Michael Haneke.
Nada de esto sucede con Los infiltrados, en principio porque no había en el original nada que subvertir. ¿Qué puede interesarle, al público estadounidense, en principio, la moral o la ideología de la policial hongkonesa? Hay, además, y en esto radica la mayor diferencia con la original, algo que sutilmente no cuadra en la película de Scorsese. Las tramas del cine policial de Hong Kong, aun cuando presenten un mundo de gangsters y criminales de violencia extrema que se propone como reflejo del “real”, están más cerca del melodrama o aun del género fantástico, tienden a la pura ficción. Y aun cuando fueran rigurosamente referenciales, ¿qué elementos permitirían al espectador occidental juzgarlos? Cronenberg, que vistió a sus cirujanos de un fantástico rojo escarlata en su Pacto de amor (1998), decía a quien le preguntara por el simbolismo de la escena: “No, es que así hacemos las cosas en Canadá”. En el cine de Hong Kong, esta irrealidad de trama y personajes se corresponde sin fisuras con un similar esquematismo de puesta en escena, vestuario, locaciones y actuación que por momentos acercan más al cine de animación, y el resultado es coherente y armónico. En Los infiltrados pareciera que director y guionista intentaron compensar el evidente artificio de la trama con una pretensión casi documental en el retrato del mundo del crimen y las instituciones bostonianas: el funcionamiento de la policía, sus distintos departamentos, sus ceremonias, su música; y en las entrevistas advierten que el asesor técnico de la película era “un veterano con 30 años de experiencia dentro de la Policía Estatal de Massachusetts”, aclarándosenos además que la mafia irlandesa efectivamente dominaba en una época el sur de Boston (es notable como siempre el eje aceptable/inaceptable –wasp/irlandés en este caso– se resuelve en los EE.UU. como eje norte/sur).
Los guionistas de cine son en general gente culta, que han ido a la universidad a estudiar literatura, han leído los clásicos y están ávidos por demostrarlo y sacudirse el estigma de proveedores de chatarra, pero a William Monahan se le va la mano en la operación y aporta un ingrediente de extrañeza adicional. El joven Colin Sullivan impresiona al mafioso Frank Costello, en su primer encuentro, reconociendo el “Non serviam” del primero como una cita de Joyce. En realidad es de la Biblia (Jeremías 2:20) que, aun sin llegar a ser irlandesa, era una lectura más probable para Costello que el inextricable Ulises aunque, como estamos en Boston, quizás haya ido a Harvard o Yale. Frank también cita a Shakespeare, esta vez, Dios sea loado, erróneamente (el “uneasy lies the head that wears the crown” de Enrique IV se convierte en “heavy lies the crown”). Costigan cita a Hawthorne en su entrevista con sus jefes, y para broche de oro la psiquiatra policial Madolyn desafía al policía que interpreta Matt Damon a responder a la pregunta: “¿Qué dijo Freud sobre los irlandeses y el psicoanálisis?”. Y éste responde con seguridad.
Otro elemento de inverosimilitud galopante que, sorprende saber, no corresponde al filme original sino que es un aporte original de la remake, es el doble romance que ambos infiltrados mantienen con esta psiquiatra, la única mujer con alguna presencia en esta trama casi exclusivamente masculina (de la amante de Nicholson-Costello, cuanto menos se diga, mejor). Que el personaje de Matt Damon se levante a la psicóloga resulta comprensible, a fin de cuentas ambos son policías, ambos trabajan juntos, etc.; pero que ésta, luego de formar con Matt una pareja estable y sin conflictos, acepte que un criminal excarcelado y agresivo la amenace, durante la consulta, para que le recete sedantes, luego la invite a un café, luego se meta en su casa y en su cama, o tiene que volver a hacer la carrera o empezar cuanto antes su propia terapia. A la ya mencionada cita de Freud (que los irlandeses son el único pueblo inmune al psicoanálisis), cabría aquí agregar otra: que los estadounidenses jamás lo entendieron. En el cine al menos (con la excepción del de Woody Allen), éste parece ser el caso. Estas torpezas guionísticas pueden salvarse, a veces, con la magia de la actuación o al menos del casting: como la Vera Farmiga no es, en términos hollywoodenses al menos, gran cosa, y el criminal en cuestión es nada menos que Leo DiCaprio, se supone que ella le aceptaría el cafecito, aunque lo supiera autor de todas las masacres seriales de los últimos 50 años. Pero en la pantalla, por decirlo con otra fórmula trillada, no hay química (sí la hay, de alguna manera, entre Vera y Matt: su relación nos parece tan natural e inevitable como la de Ken y Barbie).
El plato fuerte de la película, muy anunciado en la publicidad relativa a la misma, es de todos modos la colaboración, por primera vez, de dos grandes como Scorsese y Jack Nicholson. Pero si el espectador espera grandes cosas de este encuentro de titanes, se irá del cine algo decepcionado. Ambos están demasiado crecidos ya, son demasiado ellos mismos para afectarse mutuamente. La dinámica que puede adivinarse o entreverse es de mutuo reconocimiento, mutuo respeto, mutuo aprecio. “Vos hacé lo tuyo y yo hago lo mío”, y el tradicional “que no se corte” de despedida. Nicholson le aporta a la película, eso sí, un momento emblemático: una sobria y minimalista imitación de una rata que probablemente ningún actor de su talla (ciertamente no De Niro) podría sacar así de taquito, como sin proponérselo. “Rata”, tengamos en cuenta, es la palabra clave del film (“rat”= filtro, buchón), y la trama gira obsesivamente sobre los intentos tanto de policías y mafiosos de dar con la “rata” que se les ha infiltrado.
Las carreras de Scorsese y Coppola fueron paralelas durante tanto tiempo que hoy resulta difícil sobreponerse al hecho de que uno de los dos ya no corra. Lo propio de Coppola era la grandeza épica, shakespeareana en la saga de El Padrino, wagneriana en Apocalypse Now. Scorsese pareció contentarse durante mucho tiempo con hacer el contrapunto picaresco a las notas operáticas de su colega y contemporáneo, y a veces las películas de Scorsese parecen ser la respuesta a una de Coppola: Buenos muchachos es impensable sin El Padrino, porque hacía falta elevar la figura del mafioso a alturas míticas para que alguien los volviera a tierra, nos recordara que son chorritos baratos aunque, eso sí, con muchos billetes y mucha cocaína. Si bien Marty alcanzó las alturas de lo sublime un par de veces, notablemente en Toro salvaje, y también en Taxi Driver (para la cual habría que inventar una nueva categoría, lo sublime punk), es notable que su salto a las dimensiones épicas, evidente en la miltoniana Casino, en Pandillas de Nueva York y en El aviador (intentos previos, como La última tentación de Cristo, no las alcanzaron), coincide con el derrumbe del gigante tras Drácula (1992). Y si Coppola profetizó su propio heroico colapso “con las botas puestas” frente a la industria hollywoodense en Tucker (1988), Scorsese celebró su propio triunfo en El aviador. Coppola repite (no sólo en su cine sino en su misma presencia física) la historia de Orson Welles, ese otro gran gigante herido del cine estadounidense: el mito del elefante finalmente atravesado por las lanzas de los pigmeos. Marty, en cambio, es el ladronzuelo que sobrevive a todo, el pequeño ratero que llega a la cima. La imagen que cierra Los infiltrados, la de la rata que pasa frente a la cúpula dorada del Departamento de Estado (símbolo inalcanzable de las aspiraciones a la respetabilidad wasp para los hibernoamericanos, italoamericanos, o cualquier otra minoría de su calaña) es, como comentario moral sobre las peripecias de la película, banal y hasta mentiroso. Sí la vemos, en cambio, como reflexión autoirónica del director que ha logrado sobrevivir 35 años infiltrado en la industria cinematográfica estadounidense, dando algunas de las mejores películas tanto independientes como mainstream (y el brillo de esa cúpula recuerda entonces a ese otro, que siempre le ha sido absurda, casi criminalmente negado, el de la estatuilla al mejor director), es aguda y exacta. Si uno observa atentamente la imagen, verá que la rata está sonriendo.
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