OFICIOS > LA FáBRICA DE ACORDEONES ANCONETANI
Se fundó a principios del siglo XX, y entonces era no sólo la primera, sino la única fábrica de acordeones artesanales de Sudamérica. Ahora sigue siendo la única de Argentina, y el apellido de la familia Anconetani es legendario entre clientes fieles como el Chango Spasiuk, Antonio Tarragó Ros o Raúl Barboza. Aquí el hijo del fundador, don Nazareno, de 84 años, repasa su historia de artesano y revela algunos —pocos— secretos.
› Por Ina Godoy
Atrás de una fachada reformada se abre como un fuelle, en estado casi original, la primera y única fábrica de acordeones artesanales de la Argentina. Adentro, un boliche detenido en el tiempo, una casa que pasó por mejores momentos, un patio en el centro y la escalera que da al taller, todo está intacto desde hace casi un siglo.
Nazareno Anconetani es hijo de Giovanni, el fundador de la fábrica; tiene 84 años y es el único de la familia que sigue cumpliendo a rajatabla el horario de trabajo full time en el taller. Mezcla de guía con anfitrión, va a paso lento atravesando la casona vacía, desde las vidrieras polvorientas del local, el patio, sumergiéndose de a poco, escalón por escalón, en la escalera que lleva al taller. Ahí lo espera su banco, instalado en un rincón, junto a una lista de nombres, fechas y anécdotas que descansa en el tablero de trabajo, por si la memoria le falla. “Mi papá nació en Loretto, cerca de Castelfidardo, en Ancona, una provincia italiana especializada en la construcción de acordeones”, cuenta el menor de los Anconetani, en un auténtico dialecto que mezcla el español y el italiano, mientras manotea la lista más por emoción que por falta de memoria. “Giovanni era amigo de Paolo Soprani, vino por primera vez a la Argentina como viajante hasta que se quedó acá, como importador de la firma”, relata Nazareno, recordando el admirado vínculo de su padre con el fabricante que le dio nombre a los acordeones italianos más prestigiosos del mundo, junto a los alemanes Hohner.
Cuando se instaló definitivamente en la Argentina en 1918, Giovanni ya era un erudito: desde los 17 años se había dedicado exclusivamente a la construcción artesanal de acordeones Paolo Soprani, además de venderlos y ejecutarlos. Sobre ese prontuario se paró para abrir las puertas de la primera fábrica de acordeones artesanales de Sudamérica.
Lo que hoy es el límite entre los barrios de Palermo y Chacarita, en 1918 era una zona donde los inmigrantes habían establecido sus quintas y puestos de venta de frutas y verduras. En las tardecitas, al final de la jornada de trabajo, los verduleros añoraban su tierra tocando y cantando sus canciones. “Escuchá la verdulera”, decían los vecinos, mientras oían los acordeones diatónicos que los inmigrantes solían tocar. Por ahí andaba Giovanni una tardecita de ésas, tocando en la casa de un compatriota, cuando vio salir a una joven a tirar un balde de agua para aplacar el polvo de la calle que subía con la temperatura. “Aquella bella ragazza era Elvira Moretti, su futura esposa, mi madre”, dice Nazareno, el menor de los 5 hijos del matrimonio. “Mi mamá siempre contaba que mi papá le pidió un día que le alcanzara la cola vinílica, y desde el momento en el que se la alcanzó, nunca dejó de trabajar en la fábrica, así que antes de nacer yo ya estaba en el taller, en la panza de mi madre”, agrega.
Un día de 1939, las piezas importadas para armar los acordeones dejaron de llegar desde Italia a la casona de Guevara 478. La Segunda Guerra Mundial había comenzado y así fue como Giovanni empezó a construir los instrumentos con sus propias manos, y las de toda su familia. “Fueron seis años en los que Europa parecía no existir, no llegaban cartas ni llamadas telefónicas”, dice Nazareno. “Pasaba los días enteros sentado en el torno haciendo botones de acordeón, trabajábamos como presos”, recuerda, más cerca del orgullo que del rencor. La historia del apellido que se convirtió en marca está guardada en su memoria en forma de infinitas anécdotas. “Un buen día vinieron tres alemanes, uno de ellos traía en la mano un catálogo que mi padre había mandado hacer, que hablaba de la primera y única fábrica de acordeones de Sudamérica.” Frente a la oferta de importar materia prima de Alemania y construir los instrumentos en Argentina que Giovanni recibió aquel día, preguntó: ¿cómo se van a llamar los acordeones? Y los alemanes respondieron nada más y nada menos que Hohner (“a lo sumo podemos hacer un modelo Anconetani de Hohner”, agregaron). “¿Sabe lo que les contestó mi padre?”, dice Nazareno, como quien habla del hombre más fuerte o más sabio del mundo: “¿Por qué no hacemos al revés? ¿Un modelo Hohner de Anconetani?”, y se entrega a las carcajadas. “Ese día aprendí una de las lecciones más sabias de la vida: cuando los alemanes se fueron, mi padre reunió a toda la familia, nos contó lo sucedido y nos pidió una opinión. La mayoría aprobó la propuesta, lo veían como una oportunidad de crecimiento, yo era muy chico y recuerdo perfectamente la respuesta de mi padre, que nos trató de estúpidos a todos y terminó diciendo que le vendíamos el alma a cualquiera”, recuerda Nazareno.
Así fue como los Anconetani sobrevivieron a la conquista de la mismísima Hohner y evolucionaron en la fabricación artesanal de instrumentos que se fueron destacando cada vez más por estar hechos a medida. “Un día vino un cliente que tocaba el acordeón, y acababa de perder el brazo izquierdo, a decirle a mi padre que quería seguir tocando. No sé cómo se le ocurrió, pero le hizo un aparato que de un lado se agarraba con una mano y del otro se apoyaba en una pierna con una especie de pie metálico, así tocaba aquel cliente y le iba muy bien. Cada instrumento que construimos es distinto a los demás, son piezas únicas”, asegura Nazareno.
En el clímax de la historia que desgrana con impecable memoria, a Nazareno se le fuga la mirada como si se transportase en el tiempo. “Escuchábamos en radio Colonia un aviso publicitario con una frase que había inventado mi mamá, que decía: ‘Para violines Stradivarius y para acordeones, Anconetani, porque son extraordinarius’”, remata desde el podio de la nostalgia.
La lista de recuerdos engorda cuando llega el turno de enumerar a los clientes de la familia-fábrica. Nazareno tiene en sus manos la herramienta para demostrar que los acordeones Anconetani son los preferidos por virtuosos artífices del instrumento de ayer y de hoy. Con la emoción de un niño durante su actuación en la escuela, rescata de la hojita temblorosa nombres que retumban y rellenan la soledad del taller.
Julio Erman “Gasparín”, Bertolín, Ernesto Montiel, Antonio Tarragó Ros, son algunos de los que inauguran la extensa fila de clientes que –comprada de uso, mandada hacer o heredada– hicieron realidad el sueño de tocar una Anconetani.
El final de la década del ‘30 y el principio de los años ‘40 fue indudablemente la época de oro de la familia italiana que, además de trascender como fabricantes, se codearon con D’Arienzo y Troilo. “Antes no había bailanta, estaban la orquesta típica y la jazz, entonces la muchachada compraba el diario El Mundo, que era como ahora Crónica o cualquier otro diario popular, que traía la cartelera del fin de semana; Bertolín y Brunelli eran las dos columnas más grandes que hubo del acordeón”, evoca Nazareno, en una catarata melancólica de la que sobresalen las postales más sabrosas de su relato. La de Raúl Barboza o el Chango Spasiuk, llegando de la mano de sus padres a la casa de Guevara, que hasta hoy sigue siendo un lugar de paso obligado durante sus estadías en la capital porteña, es una de las más sabrosas para Nazareno. Mientras que Barboza y Spasiuk atesoraron sus flamantes Anconetani (ver recuadro) siendo niños, desde Montevideo, Hugo Fattoruso muestra admiración por estas artesanías y, si bien tiene una Paolo Soprani, el parentesco queda en evidencia cada vez que visita el taller de la familia, en busca de alguna reparación.
A esta altura, sólo queda intentar develar algunos de los secretos del éxito, pero Nazareno aprendió al pie de la letra la lección que su padre le dio la tarde que desembarcaron en la fábrica los alemanes de la Hohner. “El resultado de aquella experiencia sigue vivo hasta hoy, porque nuestros acordeones llevan nuestro apellido y eso es una gran satisfacción personal que nada tiene que ver con el dinero, ese saber tiene un valor moral que no se paga con nada”, sentencia.
La calidad del sonido del instrumento está íntimamente relacionada con la calidad de la madera con la que fue fabricado. “Ahora se usa mucho el plástico, pero la expresión de la madera es incomparable, parece mentira, pero cuanto más viejas son, mejor suenan, son como el vino, la madera se va estacionando”, explica el experto. “Nuestros instrumentos son hechos con madera que sacamos de un bosquecito propio que tenemos en Bernal, con pinos, abedules, palisandros. Y como la luna gobierna la madera, los podamos solamente en cuarto creciente, de lo contrario la madera no sirve”, agrega, dosificando uno de los secretos: el de la luna.
Cada tanto, cuando se le agotan las palabras, Nazareno interrumpe su relato y camina en busca de uno de esos acordeones que no vendería por nada del mundo. Se lo calza, no le quita los ojos de encima, apenas lo toca y vuelve a dejarlo, mientras repite incansablemente: “¡qué lindo está, qué bien que suena, es una reliquia hecha en casa, lo veo y no lo creo, y si lo escucho, menos!”. La euforia le da paso a una nueva reflexión: “Hay secretos que uno se lleva a la tumba con ganas, porque nos llevó toda una vida aprenderlos”, asegura, esta vez con los ojos perdidos en el patio donde todavía, algunas tardecitas, toca el acordeón.
El viernes que viene a las 17 hs., en Guevara 492 se organiza una fiesta popular para celebrar el 1° año del Museo Anconetani del Acordeón. Se prometen invitados de lujo.
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