HOMENAJES > ALBERTO MIGRé POR CECILIA ABSATZ
Con más de 700 novelas escritas, un oído impecable para el castellano, una sensibilidad única con el público, éxitos que se extendieron por cuarenta años y todo el mundo y un coraje que lo llevó a poner en horario central temas como la guerrilla, la dictadura, el divorcio, cuando nadie los trataba ni siquiera en la trasnoche, Alberto Migré ocupó un lugar en la cultura latinoamericana que todavía no se termina de asumir. Pero al menos se empieza.
› Por Cecilia Absatz
Bien entrada la primera década del siglo XXI, hoy se puede afirmar que el cuerpo oficial de la cultura comienza a reconocer la existencia del género romántico y a mirarlo con respeto. Lo hace un poco a regañadientes, presionado por la forma enérgica en que la novela romántica prospera y, más todavía, tal vez, por el movimiento económico que genera a su alrededor. La novela triunfa en todo el mundo y en todas sus formas: libros, historietas y teleteatros se venden y se exportan con creciente fluidez. Y todo esto sin el respaldo de la medalla académica ni la bendición del canon... hasta ahora: lentamente, desde hace unos años, la sociedad comienza a reconciliarse con las formas más populares de la cultura.
La novela por entregas, o folletín, conoció el papel un poco áspero de las editoriales de segunda, más tarde pasó a la radio, después a la televisión, ahora llega a Internet y al teléfono celular. Cualquiera sea la forma que los tiempos le confieran, la novela va a conservar su naturaleza y ejercer su magia, y una vez más va a sorprender al ojo académico. El género se vuelve ahora material de estudio y de debate. Se organizan coloquios y se celebran congresos en todo el mundo. La pregunta básica es qué tiene una novela para arrebatar el corazón más sencillo, y también el más sofisticado.
Esta opulencia actual del género, sin embargo, pertenece a una época diferente de la que caracterizó la obra de Alberto Migré.
La radio actual tiene un estilo muy diferente al de la época de Migré, donde hasta el mínimo comentario estaba guionado y ponderado. (De hecho, la escritura de estos guiones y “continuidades” –los textos que enlazaban un programa con el siguiente– fue uno de los primeros trabajos que hizo en la radio un Migré muy joven.)
En la modalidad actual de la radio, al parecer, no cabe la novela romántica. Casi ninguna forma de ficción, en realidad. Tal vez sea una cuestión de velocidad: es como si la radio se hubiera abandonado al realismo cotidiano y hubiese entregado la ficción sin pelear. Se la entregó a la televisión.
Así se marcó un nuevo territorio, pero también en la televisión algo cambió profundamente. Esta es la época de las grandes superproducciones, de dimensión global. Ahora son las productoras las que imprimen la marca del producto y las que se ocupan de distribuirlo por el mundo entero. Hoy es difícil encontrar una novela de autor.
Las novelas antes pertenecían a un autor. Eran, por ejemplo, veintidós capítulos, o treinta, o cincuenta. Alberto Migré, o Abel Santa Cruz, o Nené Cascallar, o Celia Alcántara. Con sólo escucharlos se podía reconocer la pluma, del mismo modo en que se puede reconocer al director en ciertas realizaciones cinematográficas.
Entre estas grandes novelas, las de Migré tenían su marca registrada, su propia musicalidad. Además de las historias que era capaz de crear, Migré tenía un don para las palabras. Se daba permiso para usarlas, exploraba el matiz más leve del borde de un sentimiento, y encontraba la palabra justa para designarlo. Tenía ese poder, y esa convicción. El usaba las palabras como joyas, es decir, como algo precioso que no sólo hay que tener, sino también hay que saber llevar.
Alberto Migré fue un precursor a la hora de escribir, un gran inventor. Uno de sus grandes hallazgos consistió en meter la ciudad de Buenos Aires como una protagonista privilegiada de sus historias. Es parecido a lo que Dashiell Hammett hizo con la llamada “novela negra”, en la primera mitad del siglo XX, según detalla su contemporáneo Raymond Chandler. Con novelas como El halcón maltés, por ejemplo, Hammett saca el relato policial de los elegantes salones británicos del siglo XIX, llenos de mayordomos y visitas mundanas, y lo lleva adonde el crimen de hecho pertenece, es decir, a los bajos fondos de las grandes ciudades como Chicago o Nueva York. De un modo similar, Alberto Migré sacó a sus historias de ese territorio innominado, indeterminado, casi onírico en el que transcurren las novelas clásicas, y las llevó a lugares concretos de Buenos Aires, la calle Quintino Bocayuva, San Juan y Boedo, el corazón de Flores. Calles con nombre y apellido, árboles conocidos, la música reconocible de la ciudad.
Esta “urbanización” del relato, que es una suerte de marca registrada de Alberto Migré, le dio a sus novelas un modernismo y una sensualidad que el género no conocía. La pluma de Migré se divertía con las citas, exploraba las novedades de los tiempos, leía poesía, definía, sin duda alguna, un perfil claro de identidad cultural.
Una de sus piezas paradigmáticas, el teleteatro Rolando Rivas, taxista, ha sido un alarde de audacia y brillantez narrativa. Es de 1972. En esta pieza, por primera vez, salen las cámaras a la calle y se muestra la ciudad. Y dentro de la historia, también, aparece por primera vez un guerrillero. El hermano de Rolando era un guerrillero que había muerto en un enfrentamiento con la policía. Nadie más que Migré habría tenido el coraje de meter un guerrillero en la historia en pleno gobierno militar. Probablemente haya sido la primera pieza de ficción en registrar el tramo más negro de la historia argentina contemporánea.
La cuñada de Rolando, la viuda del guerrillero, también fue un personaje casi sin precedentes. Matilde (Leonor Benedetto) era una mujer de intensa voluntad erótica, malvada y salvajemente atractiva. Esta fue una de las audacias de Migré; las mujeres de entonces no tenían semejante carga de voluptuosidad, al menos no en el seno de una familia. Era preciso lidiar con eso, resistir los tembladerales: a Migré siempre le gustó trabajar sobre la estatura moral de las personas.
Rolando Rivas, taxista no fue un éxito de entrada pero a los tres meses se había convertido en un culto de dimensión nacional. Los martes a la noche no había otro programa posible y las calles quedaban desiertas. La historia de Rolando (Claudio García Satur) y Mónica Helguera Paz (Soledad Silveyra) era lo único que importaba; por una vez, varones y mujeres por igual comprometían su interés y se abandonaban sin pudor al disfrute de una historia de amor. Rolando Rivas era una novela profundamente sentimental, pero muy viril. Uno de esos casos tan interesantes del género en que el protagonista es un varón.
En la temporada siguiente, Mónica Helguera Paz había desaparecido de la novela, no quiso seguir en el proyecto. ¿Quién la reemplazaría? Había una enorme expectativa porque no era fácil llenar ese espacio en el corazón de Rolando. En un alarde de audacia, otra vez sin precedentes, Migré propuso el personaje de Natalia, una mujer divorciada.
Hasta ese momento las mujeres de la televisión argentina eran casadas y con la alianza bien a la vista. En los avisos publicitarios solían vestir prudente falda y camisa. Derrochaban virtud. Si bien existía en la época una forma menor pero legal del divorcio, el artículo 67 bis, las divorciadas sencillamente no figuraban en el universo de los medios. Y gracias a Migré, la protagonista de la segunda parte del éxito más grande de todos los tiempos era divorciada ¡y con un hijo pequeño!
Puede decirse sin vacilar que Alberto Migré puso a la mujer divorciada en el mapa de la Argentina: la legalizó, le dio prestigio y peso social. Le quitó esa sombra de estigma que traía y le dio los divinos sobresaltos de un personaje protagónico. Y también, por supuesto, le dio la cara de Nora Cárpena, su pelo castaño y su calidez.
Quince años más tarde, en Sin marido (Patricia Palmer y Gustavo Garzón), la mujer sola todavía era una figura social sospechosa y hostigada por el establishment de la clase media. En 1972, el personaje de Natalia fue poco menos que un escándalo.
Los académicos se preguntan qué tienen las novelas (de Migré) que arrebatan el corazón más sencillo y también el más sofisticado. La respuesta no es difícil: una buena historia, una buena pluma, una gota de provocación, oído musical... y libertad extrema. Las libertades que Migré se tomaba a veces pasaban inadvertidas, a veces no.
Cuando mató a los protagonistas en el final de Piel naranja (1975) hubo consternación general. Todo el mundo conoce la historia: Clara (Marilina Ross) se había enamorado de Juan Manuel (Arnaldo André) pero tenía marido (Raúl Rossi), un hombre mucho mayor. Después de un amor mucho tiempo contenido y por fin desbordado, en medio de un gran tormento por la naturaleza del pecado, el marido, que es un hombre bueno, se choca de frente con la desesperación y mata a los amantes con una escopeta. La gente no toleró esa trágica muerte, le suplicó a Migré que tuviera compasión, más bien demandó un nuevo final. Pero él sabía lo que hacía. Ese pecado en las novelas no tiene perdón. No da lo mismo.
Alberto Migré escribió más de setecientas novelas, para la radio y para la televisión. Cada una tuvo algo que la hizo única y especial. En La cuñada, de 1987, Migré se atrevía a tomar como heroína a la figura más antipática del estereotipo familiar, después de la suegra. ¿A quién se le hubiera ocurrido elegir precisamente a una cuñada como el personaje central de una historia de amor? Y como a propósito, una figura tan encantadora como la joven María Valenzuela obligaba al público a simpatizar con ella. La canción hacía temblar el corazón más disciplinado: se llamaba “Fruta verde” y la cantaba Lucecita Benítez. En esta historia, vale la pena señalar, también había un desaparecido durante la dictadura militar: precisamente el hermano que había dejado viuda a esta cuñada. Y en El Rafa (1997) también hubo alusiones directas a esa época trágica: cada tanto se cruzaba un Falcon verde y se llevaba a alguno. Alberto Migré siempre fue un hombre valiente, en su escritura y en su vida personal. En un homenaje que Argentores le hizo en la Feria del Libro de 2006, muchos de los testimonios de sus amigos, sus actores, sus colaboradores, dieron cuenta de la generosidad y el coraje con que actuó cuando el país estaba aplastado por la dictadura.
El 10 de marzo de 2006 Alberto Migré nos dejó. Estaba escribiendo una novela para México, Condenados al amor, que acaba de completar quien era su colaborador, Víctor Agú: sólo faltaban treinta capítulos. El lugar de Migré en la cultura de América todavía no está correctamente definido. El tiempo, la decantación y la memoria van a determinar ese lugar. Lo que ya nadie ignora es que ha sido un conocedor de las pasiones humanas, sus misterios, su enjundia y sus debilidades. Un enamorado de las palabras y de la música. Un hombre valiente y romántico. Un creador.
La novela que se presenta en este volumen pertenece a una época anterior, el tiempo dorado del radioteatro, cuando las historias sólo se construían con la potencia de las palabras y la emoción del oyente. La radio siempre ha tenido la particularidad de crear un vínculo de profunda intimidad con el que escucha, y en este caso en particular la novela quedó grabada en la memoria emotiva de todos quienes la siguieron.
Hasta el día de hoy resulta moderno el título, que tuvo la originalidad de incluir un número telefónico. 0597 da ocupado se estrenó por radio El Mundo en 1955, protagonizada por Hilda Bernard y Fernando Siro. Hoy es un hecho conocido que las novelas se han convertido en un producto estrella del comercio exterior: las productoras realizan sus novelas y luego las venden a una cantidad de países en el mundo que las consumen con voracidad. Pero en la década del ’60 no era en absoluto común. Migré también en esto fue un adelantado. 0597 da ocupado se vendió en su formato radiofónico a países como Colombia y México, y fue interesante el derrotero que siguió la versión que se hizo para la televisión de Brasil, en 1963. El título era 25499 ocupado, y fue la primera novela que se dio en ese país en horario nocturno. Fue a las ocho de la noche, algo inédito hasta entonces, aun en un país que pronto iba a adquirir el lugar más destacado en la producción de telenovelas de distribución internacional.
Pero la primera obra que cruzó ese umbral, la que inauguró el horario central para una telenovela, fue ésta, que más tarde en la Argentina se llamó Una voz en el teléfono (1990). 0597 da ocupado es una historia sencilla, redonda, perfecta. Una muchacha humilde y huérfana, acosada por la adversidad durante toda su corta vida, va a parar a la cárcel. Gracias a su modestia y su bondad, sin embargo, obtiene algunos privilegios, como el de atender el conmutador del presidio. Ahí es donde ocurre todo: tiene que llamar al 0597, el número de una proveeduría de la cárcel, pero le da ocupado... y se liga con otro número, el de un hombre de quien se va a enamorar.
“Anímense”, les dijo Migré a los brasileños, cuando debatían si se iban a atrever a mandar una novela a la noche. Y se animaron. La novela de Migré, entonces, abrió esa puerta que nunca más se cerró. Esta novela inauguró la época que establecería la consagración del espectáculo más importante de la cultura popular brasileña. Más importante incluso que el fútbol. Hoy se sabe que entre los dos, es el fútbol el que cambia sus horarios en Brasil, sencillamente porque hay novelas que los mismos jugadores quieren ver.
Este fragmento pertenece al prólogo “Alberto Migré: las calles de la cultura, la avenida de la pasión”, que Cecilia Absatz escribió para la edición de 0597 da ocupado que Editorial Biblos y Argentores distribuyen por estos días en Buenos Aires.
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