Dom 10.12.2006
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NOTA DE TAPA

Testigo en peligro

Durante sus 17 años de vida, el diario comunista uruguayo El Popular mantuvo un archivo fotográfico de los aspectos más diversos de la vida cotidiana del país: crímenes, paseos, lugares, abusos policiales, entierros, ceremonias. Pero con el golpe de julio de 1973, el diario fue cercado, atacado por una tanqueta y copado por soldados con fusil y bayoneta que se llevaron detenidos a más de cien periodistas. Para evitar que ese archivo cayera en manos de la dictadura, el fotógrafo Aurelio González lo escondió. Más de treinta años después, y tras una búsqueda igual de esforzada como azarosa, esas fotos extraviadas reaparecieron. Aurelio González cuenta cómo sucedió todo.

› Por MARIA ESTHER GILIO

Aurelio González abre la puerta de calle. La expresión de su rostro tostado señala el hecho que me ha llevado a su casa con un grabador en la mano: el trabajo de 17 años realizado por el equipo de fotógrafos de El Popular (al que perteneció Aurelio), que permaneció escondido, perdido durante 32 años, acaba de aparecer. Son más de 60 mil negativos que relatan 17 años de la historia uruguaya reciente. Aparecieron cuando ya pocos tenían esperanza. Como un estampido violento, la aparición sacudió la vida de esta república de historias mínimas.

Bueno, contá.

–¿Por dónde empiezo?

Por el comienzo.

–¿Por el momento en que mis compañeros de El Popular y yo sacamos las fotos que hoy aparecieron?

Escenas de una manifestación por las calles de Montevideo contra el Golpe de Estado (9/7/73).

Podés ir más atrás, así quienes no te conocen podrán ubicar mejor quién sos. Sos español, aunque ya de español...

–Me queda poco. Soy uruguayo. Mis amigos, mi mujer, mis hijos están acá.

Hasta tu acento está más acá que allá.

–Soy un español nacido en Marruecos que llegó acá de polizón en el “Andrea C” el 14 de noviembre de 1952. Eran las 2 de la tarde cuando bajé y pisé los adoquines del puerto. Ese día estaba cumpliendo 22 años –dice Aurelio tirando la cabeza hacia atrás y entornando los ojos.

Una postal de Montevideo bajo los militares: el Palacio Legislativo tomado por el Ejército (28/7/73).

Habías viajado de acuerdo con alguien del barco.

–No, no, con nadie. Yo estaba haciendo el servicio militar en Canarias y hacía mis planes estudiando en el puerto la entrada y salida de los barcos. Con un paquete de bananas bajo el brazo subí al “Andrea C” y me escondí en un depósito de pinturas que estaba en la proa.

¿Querías venir a Uruguay?

–No, a América del Sur, a cualquier país de América del Sur. Yo era bastante inquieto, aventurero. Pero, además, en España teníamos a Franco y una situación de hambre. Ocurrió que a los cuatro días de navegación me agarraron. Un marinero entró a buscar algo y me vio. Después de varios altibajos las cosas me rodaron bien. Tuve gran apoyo del primer oficial: “Es un muchacho que trata de encontrar su camino en la vida”, decía. “Hay que ayudarlo”, y convenció al capitán, que era muy duro. “Está bien –dijo–, lo bajamos en Montevideo, que es el puerto más potable. Pero que a partir de Río se esconda, así todos creerán que en Río lo entregamos.” Entonces, a partir de Río me escondí y me traían la comida al escondite.

Una de las tantas marchas de los plantadores de caña de azúcar por reformas agrarias, en 1961.

Pero tú... sos un seductor.

–Ah sí, siempre lo fui. Bajé entonces en el puerto, miré la cúpula de vidrio del edificio de la aduana, tomé para allá y subí por Colón hasta Buenos Aires o Sarandí, por donde llegué a 18 de Julio. Fui caminando por 18 de Julio donde me tropecé con mi novia del barco que miraba una vidriera.

¿Una novia en el barco?

–Sí, en el barco. Ella se había casado por poder con un español de la Argentina con quien venía a encontrarse. Nos abrazamos, lloramos. O ella lloró. Pero la cosa era que ella seguía y yo quedaba.

¿Española?

–No, italiana, una italiana preciosa, gordita donde hay que ser gordita, de nombre María. Nunca más la vi. Seguí caminando y... bueno, ocurrieron mil altibajos que si los contara precisaría diez páginas.

Estoy de acuerdo, pero, ¿tenías algo de dinero?

–Antes de bajar los trabajadores del barco habían hecho una colecta para mí. Estaban todos en el comedor cuando el primer oficial me mandó llamar y me dijo: “Clandestino (así me llamaban), quiero entregarte lo que tus compañeros aquí presentes juntaron para ti”. Y me dio varios miles de liras. Después trabajé en lo que encontré y un día en que andaba por 18 de Julio vi un letrero que decía que Casa de España invitaba para un acto político. Fui. Subí la escalera y encontré una cantidad de gente que me recibió con enorme cariño y con el tiempo me ayudó consiguiéndome un mejor trabajo. Allí, un día preguntaron si alguien podía ocuparse de un español, de nombre Lucio, que acababa de salir del Saint Bois (un hospital para tuberculosos) y precisaba alimentación y techo. Yo dije que podía hacerme cargo y lo llevé a mi casa, un ranchito, hasta que estuvo gordo y reluciente. Tan reluciente y recuperado que salía y caía con alguna novia, y a veces con dos. “Esta es para ti, Aurelio”, decía. El, que era fotógrafo, me enseñó el oficio y me ayudó luego examinando la máquina usada que me compré, una Kodak Retina. “La construcción no es trabajo para ti –me decía–, tú tienes que meterte en la fotografía. Lo malo es que no vas a saber cobrar, pero ya aprenderás.” Y bueno, con la máquina que había comprado y ciertos conocimientos, empecé. Iba a las paradas de taxi y sacaba a los taximetristas y luego les vendía las fotos. Seguía trabajando en la construcción y me dedicaba a la fotografía en mis ratos libres. Hasta que un día llegó a mi casa Luciano Weimberger, que me preguntó si me animaba a hacer unas fotos para Justicia (un diario comunista de entonces). Sólo me pagarían el material, pero dije que sí, contento. Hasta que murió Justicia y nació El Popular, a donde me tomaron con sueldo.

Otra marcha de plantadores de caña, tres años después.

¿Abandonaste la construcción?

–Sí, El Popular te absorbía 20 horas por día. Como además era militante, no tenía límites para trabajar.

Pasando a este hallazgo, el que motiva esta charla...

–Yo lo veo como algo singular, muy importante. Se trata de 17 años gloriosos de la historia de Uruguay. Años que marcaron a este país. Ahí se creó la Central de Trabajadores, se creó el Frente Izquierda de Liberación Nacional, la Unión Popular, el Frente Amplio. En la universidad se dieron luchas de gran trascendencia que esos negativos registran. Uno, en el momento en que toma esas fotos, no piensa: “Estoy registrando esto para la Historia”.

Pero pasan 30 años y se entera de que registró para la Historia.

–Claro. Y no se trata de que yo valorice sólo las cosas políticas. Todo tiene valor. Hay una foto, por ejemplo, en que aparece un grupo de guardas de tranvía parados, con sus gorras y sus carteritas colgadas. ¿Quién recuerda así a los guardas, quién recuerda que trabajaban de pie? Eso también es Historia. Nosotros sacábamos fotos desde la madrugada hasta la noche. Fotos de deportes, de campeonatos de ajedrez, de ocupaciones de fábricas, represión policial, muertes. Allí está Atahualpa (del Cioppo, un gran director hoy fallecido), con su nieto en brazos, que murió en su cama; y el doctor Manuel Liberoff, que desapareció en la Argentina.

Aurelio Gonzalez cubriendo un asalto y tiroteo en el centro de Montevideo (1964).

¿Fuiste tú que una vez sacaste a un milico colocando un arma, entre las ropas de los cañeros, cuando éstos habían venido marchando hasta Montevideo?

–No es así, no es así. Eso fue en el Sindicato del Transporte en Venezuela 1432. Un día, los compañeros cañeros me avisan que se habían enterado que la policía, decidida a armarles una provocación, mandaría a un milico al sindicato, donde ellos paraban, a meter un arma entre las ropas. Yo me fui al sindicato y esperé. En un momento, cuando llegaron los tiras y algún uniformado, un compañero me señala al encargado de poner el arma. “¿Ves ese de bigotito? –me dice–. Según nuestra información, ése va a hacer la cosa.” El tipo venía con una caja en la mano. Qué tenía la caja, yo no lo sé. La caja nunca la abrió. El hombre entró con dos o tres más y, cuando estaba inclinado, revolviendo las colchonetas, yo entré y le chisté. El se volvió y ahí yo le saqué la foto. Con cara de sorprendido y la caja acá... Saqué la foto y salí corriendo. Ellos corrieron detrás de mí, pero no había manera de agarrarme. Yo era más veloz que ellos. Siempre fui muy veloz.

Aurelio en la primera gira del Frente Amplio (1971).

En definitiva, si el material no era todo explosivo, ¿por qué se te ocurrió esconderlo de esa manera?

–Por supuesto que el material no era todo explosivo. Estas fotos le van a interesar a este vecino, y estas otras a aquel profesor, y estas otras a este hincha de Peñarol. Nosotros en El Popular teníamos un archivo que no era bueno, pero de cualquier modo las fotos se guardaban. El Popular compraba unas latas de película virgen de 30 metros. Cuando las latas se vaciaban, metíamos allí los negativos y pegábamos en la tapa la fecha, septiembre del ‘69, enero del ‘71. En la época de Pacheco, en que la represión fue tan dura, se sacaron cantidad de fotos. Tú decís por qué esconder fotos que no eran explosivas. Porque si caían en manos de la policía iban a desaparecer. No te olvides de que eran fotos de El Popular. Yo empecé a buscar lugares donde se pudiera esconder este tipo de cosas, además de uno mismo, antes de junio del ‘73. En el piso 12, por ejemplo, tuve escondidos, hasta que me fui del país, las fotos de la huelga general.

¿Qué había en el piso 12?

–En el piso 12 había un tragaluz con vidrio fijo que daba al exterior, a una pequeña superficie plana, sin baranda, que no era para el uso y por lo tanto carecía de un acceso natural. Ahí, en ese pedazo de terraza, a la intemperie, habían dejado, hacía mucho tiempo, una grúa. Cuando yo vi cómo venía la mano con Pacheco, empecé a revisar el Palacio Lapido, donde estaba El Popular. Vi esa máquina ahí afuera y pensé que adentro se podía esconder algo. Ubicado el lugar, mucho antes de la huelga general, fui con una navajita, aflojé el vidrio y luego lo aseguré con masilla en cuatro puntos de manera que fuera fácil de sacar en un momento de apuro.

Ese momento llegó en julio del ‘73.

–Sí, el 9 de julio el diario quedó cercado. Después de una gran represión, y varias horas de lucha, la manifestación fue disuelta. El diario estaba cercado. Todo el edificio estaba cercado. Yo agarré aquellos rollos de la huelga general que todos habíamos sacado, agarré a mi hijo Fernando –que tenía 15 años– y subí. A mi hijo lo llevé al cuarto piso, al departamento de dos señoras con las que había entablado una buena relación. Golpeé y dije que era Aurelio. Ellas estaban tan asustadas que dijeron: “No podemos abrir”. Había habido gases, bombas, tiros. Les expliqué que sólo quería dejar a mi hijo por un rato. Abrieron apenas para que él pasara. Recuerdo bien a una de las señoras, muy pálida y con una bolsa de agua caliente apretada sobre el pecho.

Entregado el niño, te fuiste al 12.

–Me fui y traté de raspar la masilla con una llave, escondiéndome cada vez que escuchaba al ascensor que subía y bajaba con un milico adentro.

¿Y mientras tanto, el diario?

–El ejército logró arrancar la puerta del diario con una tanqueta.

¿Cómo con una tanqueta? El diario estaba en el segundo piso.

–El diario ocupaba del segundo subsuelo al segundo piso. En el segundo piso estaba la administración. La tanqueta tiró abajo la puerta de 18 y Río Brando. Los soldados subieron luego, bayoneta en mano, y se llevaron a 135 compañeros que estaban adentro. Rompieron cuadros, dieron vuelta mesas, pisaron a la gente como si fueran alfombras.

¿Y tú?

–Yo escondido, allá arriba, junto a un precipicio, congelado. Eran las 2 de la madrugada cuando escuché el silbido que venía del tragaluz. “Pucha, me descubrieron”, pensé. Quedé quieto y esperé. Volvieron a silbar. Pensé que si alguien se metía por el tragaluz no precisaba mucho para mandarme abajo. Salí no muy asustado. El silbido había sido bastante amigable. Había acertado. En el tragaluz vi el rostro de Don Oscar, el vigilante del edificio. El sabía que ahí estaba faltando el vidrio, es decir que algo había pasado. “Venga, venga”, me dijo cuando me vio. “Venga que tengo un apartamento para usted.” En el apartamento había tres o cuatro personas más. Y el frío eran tan insoportable que prendimos diarios sobre la mesada para calentarnos. A eso de las tres, uno de los refugiados, dueño de una camioneta que transportaba los diarios, dijo que se iba. “Tengo que salir porque si le pasa algo a la camioneta que no terminé de pagar, me muero.” “No podés salir. Si te la quemaron, ya fue. Si no te la quemaron, está allí”, le dije. Era peligroso para todos que saliera. Entendió y se quedó hasta el amanecer. Cuando amanecía bajó, luego de combinar que si no había peligros nos lo indicaba con un gesto de la mano alisándose el cabello. Bajó y varios minutos después lo vimos pasar alisándose el cabello. Todos bajamos. Había un olor impresionante a gases lacrimógenos y un miliquito en la puerta que no preguntó nada. Llamé a la señora que tenía a mi hijo y le pedí que cuando saliera a hacer algunas compras lo hiciera con mi hijo y que volviera a casa.

¿Y tú?

–Yo me fui a tomar unas fotos de Walter Medina, aquel muchacho que habían matado.

No recuerdo, ¿en qué enfrentamiento?

–No, él escribió en una pared la palabra “libertad”. Le pegaron un tiro y lo mataron. La gente que estaba en el sepelio y me veía, no podía creer: “Pero cómo, si los llevaron a todos presos”.

Tú escondiste allá arriba, en el piso 12, los negativos de la huelga general. Pero eso no fue lo que apareció ahora.

–No, lo que estaba arriba yo lo llevé conmigo cuando me exilié. Lo que apareció ahora lo escondí en otro lugar que yo tenía visto, en las tripas del Edificio Lapido. Cuando me detuvieron y me llevaron a la calle Maldonado, me estuvieron preguntando durante ocho o diez días dónde estaba el archivo de El Popular. Uno que me conocía decía: “Gallego, con el archivo, ¿qué hiciste?”. “Estará en el diario. No me voy a llevar una camioneta de negativos. Estará allá”, decía yo. Cuando me fui del país, en septiembre del ‘76, el archivo seguía escondido. Cuando volví, en octubre del ‘85, me fui a ver el edificio y vi que habían hecho obra.

¿Obra en el lugar en que estaban tus cosas?

–Más o menos. Yo vi aquello y dije: “Lo encontraron”.

Habían pasado nueve años.

–Claro. Yo traté y di cien vueltas buscando pistas, pero nada. Nada, nada.

Hace 20 años que volviste.

–Sí, durante 20 años, nada. Yo creo que hay cosas que son mágicas. ¿Por qué el archivo aparece ahora? ¿Por qué de pronto aparecen militares que hallan huesos de los asesinados? Y también el archivo. Yo no lo sé, pero hay algo mágico en eso. Un día le hablo al intendente Erlich y le digo que quiero conversar con él para plantearle algo. Quería pedirle si podría hacer esa búsqueda minuciosa que debía hacer. El día que fui a hablar con él estaban allí varios muchachos del Centro Fotográfico de la Intendencia que escucharon el planteo que yo le hacía a Erlich. Erlich me escuchó, se fue, y yo seguí charlando con ellos que, muy interesados, empezaron a hacer preguntas. “Esta es una historia que tiene 33 años”, les dije. “En el Palacio Lapido yo escondí 100 latas, o 150, no sé cuántas. Más una valija llena de negativos. Todos estaban interesadísimos. Pero había uno que parecía hipnotizado por la historia. Volví a mi casa y a los dos días me llamaron de la Intendencia, como hacen muchas veces, porque querían que viera unos negativos de la huelga general. Voy, entro y una compañera me dice: “Aurelio, sentate”. Yo veía que todos me habían rodeado y me miraban. Me senté. “Aparecieron los archivos de El Popular”, dijo.

¿Qué hiciste?

–Me emocioné tanto que tenía ganas de llorar. Pero no lloré. A veces lloro, pero no me gusta. Me mantuve firme y no lloré. No lloré, pero quedé mudo por un rato. Finalmente me contaron la historia.

¿Dónde estaba el archivo?

–Estaba en un pozo, un ducto, uno de esos lugares a donde nunca se llega. Podría, algún día, haberse llegado para reparar un caño, o no sé para qué.

Podría haber quedado ahí 50 años.

–O perderse para siempre; pero alguien lo encontró de casualidad. Uno de los muchachos del Centro Fotográfico, aquel que había quedado como hipnotizado cuando escuchó mi historia, fue y le dijo a otro compañero fotógrafo: “Aurelio contó una historia que me tiene loco”. “¿Por qué, de qué se trata?”, dijo el otro. “Se trata de un archivo fotográfico de 17 años, que hace 33 fue escondido y está desaparecido.” “¿Pero cómo, archivo de dónde, de quién?” “De El Popular.” “El Popular... ¿Dónde estaba, dónde se editaba?” “No sé bien, creo que en el Edificio Lapido.” Un hermano mío conoce a alguien que un día encontró en un garaje de ese edificio una lata de negativos. Vimos a la persona que había encontrado la lata y nos la dio. ¿Sabés qué había en esa lata? El entierro de Liber Arce (el primero de una serie de estudiantes muertos por la policía en 1968). Y así empezamos a tirar de la piola y apareció otra persona que dijo: “Haciendo una vez unas reparaciones, vi una cantidad de latas tiradas. Fuimos, pero era imposible bajar. Las sacamos con un imán atado a una caña larga”.

¿Cómo pensás tú que las latas llegaron al lugar donde las encontraste?

–Yo pienso que quien encontró eso tiene que haber sido alguien que anduvo en el entrepiso. ¿Y quién pudo haber andado en ese lugar oscuro, lleno de ratas y tan bajo que no te permitía estar de pie? El albañil o los albañiles que en el ochenta y pico trabajaron en esa reforma. Ellos o uno entre ellos vio las latas y... no sé si habrá empezado por pensar que se trataba de algo valioso, quiero decir valioso para cualquiera. Pero, en cuanto investigó lo encontrado, vio que se trataba de simples negativos y habrá pensado que si bien no tenían valor para él, con seguridad lo tenía para quien lo había escondido. Decidió respetar el deseo de ese desconocido para quien aquello era valioso.

Tú pensás que a partir de eso trasladó caja por caja desde el entrepiso hasta el lugar donde lo encontraron.

–Hizo un traslado que era fácil de hacer: dejó caer todo por un ducto que tenía cerca de 10 metros y cuyo final era ése donde las cosas fueron encontradas.

Querrías ver a ese hombre, sereno, sabio, solidario, que protegió tu obra más preciada.

–No sólo querría, he tratado. Pero andá a saber. Pudo haber muerto, entre otras posibilidades. El tiene todo mi agradecimiento... Y por qué no, mi cariño. Pido a Dios por su felicidad.

¡Pero si vos no creés!

–Para pedir no es obligatorio creer.

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