CINE
La novela de ciencia ficción sobre el fin de la humanidad escrita por P. D. James llega al cine con Clive Owen y Michael Caine, dirigidos por Alfonso “Y tu mamá también” Cuarón.
› Por Mariano Kairuz
La humanidad se volvió estéril, perdió la capacidad de reproducirse, pero el planeta seguirá acá cuando el último de los humanos muera. Tal es la premisa de The Children of Men, la novela que P. D. James, escritora inglesa especializada en policiales a lo Agatha Christie y Ruth Rendell, publicó en 1992 y que proveyó el punto de partida a la película que esta semana se estrena, como Niños del hombre, en Buenos Aires.
Y es en Buenos Aires donde tiene lugar, tanto en la novela como en la película, un hecho que parece marcar el comienzo de la cuenta regresiva: la muerte del último hombre nacido de la Tierra, del último hijo de la generación Omega, que es como se llama a todos los nacidos en el año en que se acabó la fertilidad humana. Pero el dato porteño es más bien anecdótico, y el uso de expresiones como Omega no implica que se trate de una obra inscripta en la ciencia ficción más dura: la casi octogenaria James ha declarado en más de una entrevista que no le interesan en absoluto ni la fantasía ni el realismo mágico ni nada que se le arrime, y que sólo podría acercarse a la ciencia ficción desde cierto realismo. The Children of Men transcurre en un futuro cercano (2021), lo que le permite formular con bastante verosimilitud innumerables planteos sobre la desintegración y la posible reorganización social que debería darse en caso de que supiéramos que, esta vez sí, con total certeza, no hay futuro. Interrogantes sobre qué respuesta política podría ofrecérsele a un mundo que se extingue. Sobre el mundo del trabajo, sobre el desarrollo científico y tecnológico, sobre la producción en general. Sobre la futilidad de seguir acrecentando y transmitiendo el acervo cultural y la experiencia acumuladas; sobre la creación de obras de arte cuando la idea de su perdurabilidad quedó pulverizada. Sobre las nuevas subdivisiones en clases sociales; sobre el destino de los inmigrantes del Tercer Mundo y el de los ancianos. Y, por supuesto, sobre la religión: James es una católica devota y en su libro aparecen catedrales recurrentemente, mientras los personajes se interrogan todo el tiempo sobre la existencia de Dios y hasta se plantean la idea de que éste podría ser el gran final bíblico: la posibilidad de un Dios cansado o aburrido de su experimento.
La película del mexicano Alfonso Cuarón toma la idea original del libro y algunas cosas más, pero buena parte de los planteos de P. D. James desaparecen para dar paso a la “acción” del relato, que se centra en la esperanzadora aparición de un embarazo. No importa tanto lo que la película no es —no es el libro ni se lo propone; sólo toma su premisa—, pero sí es cierto que deja pendientes muchas preguntas inevitables que el libro sí asume: mientras que éste crea un mundo, la película se aferra a una de sus anécdotas proponiendo apenas un contexto de guerra permanente y poderes dictatoriales.
Lo que el libro no tiene, por supuesto, es a Michael Caine, quien con su sola presencia valida casi cualquier película y que acá compone a una suerte de hippie viejo y fumón que, a diferencia de muchos otros personajes, cree que sí vale la pena salvar a la humanidad. El es el único personaje convincente en ese sentido: los demás —como sospecha el protagonista/narrador en la novela, y en lo que parece ser una crítica a la militancia “revolucionaria”— parecen estar atrás de algo más. Pero no Caine, con sus largos y desgreñados pelos blancos, capaz de sacrificar su vida para darles otra oportunidad a todas esas criaturas que están vivas pero que, desde las imágenes satelitales de la Tierra, ni siquiera se ven.
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