CIENCIA
¿Cómo pudo un país que tuvo índices de alfabetización más altos que los de Europa, que tuvo una universidad ejemplar y que alumbró una edad de oro científica, deslizarse hasta las fronteras de la africanización? Marcelino Cereijido, científico y autor de ensayos notables como La nuca de Houssay, La ignorancia debida y La muerte y sus ventajas, explica su hipótesis: un galopante analfabetismo científico.
› Por MARCELINO CEREIJIDO
A los científicos nacidos en la Argentina, pero que nos ganamos la vida en la Provincia Argentina de Ultramar con la formación que el país nos dio gratuitamente, cada visita a la patria nos sume en reflexiones que duran semanas. Si andamos optimistas, la entrevemos como una masa viva, tachonada por un archipiélago de oscurantismo que la hiere pero por suerte no ha logrado matarla. En cambio, cuando andamos mufados la vemos como desde un avión nocturno: todo oscuro y con uno que otro islote iluminado por físicos, químicos, matemáticos, psicoanalistas, literatos, plásticos, cineastas de calibre internacional, que sólo pueden formar los pueblos que se siguen resistiendo a que se los africanice.
A principios de noviembre estuve unos días por allá y, si bien me alegró constatar que mis paisanos se están recuperando económicamente, me amargó que el analfabetismo científico endémico siga convirtiendo a los argentinos en pajueranos del Primer Mundo.
Sólo el Primer Mundo (10/15% de la humanidad) tiene ciencia, interpreta la realidad “a la científica”, y puede inventar, producir, vender, tener, imponer. Pero la Argentina pertenece a un Tercero, donde la gente produce, viaja, se comunica, computa, se cura y se viste con aparatos, vehículos, teléfonos, redes informáticas, medicamentos y ropas que inventaron los del Primero, y por supuesto la somete a un via crucis económico, trifulcas intestinas y estrujes geopolíticos.
Pero el analfabeto científico padece una desgracia adicional. Así, cuando a un pueblo le faltan alimentos, agua, medicamentos, su gente es la primera en señalar el déficit con toda exactitud; en cambio cuando le falta ciencia no puede entenderlo ni imaginar de qué le serviría. Sería como esperar que un indígena muriendo de avitaminosis entienda el papel del ácido pantoténico y la cianocobalamina. En realidad es peor, pues el analfabeto científico cree que sabe muy bien qué es la ciencia, dado que una divulgación científica de excelente nivel, pero imperfectamente encaminada, lo fue engatusando con portentos (¿sabía usted que si una persona saltara como una pulga...? Un balde de materia de una estrella enana blanca pesa tanto como toda la Tierra), y acabó dándole la idea de que los científicos somos una manga de anteojudos de jocosidad estentórea que, en medio de una sociedad donde no todos llegan a fin de mes, pretendemos que el Estado solvente nuestros ocios con fósiles de gliptodonte, dispersión de la luz en rayitos de colores y fotos de los anillos de Saturno. Comprensiblemente, el gobernante analfabeto concluye que sería casi inmoral malgastar en extravagancias científicas. ¡Quién convence ahora a los argentinos de que los científicos no somos coleccionistas de rarezas sino que, por el contrario, buscamos regularidades de las que luego tratamos de destilar las leyes con que funciona la realidad!
¿Acaso la manera de interpretar la realidad puede cambiar la vida diaria del desempleado con la panza vacía? Por supuesto. Y dado que un coche es tan parte de la realidad como Saturno y los fósiles de gliptodonte, para hacer un tanto más accesible mi argumento, voy a suponer que se ha descompuesto y hay dos mecánicos. El primero, con una manera de interpretar la realidad “a la católica” (la visión del mundo que predomina en la Argentina) le pega una estatuita de San Divieto di Sosta, una vela sobre el capot, e invita al cliente a arrodillarse a su lado y rezarle al santo para que componga su catramina. En cambio el segundo, con una manera de interpretar la realidad “a la científica”, invoca leyes de la mecánica, y se abstiene de apelar a variables místicas. Adivinanza: ¿cuál cree usted que va a conservar su trabajo? Puesto que el ejemplo resulta demasiado irreal, reemplacemos al mecánico “a la católica” con obreros haciendo cola frente a la Iglesia de San Cayetano, para rogarle que les consiga trabajo, y en lugar del mecánico que interpreta la realidad “a la científica” imaginemos cámaras empresariales y sindicatos que recurren a universidades y centros de investigación, financian proyectos, y establecen sistemas de becas para que se desarrollen sustitutos locales avanzados y especialistas en disciplinas de las que dependen sus industrias y empleos. Preguntémonos entonces de qué manera interpretan su realidad los argentinos.
Si bien mis visitas al país son cada vez más fugaces, no dejan de incluir una vuelta por las librerías. Una de las cosas que distinguen las librerías argentinas son sus mesas centrales atestadas de libros que analizan el país y su historia, en busca de claves de sus infortunios. No se les escapa presidente, golpe de Estado, dirigente sindical, pacto comercial ni ministro de Economía a lo largo del siglo XX. Pero, increíblemente, no dan muestra de percibir que en ese siglo XX –que vio aparecer aviones, radio, televisión, computadoras, antibióticos, que logró desmenuzar el átomo y descifrar el genoma humano– se estaba gestando una sociedad argentina que no fomentaba la ciencia ni la tecnología derivada de ella.
No es frecuente que cuando esos analistas se refieren a la serie de gobiernos militares, evalúen en toda su tragedia que un oscurantismo pertinaz se encarnizó tenaz y sistemáticamente con el aparato educativo, y la maniató al más desesperante Tercer Mundo. Me resulta comprensible que ante el espanto de torturas y asesinatos a que los argentinos fueron sometidos por sus propios compatriotas militares entre 1976-1982, sus cómplices ideológicos pasen inadvertidos y nadie reclame por otra de las grandes víctimas: el conocimiento de los argentinos. La chatura mental lograda por gente de armas y de sotanas hoy se refleja en una escasez de estudios de envergadura sobre lo que cree el argentino, su concepción del mundo, la vida, la muerte; mucho menos del conocimiento. Los argentinos se ocupan de los estragos de “la Obediencia Debida”, pero no captan la necesidad de emprender una vigorosa campaña nacional contra el analfabetismo científico que los rescate de “la Ignorancia Debida”.
¿Cómo es que a esos sesudos intelectuales no les dice nada que, en plena Guerra Fría, Rusia y los Estados Unidos no se enviaran asaltantes de bancos, ladrones de coches, ni contrabandistas de arte, sino que trataran de arrebatarse información y conocimiento? Es como si la vida proclamara: “Para mí el conocimiento es tan valioso, que custodio al cerebro en una bóveda craneana y lo protejo con una barrera hematoencefálica”. “Nosotros lo protegemos con la NKVD y la CIA”, dirían Rusia y los EE.UU. “¿Conocimiento? ¿Ustedes se refieren a eso que a nosotros se nos marcha a la Provincia de Ultramar?”, se extrañaría el argentino. ¡Si habrán aparecido en la Argentina libros sobre los judíos! He leído conmovedoras historias de corrientes migratorias de Vilna, Cluj y Alepo, pueblitos de gauchos judíos desperdigados por Entre Ríos y Santa Fe, semblanzas de cooperativas, criollazos que mezclaban su léxico campero con palabras y expresiones en idish, y hasta tengo dos o tres libros sobre los judíos en el tango. Revelan gran sensibilidad y profundidad de observación, pero muestran que el analfabeto científico argentino jamás se percata del papel del conocimiento. ¿Tampoco les dice nada que los judíos (¿un tercio de los argentinos?) tengan unos 130 premios Nobel? Para nuestro analfabeto científico, el Japón basa su potencia en el patriotismo, disciplina y habilidad mercantil de los nipones; pero el hecho de que por medio siglo uno no pudiera dar un paso por Harvard, Princeton y Stanford sin cruzarse con una nube de becarios japoneses –que luego fueron seleccionados, repatriados e instalados en centros del saber que Japón pudo crear gracias a ellos– les pasa inadvertido. Con esa óptica, Suiza hace ciencia porque es rica, y no que es rica porque desarrolla con primerísima prioridad su capacidad científico-técnica. Allí también el número de premios Nobel per capita tampoco parece decirles nada a mis paisanos analistas, que seguramente creerán que el “milagro alemán” ocurrió en serio por milagro.
En cambio son muy dados al análisis economicista, pues para el analfabeto científico la realidad es muy simple, tiene una única variable: la económica. Pero aun en dicho terreno, ¿tampoco les llama la atención que el empresariado nacional gaste muchísimo más dinero en patentes, licencias y asesorías extranjeras, que en establecer proyectos para que las universidades les desarrollen sustitutos tanto materiales como humanos? Hoy, hasta para dar de comer a sus gallinas y tratar a sus pacientes, los argentinos deben pagar patentes a transnacionales de la alimentación y la industria farmacéutica (la Argentina tuvo una de las primeras escuelas de nutrición del mundo –la de Escudero– y un par de premios Nobel de Química y Medicina: Leloir y Milstein). Que para los argentinos la ciencia y su función social sean rotundamente invisibles me resulta tan espantoso como si murieran por las calles de dolor y enfermedades, sin sospechar que eso que llaman “medicina” y esos lugares en cuyos frontispicios se lee “hospital” son, precisamente, para tratarlos. Pero disculpémoslos. ¿Cómo van a consultar a la universidad, en busca de soluciones y liderazgo, copada por ñoquis y traficantes de apuntes, con una viscosidad de gestión semejante al engrudo? Mientras no sean los mejores intelectuales argentinos quienes lideren las grandes universidades, y se deje morir de inanición a la pléyade de universidades pequeñas que albergan científicos y docentes de primerísima agua, el destino nacional seguirá estando en manos de San Divieto di Sosta y San Cayetano.
Todas las especies biológicas dependen crucialmente de “interpretar” eficientemente la realidad que habitan. Biológicamente hablando, importa poco si esa interpretación es o no consciente; en un artículo anterior en este mismo suplemento señalé que la conciencia es una recién llegada al planeta. Nadie supera a una ameba ni a una polilla en interpretar sus realidades. El ser humano no es excepción. Su manera de interpretar la realidad ha ido evolucionando desde los ancestrales animismos, chamanismos, politeísmos y monoteísmos, hasta dar en los últimos tres o cuatro siglos con la manera que caracteriza la ciencia moderna, que consiste en hacer modelos dinámicos (para pre-decir el futuro y pos-decir el pasado) sin recurrir a milagros, revelaciones, dogmas ni al Principio de Autoridad, con base en el cual algo es verdad o mentira dependiendo de quién lo dice. Justamente ése es el paso que la sociedad argentina no atina a dar.
Adviértase que, al hablar de maneras de interpretar la realidad, no me estoy refiriendo a niveles de inteligencia, distingo muy importante en el caso argentino. Sarmiento había conseguido que a principios del siglo XX la Argentina se ubicara entre 4º y 8º grado de alfabetización en el mundo (me refiero ahora al saber leer y escribir), por encima incluso de la mayoría de los pueblos europeos. No hay polillas ni amebas subdesarrolladas, pero con los pueblos no sucede lo mismo: el subdesarrollo consiste en que haya otros (los del Primer Mundo) que no solamente nos interpretan mejor sino que están en condiciones de imponernos reglas de cómo debemos organizarnos y funcionar. Sarmiento echó a andar escuelas, universidades, bibliotecas, institutos, zoológicos, botánicos, observatorios, para que fueran los argentinos quienes supieran interpretar la realidad argentina mejor que nadie. Pero su cruzada se trató de aniquilar invocando el obstinado desprecio por los gauchos, justo en momentos en que una pléyade de escritores gauchescos compaginaba en sus cenáculos ciudadanos la imagen literaria de un centauro de las pampas noble y altivo. La lectura de su Facundo basta para convencerse de que es cierto: Sarmiento se ganó a pulso la antipatía que muchos le guardan. Pero, ¿qué tiene que ver con el desarrollo de la ciencia y la tecnología nacional? En ciencia algo no pasa a ser cierto o falso dependiendo de quién lo diga (la Biblia, el Papa, el rey, el padre, un despreciador de gauchos).
Sería muy dilatado bosquejar aquí las características de esa imprescindible campaña contra el analfabetismo científico que la Argentina debería emprender, pues implica desde cambios en la orientación de la escuela primaria hasta convencer al Estado de que ya no quedan funciones sociales que no dependan de la ciencia y la tecnología, y a la capacitación del empresario para que se ponga rápidamente en condiciones de promover y usar conocimiento. De modo que reemplazaré esa perorata por el recuerdo de una situación que se me presentó cuando mis dos hijos cursaban la escuela primaria.
Si quería que aprendieran a nadar, tocar la guitarra, hablar inglés, podía mandarlos a clubes, conservatorios, academias particulares. Pero, ¿dónde conseguiría formarlos en la manera de interpretar la realidad “a la científica”? Discutiendo con otros padres y expertos en educación, fuimos promoviendo escuelitas de ciencia, que funcionaron en taperas de Palermo Viejo, en las que jóvenes físicos, químicos y biólogos de la universidad venían los sábados por la mañana a enseñarles a armar circuitos con cablecitos y pilas que costaban chirolas, los llevaban a los lagos cercanos a buscar agua barrosa con renacuajos, plantitas, gusanos y bichos cascarudos; les enseñaban a observar nubes, porotos germinando en vasos, manchas de diversas sustancias expandiéndose por un papel secante. Como los niñitos eran demasiado pequeños, los teníamos que llevar e ir a buscarlos personalmente. Entonces sucedía algo insólito. Cuando acababan las clases, los pibes no salían a buscarnos para ir a casa sino ¡para arrastrarnos adentro y explicarnos lo que habían estado haciendo! Y cuando por fin los maestros conseguían que nos marcháramos de una santa vez, seguían trenzados en discusiones apasionadas. Más que de las genialidades de un par de altos funcionarios, el desarrollo de una cultura compatible con la ciencia depende del cerebro y la actitud de millones de niñitos, padres y maestros.
El drama no consiste en que el argentino de la calle siga tratando de interpretar la realidad con variables místicas, pues en ese sentido está a la par de primermundistas como los ingleses, norteamericanos, franceses y japoneses. Consiste en que, a diferencia de dichas sociedades, el analfabetismo científico argentino hoy afecta gravemente a los sectores políticos, intelectuales, empresariales y buena parte de los universitarios que deberían hacer punta.
Por último, nadie lucharía contra el cáncer, las cardiopatías ni la osteoporosis entrando a los hospitales a gritarles “¡Manga de cancerosos! ¡Pedazo de endocardíticos!”. Alguna vez estudié medicina y me inculcaron: “Primum non noscere” (“Antes que nada no empeores el cuadro”). Por eso, cuando señalo estas adversidades, lo hago con espíritu médico, con la esperanza de que sirva de base para una solución. Se debe partir de un profundo respeto a quienes no tuvieron oportunidad de que se les enseñara a interpretar la realidad “a la científica”. Los intelectuales, empresarios y universitarios, que por fortuna la Argentina sigue teniendo a raudales, deben comenzar por bajarse de la higuera y aggiornarse; deberían escuchar, seguir y apoyar a tantos colegas brillantes de Ciencias Exactas de la UBA, del Instituto Leloir, periodistas científicos lúcidos (Leonardo Moledo, Nora Bär, María Herminia Grande, por ejemplo), legisladores (Jorge Georgetti, por ejemplo), y a los meritorios empresarios que dan muestras de haber detectado la urgencia de que la Argentina desarrolle su ciencia y su tecnología.
La existencia de esta riqueza cognitiva casi refuta mi argumento de que en este mundo no hay milagros, pues no es fácil explicar que, con tanta gente capaz, la Argentina siga aferrada al analfabetismo científico del Tercer Mundo.
NOTAS
Aludiré a la africanización en otro artículo, pero por ahora aconsejo ir leyendo How Europe Underdeveloped Africa, de R. Rodney; Black Athena, de M. Bernal; y Ebano, de Kapuscinski.
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