Dom 10.12.2006
radar

DISEñO > LAS TAPAS QUE HACE ALEJANDRO ROS CUANDO NO HACE LAS DE RADAR

El médium es el mensaje

Las tapas de Radar son, para los lectores del suplemento, apenas la faceta más visible de la proteica personalidad gráfica de Alejandro Ros. En los últimos quince años, ha diseñado discos, libros, invitaciones y revistas de una diversidad inesperada. Y en todos sus trabajos ha conseguido conciliar dos extremos: capturar la esencia del artista y dejar su propia huella. En este texto, uno de los varios incluidos en el libro que recopila sus mejores trabajos, Norberto Chaves intenta echar luz sobre un modo de diseñar que consiste, precisamente, en hacerse invisible.

› Por Norberto Chaves


Impacto inmediato con efecto secundario

“Si tienes algo que decir, dilo.” Pongo la frase entre comillas porque la ha dicho un célebre publicitario cuyo nombre no me viene a la memoria y no tengo ganas de investigar. La frase, en su síntesis extrema, viene a cuento, pues hoy más que nunca resulta revolucionaria: reivindica, llanamente, la transparencia. Cierto es que no todo mensaje público es una señal de peligro y, en ciertos casos, no resulta necesaria ni conveniente la frase frontal. Pero, a todas luces, conviene que el mensaje se entienda. Tarde o temprano; pero nunca, nunca. Es mejor para todos.

A la gente común no hace falta recordarle esto. Las personas, salvo ciertos casos de psicopatía, hablan con la franca intención de que el otro las entienda. Pero esto no es así con los creativos de comunicación que, como se sabe, conciben la creatividad como el arte de lograr que lo obvio deje de serlo.

Pero limitémonos a esa elite de comunicadores como la gente, que es de lo que trata este libro. Debemos entender por “comunicadores-como-la-gente” a aquéllos que, en vez de impedir que se entienda, consiguen que se entienda más de la cuenta. Me explico: son aquellos que, dado que tienen que decir algo, aprovechan para, además, decir otra cosa que reforzará lo anterior. A eso, la gente cursi lo llama “connotación”. Yo lo llamo “efecto residual” y “efecto secundario”. O “efecto retardado”, según los casos. Veamos algunos casos.

La oralidad comienza abriendo la boca. Y eso es exactamente lo que hace la misma palabra “oralidad”, para predicar con el ejemplo.

La variante óptima, superlativa, del sexo oral es aquella en que se utilizan, como mínimo, dos bocas. Las malas lenguas (sic) bautizaron esa práctica con el número 69, que es la versión occidental del yin-y-el-yang. Y la frase “sexo oral”, con sus dos “o” seguidas y exactamente en el medio, nos lo pone a pedir de boca. Hay que ser ciego para no verlo. Estamos hablando de la metáfora.

Tarantino, en un momento de lucidez, habría recurrido a la imagen de una mujer con un delantal ensangrentado y una cuchilla de cocina ensangrentada en la mano ensangrentada, mirando fijamente a la cámara. A sus pies, ensangrentada, la frase “Mujeres asesinas”. Pero nosotros preferimos recurrir a una “viuda negra”, con su amenazante luto premeditado, que parece sobresalir del papel impecablemente blanco. Es mejor, más espantoso y menos grosero. La araña es una especie exclusivamente femenina. El “araño” no existe: es hombre muerto.

También tenemos la técnica de la ternura. Mi novio, que es de origen rural, me cuenta que una práctica frecuente en el campo es ponerle algún huevo de pato a una gallina clueca, para que lo empolle. Probablemente, el instinto materno sea más poderoso en la gallina que en la pata. Lo cierto es que, cuando en un primer paseo de la gallina con su prole ésta pasa por una charca, el patito se arroja alegremente al agua. Y la gallina, estupefacta, enloquece. Amor de madre. La ternura es el recurso retórico más adecuado para tratar el tema de la adopción.

Si bien la metáfora es la reina de las figuras poéticas, su hermana menor y de bajo perfil –la sinécdoque– no se queda corta. Cuando era soltero, mi cepillo de dientes, todo el día solito, allí en el vaso, como esperando, manteniendo en silencio un diálogo imposible con el dentífrico, me daba una pena enorme. Por él. Tanto que le puse otro stand by del mismo color. Con el tiempo, comprendí que era preferible aprender tolerancia y conseguir pareja. Era mejor. Más completo.

Podríamos seguir y seguir y seguir...; pero volvamos al efecto residual o retardado. Pues, en realidad, lo más interesante de todo acto humano es su efecto secundario. Hablar con resonancias es más económico: en una oración cabe otra. Y otra y otra y otra... hasta que el sentido se pierde en el horizonte. Pero el mensaje con valor agregado sólo sale de personas que tienen mucho que decir y poco tiempo para decirlo. Personas como aquel camionero que, sacando medio cuerpo por la ventanilla, le espetó a la suculenta criatura que cruzaba con el semáforo en rojo: “¡Mamita, si se te rompe un bretel, volcás!”. Parábola sofisticadísima que logra una alquimia perfecta: un símil aparentemente burdo que, a la vez, sugiere la más tierna identificación con la destinataria. Mejor que parábola, boomerang. La metáfora acertada nos proyecta al espacio sideral y, de golpe, nos trae de regreso para hacernos caer en la cuenta. Si no, no es una metáfora sino un tiro al aire. La comunicación humana está llena de tiros al aire. ¡Qué pena!

La metáfora penetra en el sentido como el cuchillo caliente en la mantequilla. “Banana” (en argentino) quiere decir, más o menos, “piola” (en argentino). El origen de ambas metáforas se ha perdido; pero sus referentes reales están allí. Y el efecto surrealista potencia su sentido. En una supuesta llamada a Tel Aviv, el creativo publicitario (uno de los de verdad) le hacía decir al porteño piola: “¡Rabino, no me corte; no me corte!”. Sinécdoque lejanísima, de impacto directo y alto efecto residual. “Judíos banana” era una oportunidad imposible de desperdiciar. La chispa del sentido salta al aproximar los polos opuestos. Esto lo decía André Breton sobre la poesía; sólo que peor (modestamente).

Si vas a decir algo soez, has de hacerlo con extrema elegancia. Ello te permitirá decirlo en un cóctel chic dialogando con señoras finas. O decirlo en la portada de un libro. Por ejemplo, la articulación (sintagmática) entre el facón y la boleadora, fotografiados con meticulosidad de anticuario, quedará como para un libro de imágenes sobre “El gaucho”. De tal modo que la asociación (paradigmática) con la noción “porno argentino” correrá bajo responsabilidad exclusiva del observador. Las señoras finas podrán registrar el segundo sentido recién cuando lleguen a casa. A solas. Y te lo agradecerán. El “efecto retardado” se logra mediante el eufemismo, o sea, la diplomacia.

Pero he dejado de lado la técnica de la frontalidad descarada que, en ciertos casos, resulta indispensable. Esta técnica, bien entendida, consiste en la bofetada, el golpe bajo o el puñetazo en el ojo: no debe andarse con chicas sino ir al grano y con saña. Esta técnica sólo aparentemente es más ingenua. Sólo aparentemente, pues si se aplica con talento será tan directa que se pasará al otro lado, atravesando el sentido: “No puedo creer lo que me estás diciendo...” que es una forma de decir “Lo creo demasiado”. La contundencia supera a su objeto y nos deja estupefactos. La buena comunicación vuelve superfluos los estupefacientes. Es lo que tiene. El paquete de cigarrillos va ilustrado con la hoja de una conocida planta, simétrica, vertical, plana, como de diccionario ilustrado. Es un ortodoxo paquete de cigarrillos que llevan un nombre que suena a real; como si dijésemos “virginia slims”, “ducados”, “celtas”, “particulares” o “imparciales”. Y quien dice “imparciales” dice “legales”. Está todo dicho. Todo dicho. “Si tienes algo que decir, dilo”.

Para lograr esto no alcanza saberlo y querer hacerlo. Hay que poder. Poder asociar lo uno con lo igual y con lo contrario. Poder viajar con la imaginación por paisajes que no tienen nada que ver, sin irse al carajo sino al lugar lejano y exacto de la metáfora poderosa, del esperable guiño inesperado. Se trata de inteligencia asociativa, lo cual implica dos cosas: 1) tener en el cerebro, dispuestos a dispararse, miles de párrafos potenciales plagados de detalles, en los cuales anide, como aguja en un pajar, la idea justa; y 2) tener repertorios de imágenes e ideas completísimos, que se cruzan en todas las direcciones conforme lo indiquen sus palabras clave, una suerte de google prêt-à-porter. O sea: tener los paradigmas llenos. Como el camionero. Con ello se evita decir chistes malos, poemas cursis, obviedades estúpidas o, lo que es peor, no decir nada. Dicho en otras palabras: se trata de ser culto, que poco tiene que ver con la lectura de libros y muchísimo con la lectura del mundo. O “estar despierto y acceder al sentido de las cosas”, como lo decía (y estaba) Walt Whitman.

Terminemos de una vez: el comunicador capaz es un médium, interpósita persona, hombre invisible. Carece de estilo propio. Para él, el estilo no es un principio estable sino un ingrediente variable: se elige como un color, como un tipo de letra, según convenga al caso. El comunicador capaz dice lo que hay que decir de la mejor manera posible. Y desaparece. Es un fantasma, un Don Nadie, “apenas” una persona útil a la comunicación humana. Una especie de Celestina que obra en la oscuridad para procurarles el goce a los demás.

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