NOTA DE TAPA
Cansado de los villancicos sin nieve, las melodías de juguetería y los mismos jingles de toda la vida, Radar convocó a sus especialistas para que escribieran sobre alguna joya oculta de la historia de la música navideña. Si Papá Noel existe, estos discos también.
Por Rodrigo Fresán
Es conocida la costumbre de las estrellas pop por –tarde o temprano– grabar su manifiesto navideño en forma de villancicos tradicionales o propios. También, es cierto, los discos y CD siempre se llevaron bien con Papá Noel y son muy prácticos a la hora de adornar el arbolito. A nadie molesta la idea de mostrarse sentimental mientras se engrosa la cuenta bancaria, lo mejor de ambos mundos, y así, por citar a unos pocos, Odetta, Bing Crosby, Ray Charles, Elvis, The Beatles (y Lennon y McCartney y Starr por separado), innumerables rejuntes benéficos de super-estrellas, John Prine, The Pogues y, ahora, Aimee Mann y Sufjan Stevens han cantado sus ho ho hos y todos felices.
Lo que no trascendió hasta ahora es la historia secreta de Blue Christmas: el fallido y definitivo álbum depresivo-navideño de Frank Sinatra como pieza complementaria de lo que podría definirse como su “Suicidal Period” conformado por los muy celebrados y oscuros In the Wee Small Hours (1955), Where Are You? (1957), Frank Sinatra Sings for Only the Lonely (1958), No One Cares (1959) y Point of No Return (1961) y en los que un “Ol’ Blue Eyes” en teoría acabado se reinventó como triunfante loser especializado en canciones de esas que se cantan, justo antes de cerrar, acodado en la barra de bares vacíos antes de volver a pisitos de soltero/divorciado más vacíos todavía.
Seguramente inspirado por la demorada pero inevitable firma de los papeles del adiós a su tormentoso matrimonio de seis años con Ava Gardner, a principios de noviembre de 1957, un Sinatra más melancólico que nunca le comenta a su por entonces arranger Gordon Jenkins sus ganas de grabar todo un disco “donde los christmas carols se convirtieran en torch-songs, un álbum especialmente pensado para todos aquellos, y somos muchos, convencidos de que la Navidad es el momento más inapelablemente triste del año”. Entusiasmado, Jenkins se pone a buscar canciones pero no encuentra demasiadas. Es entonces cuando recuerda a un par de ocurrentes y sarcásticos redactores publicitarios que conoció en una fiesta y que, pocos años después, serían justamente reconocidos como dos de los más finos y bestiales cultores del humor negro judío: Bruce Jay Friedman y Joseph Heller. Ambos se ponen a trabajar a toda velocidad, Jenkins ensambla una pequeña banda que incluye a un púber Randy Newman (que también pudo haber contribuido con más de un verso), y en un par de semanas hay 13 canciones cuyos títulos lo dicen todo: “Call Me Scrooge (I Don’t Wish You A Merry Anything)” es la letanía de alguien que odia las fiestas, “Santa’s Dead” cuenta de un padre explicándole a su pequeño hijo por qué se va de casa y, de paso, diciéndole que no sea idiota y deje de creer en tonterías, “Where’s the Snow?” narra unas depresivas Navidades en Miami, “Jesus Wept” es el irreverente monólogo de un J.C. advirtiendo que él no nació el 24 de diciembre, “We’ve Run Out of Mistletoe” es el lamento de un nerd que no encuentra a nadie a quien besar, “Santa Claus Is NOT Coming to Town” recuerda las Navidades de la Gran Depresión, “I Used to Be (A Little Drummer Boy)” se ocupa de aquel que descolló en la high-school pero que ahora..., “I Saw Santa Kissing My Little Sister” es un perturbador sketch pedófilo, “One Last Drink for Me (And Another for George Bailey)” homenajea a esos “buenos tipos” à la Frank Capra a los que todo les sale mal, “Pink Reindeers and Laughing Elves” es la carcajada desesperada de un alcohólico pasado de ponche y “Blue Christmas”, “Noisy Night” y “Jingle Bells” son relecturas desesperadas de los clásicos “White Christmas”, “Silent Night” y un “Jingle Bells” donde los cascabeles son suplantados por campanas funerarias.
Para cuando todo estuvo listo –incluyendo una foto en blanco y negro para la portada en la que el crooner aparecía caminando a solas por un basurero rebosante de pinos navideños que nadie había comprado– Sinatra ya estaba de mucho mejor humor, prefiriendo grabar el muy convencional y “feliz” A Jolly Christmas from Frank Sinatra (1957). Heller y Friedman relataron su breve e intensa aventura a unos cuantos amigos, pero nadie les cree y, con el tiempo, llegaron a pensar –muy dickensianamente– que lo habían imaginado todo.
Por Mariana Enriquez
Cada tanto, las estrellas del pop y el rock redescubren la pobreza africana, y cunde la solidaridad. ¡Si sólo fueran caritativos en silencio! Sobre todo, cuando se acercan las Fiestas. Inolvidable aquella línea de la canción colectiva “Do They Know It’s Christmas?” –en la que cantaban Bono, Sting, Simon Le Bon y otros, bajo la batuta del infalible Bob Geldof, circa 1985, en el contexto de Band Aid– que se lamentaba: “Y no habrá nieve en Africa esta Navidad”. ¡Cuánta arrogancia ignorante en estas estrellas norteñas! Porque, a pesar del calentamiento global, el monte Kilimanjaro todavía exhibe sus heladas cumbres; y no hay nieve el 25 de diciembre en Buenos Aires, ni en Sydney, ni en Río de Janeiro y, sin embargo, ni porteños, ni australianos, ni cariocas se suicidan en masa por la falta de blancura.
En fin, pasemos a esta nueva entrega. El disco se llama Embrace This Christmas y es fruto de una colaboración entre Bono y Madonna. Se sabe que él es un activista hace años además de cantante de U2, y que Madonna acaba de adoptar un niño de Malawi, al tiempo que dona dinero a un orfanato de ese país de Africa Occidental. Pues bien: él, generosísimo, le ofreció al padre del hijo de Madonna –que se vio obligado a dejar a su hijo en una institución después de quedar viudo, porque no tenía dinero para pagarle la leche al bebé– un trabajo en la compañía de “ropa ética” de su esposa Ali. (Recordemos que Yohane Banda es granjero: vaya a saber qué servicio puede ofrecerle a la políticamente correcta señora de Bono.) Y así, Bono y Madonna se encontraron, juntos, para darle una mano a esta pobre familia africana, y entonces, ¡un disco! ¡Pero claro! ¡Y con otros amigos famosos, todos cantando dúos! ¡Y algunos grabados en vivo en el orfanato, con músicos locales, haciendo mal uso de instrumentos y ritmos tradicionales! ¡Qué regalo para el arbolito!
La colaboración Madonna/Bono consiste en dos temas apenas: una balada espantosa sobre la responsabilidad global y la paternidad/maternidad (con bases electro mezcladas, según las liner notes, con ritmo de mbira de Zimbabwe –tanto da, Africa es todo lo mismo– y una versión acústica, en vivo en el orfanato, con palmas de los niños y sus maestros del clásico “Everlasting Love”. El resto de la colaboración consiste en repasar sus agendas y convocar a amigos famosos. Así, Chris Martin de Coldplay –¡que hace poco descubrió que las reglas del comercio internacional son injustas!– canta un espanto meloso sobre el Niño Jesús y la maravilla de la infancia, con sus típicos crescendos de piano, en compañía de su señora esposa Gwyneth Paltrow, que hace poco posó en una campaña publicitaria con la leyenda “Yo soy africana”. (Al menos la pareja todavía no adoptó a un niño africano, nobleza obliga.) Bob Geldof, infaltable, lleva adelante un blues precario con pasaje de rap gentileza de Emma Thompson (no lo escuchen: quedarán traumatizados para siempre, de verdad). Y Shakira ofrece una versión en vivo, en el orfanato una vez más, de un tema inédito, en castellano, llamado “Navidades en verano” –al menos la colombiana tiene algún registro de realidad– junto a Youssou N’Dour, figurita repetida y único africano del disco. El dúo más incomprensible lo forman Keith Urban –recién salido de la rehabilitación– y su señora Nicole Kidman, que hacen una balada country sobre pasar las Fiestas separados pero enamorados; lo único vagamente interesante es el dúo Ricky Martin y Elton John, aunque sea a título de diversidad y morbo. La canción, un pop midtempo muy Elton –en sus malas épocas– se llama “Bajo el muérdago”, y tiene que ser un chiste. Si lo es, funciona.
Todo el dinero de este esfuerzo se dona a los huérfanos de Malawi, y a los centros culturales del país, aunque nada hay aquí que difunda a los artistas nativos: ni siquiera invitaron a modo de objeto decorativo a célebres músicos locales como Alan Namoko, que hace giras desde los ’70, es ciego, canta en chewa y nyanja, y es un verdadero innovador del jazz y el blues.
El disco incluye pasajes de spoken word de todos, desde “poemas” hasta lecturas de datos sobre el estado de cosas no sólo en Malawi sino en toda Africa Occidental. ¿Tiene esto alguna utilidad? Toda esta información se puede encontrar en Wikipedia. ¿Por qué las celebridades reunidas en este disco están tan seguras de que el resto del mundo “sabe poco y nada” acerca de Africa, tal como insisten en varios pasajes? ¿Será porque ellos recién se enteran? Parecería ser que la verdadera maldición de la fama y el dinero es volver peligrosamente tonta a la gente. O peligrosamente cínica. Los pasajes recitados y las canciones de este disco son tan penosos que dan ganas de hundir la cabeza en un balde de aceite hirviendo o, como dice un querido compañero de trabajo de este crítico, serrucharse una pierna. El subtexto que yace en este disco asquerosamente autoindulgente es éste: “Tenemos un gran corazón y no somos huecos. ¡Merecemos su amor!”. Ya cansan. Por favor, que les den un Nobel de la Paz a todos de una vez, así se quedan con la conciencia tranquila y nos dejan en paz.
Por Diego Fischerman
Inés Cézar del Prado, en su libro The Cool of the Bird, traza la historia de una serie de discos y de obras musicales asombrosas, poco conocidas y, en algunos casos, inimaginables. Su punto de partida es, desde ya, el famoso chiste que Miles Davis se hizo a sí mismo o, más bien, al mito que otros habían erigido con él, cuando, con el nombre de David Smiley, grabó el álbum del que toma su título el estudio de la musicóloga portuguesa. Allí, el frío del pájaro, o, tal vez, la elegancia de Charlie Parker, reemplazan al nacimiento del cool del disco original, de 1949. Pero Cézar del Prado va más lejos. Después de mencionar extraños casos en que el saxofonista Art Pepper se hacía pasar por el trompetista Art Farmer (“cuestiones del arte”, bromeaba), la investigadora hace referencia a una cantata satánica escrita por Johann Sebastian Bach en Mühlhausen entre 1707 y 1708.
De esa obra existiría sólo una versión parcialmente corregida, incluida con el número 131 en el catálogo Bach (Bach Werke Versainig, conocido familiarmente como BWV) en la que, de todas maneras, su título, “Aus der Tiefe rufe ich, Herr, zu dir” (Desde el abismo lloro hacia ti, Señor) conserva un significado muy especial con sólo imaginarse un Señor distinto al de los cielos. Los datos en los que se basa Cézar del Prado son varios, empezando por el hecho de que ésta es una de las pocas cantatas de Bach de las que se desconoce el motivo de composición o la ocasión de la ejecución, aunque se supone que en su versión anterior fue cantada, en secreto, durante un misterioso festejo navideño en casa de Wilhelm Franelmacher, un noble sajón que acabó su vida tiempo después en la hoguera. Pero lo que resultaría determinante es, teniendo en cuenta los juegos numerológicos a los que el autor era tan afecto, la entrada en sextas sucesivas descendentes de tres voces (el triple 6 del demonio) sobre la palabra tiefe (“tinieblas”), culminando en Herr (“Señor”) con una disonancia de séptima mayor. La portada del autógrafo de la versión corregida indica que la conformación de la orquesta deberá ser “a una Obboe, una Violino, doi Violae, Fagotto è Fondamento”, o sea seis voces, y también en las partes instrumentales las sucesiones de tres sextas descendentes, culminando con un intervalo de séptima, y son recurrentes. Pero en esa obra sucede algo aún más llamativo, que funciona como un verdadero anticipo de los mensajes satánicos en los discos de vinilo escuchados al revés. El tema que las distintas voces van cantando en la fuga “de las profundidades”, a distancia de sexta, es la retrogradación (o sea la misma melodía leída de atrás para adelante) que el del coral inicial de Gott ist mein König (Dios es mi rey), una cantata compuesta en esa misma época (fue ejecutada el 4 de febrero de 1708) y catalogada como BWV 71, como demuestra la musicóloga Eva Nöhl.
Existen varias versiones de la Cantata BWV 131 pero sólo una, reciente, de la versión reconstruida de la original, en la que el último coral alaba, sin vueltas, al Señor de las Profundidades. La obra aparece allí como “atribuida a Bach” y, desde ya, sin número de catálogo. El organista y estudioso Paul van Elko, director del excelente coro y del selecto grupo de instrumentistas y solistas que la interpretan (la soprano Ana Gramma, el contratenor Parthos Kalamitossos, el tenor Chaucer Ditto y el bajo Enkohi Endo), deja entrever, en sus notas en el riguroso folleto que acompaña el álbum, que la obra tanto podría ser de Bach como de alguno de sus discípulos que parodió la BWV 131 sin conocimiento del compositor. Los manuscritos en los que se basó Van Elko para la reconstrucción no son autógrafos y corresponden a una época posterior. Pero, en cualquier caso, el poderío musical y la fuerza expresiva de la “fuga satánica” son, sin duda, de Bach y bien valen la búsqueda del disco que, por supuesto, no se consigue en Buenos Aires.
Por Guillermo Saccomanno
Juan Viladomat fue un tipo de suerte, pero poca. Nació, triunfó y fue olvidado en su ciudad natal, Barcelona, donde murió en 1940 a los cincuenta y cinco años. Entre sus éxitos como compositor se cuentan varios tangos para varietés. Su temática era a menudo provocadora. Dos ejemplos: “El pintor cubista”, donde se la agarra con la plástica, y “Niní”, dedicada al transexualismo. Más repercusión obtuvo con “Fumando espero” (1922), grabado más tarde por Carlos Gardel. Los musicólogos discuten sobre la naturaleza del cigarrillo. “El cigarrillo que tan plácidamente saborea su protagonista es, evidentemente, de cocaína”, dice uno. Y otro le discute: “Si prestamos atención a la letra pareciera ser cannabis: ‘humo embriagador’, ‘me suelo adormecer’, ‘mi egipcio es especial’”. Tras la Guerra Civil, Viladomat la pasó mal. Las castañuelas y el paso doble, la comedia norteamericana y el deporte fueron las herramientas del franquismo para drogar a los españoles. Pero la historia de una obra, independiente de su autor, continúa en derivas impensadas.
En 1944, el capitán británica Nerval Sinclair Marley, colono en Jamaica, enamoró con sus discos a una joven y bella campesina, Cedilla Broker. Los discos eran en su mayoría españoles, recuerdo de su período en Gibralta. Del romance nació, un año después, Robert Nesta Marley. El oficial abandonó al poco tiempo a la familia. El pequeño Bob, rebelde y religioso, no tardaría en hacerse raftafari. Fue en Trenchtown, un barrio tan miserable como penoso, cuando The Wailers no eran todavía The Wailers que Mike Tosh y Neville Waller, mientras grababan, en un descanso fumón, le preguntaron a Bob qué eran esos discos apilados en un rincón. “El diablo no tiene poder sobre mí”, dijo Bob. Tosh encontró el disco de Gardel. Los tres se pusieron a escuchar con un cabeceo lento, muy lento. “Por eso estando bien/ es mi fumar un edén”, cantaba Gardel. Llamaron a un vecino que sabía español.
Reacio desde la infancia a escuchar los discos de su padre, ahora Bob depuso el encono. Al rato grababa con los Wailers: “Smoking I wait/the man who I love/ behind the crystals...”. Después de grabar, Bob sentenció: “Cuando fumás hierba, la hierba te revela a vos mismo”.
Era el 24 de diciembre de 1971. Llovía. En la oscuridad nocturna, poco a poco, en las viviendas miserables del barrio, se encendían fogatas y el aguacero no apagaba las llamas. Se oía el llanto de los bebés y el ladrido de los perros. Había sudor y marihuana en la atmósfera. El templo pentecostal de la esquina parecía venirse abajo con las mujeres de vestidos sueltos aplaudiendo en la luz de las velas. “Dios me envió a la Tierra para hacer algo”, dijo Bob.
Un periodista de The Village Voice escribió que era más de medianoche cuando las fuerzas policiales entraron al barrio a tiros y cachiporrazos. Bob Marley & The Wailers resultaron heridos. La colección de discos del capitán fue hecha añicos. La grabación reggae del tema de Viladomat se perdió en la razzia. En el amanecer se oían unos tiroteos espaciados.
En la mañana, en los campos de golf, los blancos refunfuñaban porque la lluvia había jodido el green, concluía la crónica de The Village Voice. Al pasar se mencionaba el tema grabado y perdido. Más tarde, al leer la crónica, un ejecutivo de publicidad de Liggett & Myers pensó en contratar al grupo. Quería adaptar al formato jingle “Smoking I Wait” integrando el lanzamiento de una marca de cigarrillos alternativos: cigarrillos de marihuana, king size y con filtro. El proyecto, que no prosperó en su momento, volvió a cobrar ímpetu en la actualidad a partir de los juicios millonarios que acusan las empresas tabacaleras.
Por María Moreno
A fines de octubre de 2000, en Amsterdam, Udo Krül, un ex conserje del Museo de la Marihuana, músico ocasional y ex adicto reconvertido en cristiano, sacó el disco de Navidad Dejad que el niño venga a nosotros, que logró rápida popularidad. El producto era original. La complejidad de su letra volvía angustiante el remate con rima y demandaba a la música una sinuosidad dodecafónica, pero eso fue especialmente bienvenido por los jóvenes, ya desesperanzados de que la Navidad entrara alguna vez en sus walkman debido al lastre estético musical de Jingle Bells. Además, el sonido de un ukelele completaba el mix superador. Una traducción apresurada de la letra permitiría obtener versos como éstos: “Las briznas de paja coronando tu cabecita son la profecía de tus rizos”, “En tus mejillas mullidas podríamos adormecernos protegidos, como lo hacíamos cuando éramos niños, como tú, oh como tú, pero sin tus labios jugosos de alabanzas a tu padre”. Al éxito inmediato del disco con su correlato de imágenes de Krül saturando las pantallas de los televisores –es un clásico: usa vincha de tejido peruano, overoll y camiseta de batik– sucedió el conflicto, la censura y la amenaza legal. Amsterdam, donde las autoridades distribuyen 700.000 jeringas por año entre los pinchetos con el pragmatismo atribuido a los comerciantes pintados por Frans Hals, las chicas cuya boutique son ellas mismas y están sindicalizadas y el aborto es permitido en todas sus formas salvo que esté en riesgo la vida de la madre –en nuestro país es grotescamente al revés–, Dejad que el niño venga a nosotros colmó la medida del vaso de la democracia. El cura párroco de Oude Kerke, la iglesia de la zona roja que habitualmente cierra sus puertas a las cinco de la tarde para que sus feligreses no molesten a los turistas que se dirigen durante el atardecer a la calle de las vitrinas con chicas y el Museo de la Marihuana, denunció el tema de Krül porque erotizaba la figura del niño. Señaló especialmente un párrafo donde a un solo de ukelele le sucede el verso “la luz del sol entre tus piernas nos hace dudar de que tengas el sexo de tus guardianes, los ángeles, porque tu futuro dijo que eras hijo de hombre”. Las asociaciones feministas llegaron más lejos: protestaron porque si se pasaba al revés el disco se escuchaban versos paidófilos. Luego realizaron una investigación conjunta mediante la que descubrieron que la letra provenía del futuro tesorero del luego PNVD, Partido de Amor Fraternal, la Libertad y la Diversidad, Ad van Den Berg, que le había pagado a Krül para que se hiciera pasar por el autor. La investigación generó un rápido apoyo. Un líder de rock cristiano creyó reconocer en la confusa melodía un dejo beat que definió como “un golpeteo contrario a los latidos del corazón que produce aceleración cardíaca y hace crecer la tasa de adrenalina hasta producir excitación sexual”. La dirigente anarco protestante Anke Séller informó que en Dejad que el niño venga a nosotros, mediante determinadas manipulaciones, se oyen estos versos: “No me atrevería a tocarte un pelo porque eres mi Dios, pero podría clonarte para besarte y por el bien de los dos”. En el juicio a Krül se gastaron horas de retórica progresista y discretamente anti. No hubo pruebas contra Ad van Den Berg. Dejad que el niño venga a nosotros hoy es uno de los escasos productos que circulan por Amsterdam en la clandestinidad.
Por Alan Pauls
Agradecimientos: Gracias a mi madre, que me dio amor y abrigo y me hizo conocer el maravilloso mundo de la música. Gracias a mi padre, que enseguida nos dejó solos. Gracias a mis maestros de la Toronto School of Music, que me enseñaron todo lo que sé, y al padre de Thomas, mi mejor amigo de coro, que debió haber golpeado antes de entrar pero supo ser discreto en la reunión de padres. Gracias al tío de Thomas, en los cumpleaños de cuyos hijos debuté como pianista. Gracias, madre, por una agonía limpia y rápida. Gracias a la mostaza Heinz y los proféticos tapones para oídos Silent Dreams, que me dieron la posibilidad de componer mis primeras obras, ganarme la vida y escapar para siempre de mi padre, que había vuelto a casa “para enderezarme”. Gracias a Susan Mehegan, directora de casting vocal de La novicia rebelde, espíritu finísimo y poco convencional que comprendió que nadie doblaría mejor a sor Margaretta que yo. Gracias a Peter, asistente de Susan, que me llevó por primera vez al camarín de Christopher “von Trapp” Plummer. Gracias, Christopher, por tanta curiosidad –nunca nadie había estado ahí hasta que decidiste entrar– y tanta delicadeza. Gracias, gracias, gracias. Gracias por tu lección de modestia, porque ¿qué estrella aceptaría ser doblada por la voz del Oso Yogui? Gracias por la amistad, las botas de montar, los deliciosos sacacorchos austríacos. Gracias, bottle boy, por darme la posibilidad de alejarte del demonio alcohólico. Gracias por haberme escuchado y por aceptar el papel del Santa Claus sádico y travesti en El socio del silencio (1978). Gracias a Daryl Duke, director de El socio del silencio, que sin conocerme me invitó a componer la música de su película y casi sin escucharla la descartó y llamó a Oscar Peterson. Gracias al coágulo vivaz que en 1993 se acomodó en la carótida de Oscar Peterson, restringiéndole el uso de su mano izquierda (¡la mejor!). Gracias a Daryl Duke por encargarme de todos modos la música incidental de la película. Gracias al best seller dinamarqués Anders Bodelsen, sin cuya novela Taenk pa et tal (Think of a number) nada de todo esto habría sido posible. Gracias a Diane Justus, mano derecha de Daryl Duke, por confirmarme sin rodeos que Peterson también se encargaría de la música incidental. Gracias a Elliott Gould, sin cuyo encanto la película infecta de Daryl Duke no habría durado tres días en cartel. Gracias, madre, por aparecérteme en sueños: la intención es lo que vale. Gracias al taxista sin nombre que tarareó esa noche mi viejo jingle de Heinz antes de que me desmayara. Gracias, Christopher, por pagar la internación –juro que las llamadas internacionales no las hice yo sino ese enfermero que te miró feo al entrar–, y gracias por rogarme que compusiera los motivos navideños para la escena en que Papá “Christopher” Noel entretiene a los niños en el shopping y entra después a robar al banco. Gracias a Garth Drabinsky, de Carolco Entertainment, por la franqueza, la indemnización y el taxi. Gracias a Bil Woods, responsable de efectos especiales de El socio del silencio, por fabricar belleza con mis lágrimas. Gracias a la fibrosis pulmonar que acabó con la vida inexplicablemente larga de Daryl Duke en West Vancouver. Gracias a Christopher Plummer, que sin pedir a cambio otra cosa que una modesta colección de fotos privadas recuperó para mí los masters de las melodías navideñas que escribí para El socio del silencio y que hoy ven la luz por primera vez. Gracias, madre, por el aliento. Gracias –¡30 años después!– a mi mejor amigo Thomas por la lealtad, el buen gusto musical y las flores de Bach. Gracias (in memoriam) al padre de mi mejor amigo Thomas por su generoso aporte a la realización de este disco. Gracias ¡una vez más! a Christopher, que a cambio de unas últimas polaroids traspapeladas me consiguió seis semanas de estudio. Gracias a los sobrinos de Thomas por los coros. Gracias a mi vecino Norman por el protools, a Eva por el catering, a Dany por el sauna. Gracias, madre, dondequiera que estés, por seguir creyendo en mí como cuando me enseñabas villancicos en el sótano de casa. Feliz navidad, y ojalá te guste mi disco.
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