Dom 24.12.2006
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MúSICA > LAS HEROíNAS DE LA OPERA: ESPEJO DE LA FEMINIDAD

Mujeres de almas tomar

Los argumentos de la ópera, aunque se apoyen en temas históricos, textos literarios o mitos de la antigüedad, reflejan cambios culturales. A partir del siglo XIX y comienzos del XX, la forma de entender a la mujer es uno de ellos. Aquí, a partir de las heroínas líricas, Alicia Plante traza un mapa del avance de la feminidad, ideal para complementar el flamante y feliz Diccionario del amante de la ópera de Pierre-Jean Rémy (Paidós), donde el autor presenta su pasión en orden alfabético e incluye todas las óperas, los cantantes y los directores de orquesta.

› Por Alicia Plante

La mezzosoprano michelle De Young como shaman en un ensayo de “El primer emperador” de tan dun que se estrenara el 21.12.06 en la metropolitan opera de nueva york. Es la historia del primer emperador de china que establece exitosamente un gran imperio, pero destruye a las dos personas que ama: su hija y su amigo de la infancia

Arrebujados en nuestras capas observamos desde el borde del canal cómo en esta noche oscura de marzo de 1851 el refinado público de Venecia se va arremolinando a la entrada de La Fenice. Un frío húmedo se desploma sobre las espaldas y en medio de cierta confusión los gondoleros acomodan hábilmente sus embarcaciones para arrimar el costador contra los escalones. El eco de mil voces excitadas, de pasos apresurándose sobre las piedras de la calle, rebota y se multiplica contra los frentes de los palacios vecinos: nadie entrará al teatro todavía. De pronto un pequeño revuelo anuncia lo que todos esperaban. Un gondolero salta a tierra y amarra el cabo mientras los lacayos abren la portezuela y respetuosamente se hacen a un lado. Sus manos extendidas son ignoradas casi por el hombre de levita y galera que trepa con agilidad y se dirige velozmente al interior del teatro: Verdi ha llegado y el público se prepara para seguirlo. Sin embargo, ni siquiera sus compatriotas son incondicionales, es probable que aplaudan hasta el delirio los mejores momentos de Rigoletto, la nueva ópera, pero quién sabe...

Si la imaginación nos lo permite acerquémonos a la entrada en la que se apresuran algunos retrasados. Trepamos corriendo un tramo de escaleras y nos deslizamos sin ruido dentro de un palco. Por encima de las cabezas de una joven pareja veremos avanzar la función y comprobamos que también este libreto da una imagen de la mujer que por momentos encenderá de enojo y luego de secreto entusiasmo las mejillas de la muchacha a quien casi tocamos la espalda: postulamos que fue desde pequeñas bases cotidianas como ésta, asociadas a la experiencia personal y a la emoción de lo bello, lo verdadero y lo justo, que la conciencia de género se propagó entre las mujeres. Simultáneamente –y por cierto no como algo diferente–, a un nivel social organizado, el feminismo triunfaba en sus primeras reivindicaciones y desarrollaba coherencia ideológica.

Los argumentos operísticos están más recostados en lo real de lo que a simple vista sugieren las figuras y situaciones elegidas por libretistas y compositores, a menudo extraídas de la antigüedad y emplazadas en lugares y situaciones remotos. Porque al margen de su entorno temporal o geográfico, y esté la raíz argumental en la tradición histórica o en la imaginación creadora de sus autores, los argumentos de ópera –como en general el arte todo– expresan lo que la época identifica como ideal, como poético, y, desde idéntico lugar, denuncian lo falso, lo infame, lo vil. Explícita o implícitamente siempre toman partido por la construcción de la utopía, y desde ese compromiso ético e ideológico, la lírica y sus personajes vienen gravitando en la vanguardia de cambios culturales trascendentes: la nueva forma de entender a la mujer es uno de ellos.

A lo largo del siglo XIX y entrado el XX, pero comenzando ya en el XVIII, con notable frecuencia encontramos, por ejemplo, óperas cuyo libreto y música, aun cuando fueron creados por artistas europeos de diferente extracción cultural, coinciden en proponer figuras femeninas abusadas y engañadas por el hombre, o con coraje y agallas suficientes para rozar lo épico. Con idéntica frecuencia, los personajes masculinos, como contraparte, quedan mal parados y aparecen como sujetos débiles o lisa y llanamente, como perversos seductores o traidores indignos de confianza.

Ya Mozart y Rossini habían desplegado en todo su dudoso encanto costados perdurables del hombre: tanto Don Juan como Don Bartolo (El Barbero de Sevilla, 1816) son personajes que vienen bordeando lo patético desde la antigüedad –aunque no por eso se los pueda considerar “antiguos”, ya que el play-boy moderno se apoya en idéntica estructura de personalidad que Don Giovanni, 1787, mientras el “viejito verde” que hoy aspira a obtener satisfacción erótica de una joven a la que seduce apelando a las galas de su bolsillo, replica al ridículo rival del conde de Almaviva–.

Las mujeres a las que nos referimos se podrían dividir en dos grandes grupos. Por un lado, las enamoradas de hombres que les mienten, las que no logran desarrollar una estatura psíquica desde la cual defenderse, pasto del engaño, víctimas propiciatorias, desgraciadamente carentes de un sentido de realidad que las proteja, en estado de necesidad, casi cómplices de la traición y el abuso, entregadas en cuerpo y alma a hombres generalmente despreciables y frecuentemente pobres de espíritu, casi figurantes. Estas mujeres llegan a elegir la muerte por amor, como Liu, la buena, la dulce, que en Turandot, 1920-6, (G.Puccini/Adami/Simoni, basados en drama de Gozzi de 1762), es el único personaje verosímil y profundamente conmovedor en una trama que gira en torno de la estupidez humana y las posibilidades de crueldad de la histeria. Otras, ante la inminencia de la consagración a un hombre que no es el que aman, enloquecen, como Lucia de Lammermoor, 1835, (G.Donizetti/Cammarano, basado en novela de W.Scott de 1819).

Por otra parte, hay en la ópera otro grupo de personajes femeninos compuesto por mujeres rayanas en lo heroico. Son seres fuertes, y si bien profundamente emotivas, llegan a matar por amor o por sus convicciones. Algunas, desde igual temperamento, prefieren dejarse matar antes que ceder a una pasión que no comparten, pero todas, aquí, tienen más fibra que las anteriores.

En una situación que la emparienta con éstas –a pesar de tantas diferencias esenciales–, está Brunilda (La Walkiria, 1854-6, segunda ópera del ciclo El anillo de los Nibelungos, música y libreto de Wagner, basado en temas de la mitología germánica). El suyo es un caso aparte porque si bien Brunilda también sufre a manos de un hombre, ese hombre no es su amante: el dios Wotan es su padre, un hombre enfurecido que no le perdona a la preferida, la dilecta entre sus hijas, que se haya enamorado de un hombre (Sigfrido), no importa cuán gallardo y poderoso, y en consecuencia la castiga –se supone– por desobedecerle. Sin embargo, cabe otra lectura: la razón inconfesable (e inconsciente posiblemente hasta para Wagner) de la terrible penitencia son los celos incestuosos del agraviado padre, que están ahí, donde no son nombrados, para permitirnos entender tanto la dramática furia de Wotan como el desesperante sometimiento de Brunilda a su autoridad y su poder.

En esta categoría se inscribe asimismo el personaje de Desdémona, otra víctima inocente de los celos, en su caso los del ingenuo Otelo, 1884, (Verdi en adaptación de la obra isabelina de Shakespeare) que, objeto de las intrigas insidiosas de Yago para obtener el poder, es incapaz de reconocer el fiel y tierno amor de su esposa y acaba matándola.

Ya en Macbeth, 1846, eran los personajes paradigmáticos de Shakespeare los que impregnaban la mente de Verdi, que en una reelaboración operística que contamina la escena con acentos melódicos oscuros y siniestros, mostrará a la verdadera protagonista de la historia: Lady Macbeth, ideóloga de los crímenes de su esposo y real instigadora del mal. El, mientras tanto, débil y perverso pero carente de imaginación, sin ella guiando su brazo posiblemente nunca se habría atrevido a matar para obtener el trono. Macbeth encarna una combinación de enorme peligrosidad: la codicia insaciable y la falta de inteligencia. A pesar de su temple, Lady Macbeth finalmente sucumbe también ella al horror y huye del baño de sangre de sus crímenes por la única vía que aún se le ofrece: la locura.

Violeta, el personaje central de La Traviata, 1852-3, (G.Verdi y J.M.Piave, basado en La dama de las camelias, de Dumas), es una joven y bella mujer que en medio de la alta sociedad parisina disfruta despreocupadamente de la vida. Será víctima de la pequeñez de espíritu de dos hombres, Alfredo Germont, que se enamora de ella, y su padre, que se interpone. Alfredo acepta como legítima, sin dudarlo jamás, la carta que ella le envía a instancias de papá Germont, que no acepta que su hijo siga involucrado con esta mujer de mala reputación. Alfredo la maltratará públicamente en un baile sin detenerse nunca a buscar una aclaración de los términos de la carta recibida, inconcebibles en una mujer enamorada. Demasiado tarde, apenas a tiempo para que ella muera de tuberculosis en sus brazos, Alfredo, avergonzado, le dirá que acaba de saber por su padre toda la verdad. ¡Puaj, Alfredo!

Madama Butterfly, 1901, (G.Puccini y Giacosa/Illica basados en Belasco) describe al prototipo de la mujer inocente, crédula, indefensa, por quien el espectador empieza a sufrir en cuanto se sienta en la butaca del teatro. En una charla con el musicólogo y docente Pablo Kohan sobre lo que aquí se propone, él, además de coincidir en términos generales con la idea del papel especular y a la vez inductor cumplido por ciertos personajes femeninos de la ópera en la evolución del movimiento feminista, comenta que el caso de Butterfly y el maltrato que sufre a manos de Pinkerton le resulta particularmente repulsivo. Este rubio y bello marino norteamericano que llega en su barco a las costas de Japón y se enamora de la frágil geisha, le hará un hijo antes de partir lleno de juramentos. Durante la segunda mitad del siglo XIX es fuerte en los pintores europeos la presencia de Japón, tal vez de Oriente en general, y en numerosos cuadros impresionistas se reconocen motivos orientales. Quizá Puccini haya sentido también la fascinación de Oriente, y es posible que el suicidio de la pobrecita geisha abandonada, que durante varios años miró en vano el horizonte desde la colina esperando ver llegar al puerto el barco de su amado, y que al fin, derrotada, entregará a Pinkerton y su esposa norteamericana el hijo del que vinieron a apropiarse, exprese el dolor de todas las mujeres inocentes engañadas por los hábiles de labio y ligeros de semen.

Mimí (La bohême, 1894, G.Puccini y Giacosa/Illica, basados en H. Murger), se enrola también en la categoría de las mujeres vulneradas por su estado de necesidad, en este caso, concretamente: hambre, frío y falta de atención médica. La vida de los bohemios en París a fines del romántico siglo XIX es el marco en el cual otro hombre sin hombría (Rodolfo) se enamorará de ella, la jovencita que toca a la puerta del grupo de tres varones, artistas de dudoso talento, buscando lumbre. En poco tiempo su loco amor no le impedirá notar que Mimí tose demasiado..., y la apartará de sí, dice, porque no puede darle los cuidados que ella necesita. Cuando la inminencia de la muerte por tuberculosis quiebra a Mimí en plena calle, la traerán a la casa para que muera entre amigos. El amor de Rodolfo resucitará como por arte de magia ante la agonizante Mimí, cuando ya no sirve para nada.

Gilda, 1851, (Rigoletto, G.Verdi y F.M. Piave), es la bella y joven hija de Rigoletto, el contrahecho bufón que divierte al duque de Mantua, un aristócrata amante del placer, audaz y despreocupado. El duque quedó cautivado por ella al verla en la iglesia y la seduce para sumarla a sus conquistas. Mientras, serviles cortesanos del aristócrata buscan vengarse de las constantes pullas del bufón raptando a la joven, a la que suponen su amante, y la entregan al duque, cosa que ella, creyéndose amada, no resiste. El odio de Rigoletto al enterarse es infinito, y en presencia de su hija contrata a un asesino repugnante para que mate al duque. Sin embargo, para salvar al hombre amado, Gilda ocupará su lugar bajo el puñal del asesino y morirá por él.

Carmen, 1873, (G. Bizet y Meilhac/Halévy basados en P. Mérimée) es un personaje particularmente real, vivo y entrañable. Resumiendo un análisis original y profundo que hiciera de ella la mezzosoprano española Teresa Berganza, Carmen simboliza la libertad. La libertad para amar al que le venga en gana (el capitán, Don José o Escamillo). La libertad para apartar de su camino al que no lo comprenda así y pretenda someterla. La libertad para elegir ese estilo, el único que para ella tiene sentido, al que no renuncia a ningún precio, ni siquiera el de su vida. En ese sentido, desde la pasión y la incondicionalidad con que defiende sus convicciones, Carmen elige la libertad en nombre de todas las mujeres.

En Fidelio, 1805-1814 (L. van Beethoven y, sucesivamente, J. von Sonnleithner, S.von Breuning, y G.F.Treitschke, basados en una obra de Bouilly), el personaje de Leonora es un monumento al coraje, la fidelidad y el amor conyugal: disfrazada de varón intimará con el carcelero a cargo de los presos políticos del poderoso de turno, autoritario y corrupto. Entre ellos está su esposo, al que heroicamente rescatará de la muerte a último momento. Fidelio es una obra sorprendente, no tanto por su extraordinaria belleza, que viniendo de quien viene es esperable, como por el realismo de las situaciones y la actualidad de los conflictos, algo infrecuente en numerosos libretos posteriores, poco verosímiles ya en el momento de ser elaborados.

En una similar línea de realismo en la construcción de las personalidades y las circunstancias político-históricas, se inscribe otra obra maravillosa, Tosca, 1898-9, (G.Puccini y Giacosa/Illica, basados en el drama de V.Sardou). En palabras del musicólogo Julio Palacio, “la ópera italiana es un drama de emociones y no, como su contrapartida germánica, un drama de ideas”. Y si las hay que arrancan lágrimas, sin duda Tosca es una de ellas. Carmen, claro, también lo es, porque los perfiles de ambos personajes son logros dramáticos enormes. Pero en el personaje de Floria Tosca coinciden, por un lado, un rasgo medular de Carmen: la intensidad de la pasión, el fuego del temperamento, y por otro, de aquella Leonora, lo heroico, el coraje, la lealtad sin límites al hombre que hasta tiene ideas que ella no comparte. Me gusta pensar en estos tres personajes como una tríada que se extiende a lo largo y a lo ancho del siglo XIX: desde 1805 a 1898, como pilares del avance de la feminidad entendida como género, donde es la cultura la que asoma como determinante de los roles de hombres y mujeres en el devenir humano. Cuando de golpe, sin planearlo, movida por el asco, el odio y el miedo, Tosca se encuentra con un cuchillo en la mano y lo clava en el pecho del tirano Scarpia, susurrará, atónita ante lo que acaba de hacer: “y pensar que frente a ti temblaba toda Roma”. Así, una cantante famosa, apenas una exquisita, delicada diva enamorada, por salvar a su antimonárquico amante, el pintor Cavaradossi, cambiará con su acto impulsivo la historia del reino de Nápoles.

Hay muchos otros personajes femeninos de la ópera que deberían aparecer en cualquier análisis del desarrollo del feminismo, y el lector se preguntará por qué no fueron incluidos éste o aquél. En fin, no lo sé, a veces es desde el error, la arbitrariedad o el desconocimiento que todos y cualquiera amasamos el pan de la cultura. O algún otro...

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