MúSICA > TONY BENNETT A LOS ’80 Y CON DISCO NUEVO
En los años ’50, cuando el mundo de posguerra se rendía a los pies de cantantes que les hablaran de corazones rotos y sueños perdidos, centenares de jóvenes peleaban por convertirse en el nuevo Frank Sinatra. Muchos eran hijos de italianos, usaban trajes bien cortados y cantaban sentados en un taburete envueltos en humo de cigarrillo. Pero entre todos ellos, uno solo llegó a ser único. Ahora, a los 80 años, Tony Bennett, el hombre que hacía transpirar a los fans de Sinatra, vuelve con un disco de duetos rodeado de grandes nombres.
› Por Sergio A. Pujol
Su categoría de gran hotel se revelaba en el centenar de habitaciones muy confortables y la linda vista a la bahía. Con su decoración un tanto extemporánea y un menú que poco honor le hacía al cosmopolitismo de la Costa Oeste de la ciudad, el Hotel Fairmont de San Francisco solía albergar, para deleite de sus soleados huéspedes, números musicales. Y esa noche de 1961, el show tuvo un nombre ilustre.
Tony Bennett había sido el mejor exponente de aquellos cantantes de los ‘50 reacios al rock and roll. Sus mayores éxitos, como “Because of You”, “Cold, Cold Heart” o “The Boulevard of Broken Dreams”, llenaron de esperanza a los reservistas del swing, justo cuando Elvis empezaba a cambiar las cosas de lugar. Tony sobrevivió mejor que otros, gracias al apoyo de la Columbia y al gusto de algunos compradores de discos de jazz que habían advertido en el fraseo cómplice del italonorteamericano una musicalidad que no abundaba en el mundo de la canción sentimental. Si Tony Bennett iba a ser el relevo del aún invencible Frank Sinatra, más valía que se fuera haciendo a la idea de que los años dorados de la canción norteamericana ya no volverían a conjugarse en presente. La sensación de estar cantando un poco fuera de época –mas nunca fuera de tono– acompañaría a Bennett a lo largo de la vida, incluso en los momentos de mayor reconocimiento. Sabría entonces que, al persistir en su estilo, tendría que lidiar siempre con una pregunta tácita: ¿era el suyo un arte clásico o anticuado?
Esa noche, Tony cantó en San Francisco un tema que hablaba muy directamente de la ciudad. Esta le guiñaba su dorado sol a los viajeros y reunía sus tranvías en lomas próximas a las estrellas, según decía la dudosa letra. El protagonista de la canción se sentía terriblemente solo en Roma, París y Manhattan. Lo único que deseaba era volver a San Francisco. “I left my heart... –arrancó Tony– in San Francisco”: suspiro general. Esa canción, escrita en 1954, no era un standard, no había nacido del talento imanado de los compositores populares de las primeras décadas del siglo XX, sino de los oficios de un ex barítono de la ópera de la ciudad –Douglass Cross– y de un ex asistente del compositor Gian-Carlo Menotti, George Cory. Ahora, en la voz de Tony, aquello era casi un estreno: la suave melodía de un tiempo que se resistía a morir. Con sus pausas y curso melódico, su ritmo de nostálgica canción vaquera, su forma escueta –carecía virtualmente de estribillo– y ese brillante final a la Puccini que tan bien le iba al tenaz Anthony Dominic Benedetto, “Dejé mi corazón en San Francisco” llegaría al disco al año siguiente para convertirse en un éxito perenne, siempre adherido a su verdadero artífice, el último de los crooners.
Pasaron más de cuatro décadas de aquella escena en un hotel de San Francisco y Tony Bennett –ahora más clásico que anticuado– decidió festejar su cumpleaños número 80 volviendo a grabar los mejores momentos de su repertorio. Se trata del viejo truco de los grandes momentos inventariados, con el no tan viejo truco del álbum de duetos, de esos que terminan favoreciendo más a los invitados que al anfitrión. Como es fácil suponer, la lista de voces convocadas para Tony Bennett Duets. An American Classic es tan extensa como cegadora: Paul McCartney, Barbra Streisand, Elton John, Sting, Stevie Wonder, Diana Krall, k.d. lang, James Taylor, Elvis Costello...y siguen las firmas.
De todas maneras, para la nueva versión de la canción que Tony estrenó aquella noche en el Fairmont, cuando los ’60 aún no eran los ’60, el cantante y su productor, Phil Ramone, estuvieron de acuerdo en que el homenaje más emotivo que podía hacérsele al renovado amor por Frisco era suspender por unos minutos el imperativo gregario de los dúos y dejar todo al descubierto, a riesgo de que el argentino Jorge Calandrelli, a cargo de los abultados sonidos del álbum, sufriera un ataque de vértigo ante los prolongados silencios de la versión. Y así fue. Lejos del bullicio, Tony Bennett cantó solo, sin redundancias, su eterno éxito. Solo y sorprendentemente lozano, con el escueto acompañamiento del pianista Bill Charlap, cuyas perfectas suspensiones –allí donde nuestra memoria discográfica recordaba cuerdas y más cuerdas– se identifican más con el espíritu de un responso que con la declaración de amor urbano. El lujoso resto es más o menos previsible, con perlas aisladas (Paul y Tony interpretando “The Very Thought of You” en los estudios Abbey Road, justamente, o Barbra y Tony haciendo “Smile” en la mansión que Hello Dolly tiene en Malibú) y el arte de la canción reducido a la lógica de las grandes producciones.
En realidad, todos saben que el único efecto interesante que suele tener esta clase de empresas es siempre retrospectivo, una invitación a exhumar viejos discos, confrontar épocas y reflexionar un poco sobre el lugar que nuestros artistas favoritos han sabido labrarse en un mundo marcado por muchos bulevares de corazones rotos. Esta vez, la recuperación de tan soberbia discografía –Bennett grabó, por lo menos, una decena de álbumes magníficos– vendrá seguida de premios a la buena memoria: un especial de TV que los norteamericanos ya vieron y un documental con dirección de Clint Eastwood y narración de George Clooney. Como decían nuestros abuelos: para alquilar balcones.
Creció en Astoria, Nueva York, en tiempos de la Depresión, y en algún momento de su vida pensó seriamente en ser pintor. Lo sería más tarde, pero en segundo plano, como quien revela, con trazo resignado, que su hobby de siempre supo ser una profesión en ciernes, esa otra vida a la que todos renunciamos alguna vez, porque no hay tiempo para todo. “Pinto de día y canto de noche”, dijo hace unos años.
Hijo de inmigrantes italianos, el joven Anthony pronto descubrió que la nacionalidad de sus padres no sería una mera información de Migraciones si acaso optaba por el canto. Cuando empezó a cantar en clubes y casinos de baja estofa, se encontró con muchos hijos de italianos que soñaban, siguiendo un poco a Mario Lanza y mucho a Frank Sinatra, con la fama súbita. Todos vestían impecables esmóquines, acomodaban de vez en cuando el pañuelo blanco en el bolsillo superior y, ansiosos por conquistar al público, se sentaban en el borde de una banqueta, sosteniendo con ensayada displicencia el micrófono. Cantaban en el inglés de Little Italy y, cada vez que podían, mantenían largas notas, como en un final de aria, pero chasqueando los dedos con swing. De aquella pléyade cantora y rutinaria, algunos tuvieron algo de talento, como Perry Como, Vic Damone o el actoral Dean Martin, si bien la mayoría de aquellos simpáticos varones pasaría directo al purgatorio del espectáculo. Como fuera, al menos hasta fines de los ’50 la sociedad norteamericana pareció necesitar que sus crooners le relataran las evidencias del amor.
Después de apelarse Joe Bari por un tiempo, el joven Anthony encontró finalmente su firma artística definitiva: Tony Bennett. Coloquialmente norteamericano y de clara ascendencia italiana, el nombre producía el efecto de historia condensada. Muchos Tonys pero un solo Bennett: la democracia norteamericana celebra a los distinguidos mientras alienta a los que se esfuerzan por llegar a serlo. Y luego el azar, el golpe de suerte necesario para que la biografía fuese digna de ser contada alguna vez. Se dijo entonces que hubo un descubrimiento. Bob Hope había decidido seguir la farra de una larga noche en un sitio casi anónimo de la Gran Manzana. Y entonces, ¡oh sorpresa!: ¿quién era ese muchacho asinatrado que tenía enfrente? Tan reaccionario como generoso, Hope le prometió ayuda a Tony Bennett –¿o aún era Joe Bari?– y ambos cumplieron. El célebre actor le pasó contactos de su agenda y el cantante venció su timidez cantando cada vez mejor. Hasta convertirse en el cantante perfecto, aquel capaz de actuar sin aspavientos cada línea de canción.
El contrato en la Columbia salvó a Tony de la opacidad de los cabarets de posguerra, si bien lo obligó a seguir las indicaciones del astuto Mitch Miller –el villano de las fábulas musicales– y un arreglador un tanto rimbombante: Percy Faith. Leal con quienes lo ayudaron cuando aún no era un clásico norteamericano, Tony nunca dejaría de hablar con respeto y gratitud de estos personajes, pero permítasenos sospechar que fue realmente feliz cuando grabó el primero de dos LP con la orquesta de Count Basie (también vale agregar que fue TB el primer cantante blanco en registrar con Basie; tras sus pasos lo haría Sinatra).
A lo largo de los ’60, toreando al rock y al pop –aunque en verdad, Tony era un cantante pop... de la era del jazz–, el hombre que confesó haber dejado su corazón en San Francisco siguió grabando discos de tapas convencionales y canciones magníficas, si bien algunas algo hinchadas por un exceso de melodía, si se puede decir así. Aun en esas situaciones melodramáticas, la elegancia y precisión de Tony asombraban a propios y ajenos. En “For Once in My Life”, por ejemplo, subía dos octavas sin flaquear, para luego pasar a una canción de estilo más hablado o meterse en pasajes tan intrincados que sólo una voz técnicamente educada hubiera podido sortearlo con similar habilidad, aunque tal vez sin tanta gracia. Allá por mediados de los ’60, con el certero piano de Ralph Sharon cuidándole las espaldas y guiándolo en la armonía, Tony Bennett alcanzó la cumbre de su estilo. Cambiaron sus arregladores –Ralph Burns, Torrie Zito y Don Costa le escribieron partituras bien ingeniosas– y su registro de tenor se impuso en su género, en una línea que hasta entonces había sido dominada por barítonos como Crosby y Sinatra.
Tenía 40 años, una edad impensada en tiempos del baby boom, y no había canción de la época pre Beatles que se le resistiera, o de la que no pudiera sacar alguna belleza inédita. Cantaba de manera relajada y apasionada a la vez, algo muy suyo y muy raro. Los fans de Sinatra transpiraban de nerviosismo cada vez que una versión de Tony parecía replicar sus más profundas creencias. El era sinónimo de elegancia y honorabilidad. Seguía calzando saco y corbata, sin impresionarse demasiado por la liberación de la Era Acuario. Su sonrisa franca y su corte facial etrusco emanaban un brillo capaz incluso de cautivar a los caminantes más desaliñados de Carnaby Street.
En 1973, trascendió que Vittorio De Sica planeaba filmar la vida de Tony Bennett. ¿Cómo habría sido la vida de Tony a partir de la película que no se hizo? Lo cierto es que en 1973 esa vida parecía acabada, al menos en términos artísticos. Dos años antes, el cantante había dado un portazo en la Columbia, cansado de soportar presiones para que modernizara su repertorio y se pusiera a tono con los tiempos que corrían. ¿Qué pretendían? ¿Que se dejara el cabello largo y cambiara los trajes italianos por chalecos de cuero? Su voz parecía encantar a todos, menos a los tesoreros de la Columbia. De cualquier modo, si se hubiera retirado en aquel momento, dejando la narrativa de su vida en manos de biógrafos, cineastas y coleccionistas de vinilo, hoy lo recordaríamos con admiración. Pero la historia no había terminado: aun vendría un largo bonus track.
A mediados de los ’80, promovido por su hijo Danny, el hombre volvió a estar en el tapete. Exceptuando dos álbumes con Bill Evans –obras maestras, dicho sea de paso– y algunas presentaciones aisladas en salas de concierto, el retiro había sido lo suficientemente largo como para que fuera legítimo hablar de un verdadero regreso. Desde entonces, Bennett no ha vuelto a irse. En los ’90 no dejó lugar sin visitar. Apareció en MTV Awards al lado de los Red Hot Chili Peppers, fue la primera estrella invitada en Los Simpson, hizo su propio show unplugged para el cable y se dedicó a grabar, nuevamente con la CBS (ahora en manos de Sony): un disco dedicado a Duke Ellington, otro a Frank Sinatra, un tercero a Fred Astaire... ¿Qué había sucedido? Se esgrimieron varios argumentos. Para los críticos más conservadores, el regreso de Bennett era la prueba justiciera de que las grandes melodías habían resistido con éxito las hordas bárbaras de los ’60 y ’70. En cierto modo, el propio cantante –inflexible en este punto– comparte esta tesis, y que en su nuevo CD cante a dúo con el abecé del pop moderno quizá sea más una sutil revancha que un gesto de sociabilidad.
Sin embargo, la dinámica del revival no es exclusiva ni acotada. Tampoco puede decirse que la melodía haya muerto con el viejo álbum de los standards. ¿O no son los Beatles, epítome de la cultura anticrooner, objeto de constantes homenajes y fuentes inagotables de melodías? Probablemente sea plausible una explicación menos ideológica. Al fin y al cabo, los valores que Tony Bennett pueda representar ya se hubieran ido al demonio si el tipo balbuceara sus viejos éxitos y se le humedecieran los ojos tras cada recuerdo. Pero Tony sigue cantando como siempre –o casi como siempre–. Esa es la verdad, por más calculadas que sean las producciones de sus discos y fatigosas las campañas de publicidad. Es decir, el hombre canta como si sus canciones existieran al margen de toda volubilidad, por encima de nuestras modestas vidas, allí donde todo permanece y las cosas no tienen precio. Su voz, balance exquisito entre la reserva y la teatralidad, no parece haber cambiado mucho a lo largo de los años. Esto significa que en un tiempo que festeja sucesivas reinvenciones, Tony Bennett optó por seguir siendo Tony Bennett, tal como se imaginó a sí mismo, una vez y para siempre.
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