Dom 18.02.2007
radar

ESPECIAL SORIANO

Repercusiones y polémicas

El domingo pasado, Osvaldo Bayer y Guillermo Saccomanno respondieron a Beatriz Sarlo, quien había desmentido la anécdota referida por Saccomanno (cuya fuente había sido Bayer) sobre un humillante episodio que habría tenido a Osvaldo Soriano como protagonista en el ámbito de la cátedra universitaria entonces a cargo de Sarlo. Ahora, nuevamente Sarlo responde a ambos. Además, intervienen Eduardo Romano y María Moreno.

Por Beatriz Sarlo

El domingo pasado Saccomanno mostró sus habilidades de sociocrítico tomando como objeto un artículo que yo publiqué en la revista Viva. Sobre esas habilidades no diré una palabra. Simplemente solicité que Radar publicara la nota en cuestión. De este modo, los lectores podrán juzgar por sus propios medios.

En cuanto a Osvaldo Bayer: corrige un detalle de la historia al afirmar que no fui yo sino “un grupo de docentes y alumnos de la cátedra Sarlo” quienes habían invitado a Soriano. Insisto: tampoco los docentes de la cátedra de Literatura Argentina, de la que yo era titular, lo invitaron a Soriano. Bayer agrega que, en una ocasión, él mismo me llamó por teléfono para invitarme a un debate con Viñas. Está un poco confundido porque esa llamada tampoco existió. No llevé ni llevaría nunca a Bayer ante la Justicia porque la vía judicial me parece inadecuada para los desacuerdos intelectuales: ni por injurias, ni por plagios.

No voy a aceptar la actual invitación de Bayer a un escenario de debate que él controla, y donde no tengo garantías de ser escuchada. Bayer me concede que vaya con “dos colegas”. No me animo a pedirle a nadie que se someta a esas condiciones. El encono promete más un escrache que una polémica. La afirmación de Bayer de que mis palabras le recuerdan la mentira de un general fusilador es alarmante, porque empezando con algo así no es posible prever lo que puede terminar diciendo. La violencia verbal y el odio de Saccomanno también me intimidan y, aunque Bayer no lo agrega a su mesa de debate, tengo miedo de que aparezca en ese acto.

Con estas líneas doy por terminada mi contestación a los dichos de Bayer y Saccomanno. Fue mi palabra contra la de ellos, en una escalada de la que no quiero seguir participando.

Sin casa en el primer mundo

Esta es la nota de Sarlo publicada en la revista Viva del diario Clarín que Guillermo Saccomanno menciona en su texto del domingo pasado y que Sarlo ofrece a consideración de los lectores de Radar como respuesta a los dichos de Saccomanno.

Los veía siempre, cuando iba a comprar pan o cigarrillos (en Estados Unidos todavía se fumaba sin ser identificado como agresor). Pasaban su tiempo en la calle 17, a la vuelta de mi casa y a pocas cuadras de Dupont Circle, en Washington. Yo también era allí una habitante temporaria, dispuesta a usar las bibliotecas durante algunos meses a cambio de dar clases en una universidad. Tenía mucho tiempo libre, y unas próximas vacaciones de Semana Santa en las que pensaba viajar a alguna parte. Había llegado de Buenos Aires con una valija enorme, completamente inadecuada para hacer un viajecito de pocos días, y entre las cosas que tenía por delante, una fundamental era comprar un bolso más adecuado.

Saludaba todos los días a ese grupo de gente que pasaba su día a la intemperie. El invierno había sido durísimo, con capas de hielo en las calles y una ventisca que esparcía polvo helado como si fuera arena. Ellos saltaban sobre la nieve para calentarse los pies, envueltos en los abrigos bastante buenos que la gente les había acercado. Rodeados por infinidad de bártulos, bolsos, valijas, cajas, iban y venían por la vereda, pidiendo monedas o cigarrillos. A veces, cambiábamos algunas frases sobre la sensación térmica o el pronóstico del tiempo.

Eran bulliciosos, reidores y amables. Entre ellos practicaban una especie de extrema confianza corporal que consistía en golpearse amistosamente las espaldas, la panza o el trasero como puntuaciones de lo que iban diciendo. Sin duda, a diferencia de otros grupos de sin casa, éstos eran amigos, quizá porque el barrio era próspero y no obligaba a competir por los recursos. De vez en cuando, algún vecino que se mudaba abandonaba sobre la vereda una montaña de ropa, pequeños muebles, una radio o un grabador, que los sin casa se repartían sin alteraciones mayores de la convivencia. La gente que se muda, en Estados Unidos, llena el auto o las maletas y abandona todo lo que no haya podido vender antes de la partida, que suele ser bastante.

De modo que estos sin casa gozaban de una especie de prosperidad en su miseria. Podían usar o canjear lo que quedaba apilado en las veredas. Y comían de lo que repartía un camioncito de voluntarios que se estacionaba a pocas cuadras todas las noches. Eran pobres del primer mundo, lo cual, desde un punto de vista, es escandaloso e inmoral, y desde otro implica siempre una situación más distendida que la de un sin casa latinoamericano o un hambreado de Africa, continente de donde habían llegado los antepasados de mis conocidos, en un barco que sirvió para enriquecer a los tratantes de esclavos, a los dueños de plantaciones de algodón y, siglos después, a los empresarios blancos del jazz que los negros inventaron.

Una mañana, cuando volvía por la calle 17, los sin casa rodeaban con evidentes señales de excitación una alta pila de mercadería que alguien acababa de depositar sobre la vereda. Me dijeron que se trataba de una diplomática que se volvía a su país y dejaba todo, porque de regreso quería llevarse cosas flamantes, recién compradas, con la etiqueta colgando. Esa minuciosa información la habían obtenido de ella misma y del portero del edificio. La pila era un festín. Había un sillón casi nuevo y, sobre él, un juego completo, también casi nuevo, de valijas: dos grandes, una más chica, dos bolsos y un portatrajes, en gruesa tela marrón, herrajes de bronce, bordes, manijas y cantos de cuero. No faltaban ni los candados ni las llavecitas.

Los sin casa examinaban los objetos sin apuro. Me quedé con ellos; era la primera vez que podía ver desde el comienzo la ceremonia de un reparto. Las valijas grandes fueron las primeras en encontrar un dueño. Se las llevó la mujer del grupo, para reemplazar las cajas donde, durante todo el invierno, se le habían humedecido sus pertenencias. A los hombres les tocaron los bolsos y la valija chica; por lo que entendí, también intentarían llevar el sillón a un negocio de reventa.

Nadie se interesó por el portatrajes, al que examinaron con la desconfianza que despiertan los objetos cuya utilidad no queda muy en evidencia. Ninguno de ellos estaba preocupado por transportar dos sacos y algunas camisas sin que se arrugaran; por lo tanto, el portatrajes era un invento demasiado pesado y voluminoso para la escasa utilidad que proporcionaba. Me miraron; quizá pensaron que después de tantas semanas de invierno me conocían lo suficiente, o quizá que mi aspecto me denunciaba como posible usuaria de un objeto de diseño inútil.

Cortésmente me preguntaron si, por casualidad, yo estaría interesada en llevármelo. Creí que se trataba de una venta porque, al fin y al cabo, ellos eran los recientes dueños de las cosas abandonadas por la diplomática. Les contesté que, en efecto, comprarlo estaba dentro de mis posibilidades. Uno de ellos me contestó que en ese momento no lo vendían pero que, si me servía, podía tomarlo. “Llévelo”, me dijo. “Si quiere, controlamos los cierres, pero creo que funcionan.”

En efecto, funcionaban todos y siguieron deslizándose con suave ajuste durante más de diez años.

Una aclaración

Una curiosa “leyenda urbana” se ha cruzado en la nota de Osvaldo Bayer publicada en Radar el 11 de febrero de este año, sobre la supuesta animadversión hacia el escritor Osvaldo Soriano por parte de la cátedra de literatura argentina contemporánea de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Según relata Bayer, en 1996 la cátedra, entonces dirigida por Beatriz Sarlo, habría invitado al escritor Osvaldo Soriano a participar de “un reportaje en vivo” en las aulas de la facultad. Quienes firmamos esta carta, docentes de la cátedra en 1996, manifestamos que ese “reportaje” jamás existió, y que nunca convocamos a Osvaldo Soriano a una actividad organizada por algún miembro de esta cátedra para después “humillarlo” públicamente, como sostiene Osvaldo Bayer en su nota.

Aníbal Jarkowski, Adriana Mancini, Renata Rocco-Cuzzi, Sylvia Saítta, Graciela Speranza, Isabel Stratta, Patricia Willson.

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