› Por María Moreno
Conocí a Soriano cuando ambos éramos muy jóvenes. Junto a Jorge Di Paola le escuchamos leer partes del primer borrador de Triste, solitario y final. Leía con aire avergonzado y candoroso. Por entonces él se dedicaba a devorar cada uno de los libros que le recomendaba mi amigo Norberto Soares, a razón de uno por día, gran parte de ellos del género policial. Lo perdí de vista y no leí sus libros siguientes. Por ninguna razón en especial. A la injuria de la infancia hecha relato y estilo –no digo sublimada, lo que lleva a la literatura al estado gaseoso– preferí leerla en El frasquito de Luis Gusman y en la Nanina de Germán García, más tarde en El buen dolor de Guillermo Saccomanno y no en las crónicas familiares de Soriano. Pasaron los años. El Soriano de las listas negras me gustó menos. Pero su muerte me dolió: él estaba, de algún modo, en mi mapa desde la época en que, como laicos, muchos inventábamos nuevas formas de legitimación fuera de los espacios universitarios y nos construíamos nosotros mismos con estilos en que contaban las pasiones.
Cuando leí las dos tiradas de debates en torno de Soriano, el del homenaje y las réplicas cruzadas, me pregunté qué era eso. ¿La pandilla del oeste contra la pequeña Lulú? Poner a Sarlo al mismo nivel de incredulidad de un general represor como hace Bayer, calificarla como cronista dominguera con sentimientos benéficos como hace Saccomanno, me parecieron tretas tan débiles del arte de la injuria que no podían hacer más que facilitar las adhesiones a Sarlo.
De modos diversos, tanto Saccomanno como Bayer acusan a Sarlo de adoptar posiciones aristocráticas, pero ellos mismos incurren en ellas cuando Saccomanno adopta un sistema feudal de argumentación donde lo que importa no son el testimonio ni las evidencias sino la prosapia de quien atestigua: “¿Cómo no creerle al biógrafo de Severino Di Giovanni, el historiador de las masacres patagónicas, el rastreador justiciero de cuanta atrocidad cometieron los poderosos y sus fuerzas armadas, el intelectual comprometido con las Madres?”. Y Bayer invita a Sarlo por segunda vez a su cátedra, para formar parte de un debate con las formas del duelo entre caballeros, sólo que lo hace en su propio espacio, con la propia audiencia que, cuando habló otro adversario de Sarlo (Viñas), desbordaba el aula magna. Algo no muy democrático. Eso sí: le permitía elegir padrinos.
Este caso de mentira o verdad adoptó en estas respuestas dos métodos muy extraños en hombres de izquierda: el careo (la nota de Sarlo publicada muy cerca de la de Valeria Mazza, “la modelo del Vaticano”, el mismo día en que Página/12 homenajeaba a Soriano) y el prontuario (sacar a relucir el episodio entre Sarlo y Viñas durante un programa televisivo donde, de paso, cabe aclarar que Viñas fue el agresor).
Ya Saccomanno había avisado, en sus páginas de homenaje, que escribía por venganza y que sentía que el estilo se le iba crispando y quién sabe adónde habría puesto la crispación que tenía reservada si Sarlo no contestaba. Pero, ¿por qué el adjetivo “rústico”, un agravio de tipo escolar –al rústico habría que pasarle la lija de la educación– de pequeña burguesa bien educada, desencadenó tamaña violencia? ¿Adónde está esa ironía que Saccomanno podría haber copiado de su modelo y que, según el artículo de Andrew Graham-Yooll, era advertida por los lectores en inglés de Soriano? Saccomanno podría haber recordado que “rústico” llamaba lady Chatterley a su leñador, y que Virginia Woolf había dicho de Joyce que era un grosero obrero autodidacta.
Que en una cátedra de Letras hayan prorrumpido en carcajadas cuando Soriano dijo que tenía tercer año del secundario –uno imagina esas carcajadas en boca de Narciso Ibáñez Menta– parece inverosímil, ya que en algunos de esos espacios, más bien, se tiende a sacralizar a ciertos “bárbaros” con fines estratégicos, en otros se trabaja con los géneros populares como el folletín y el bolero, y los estudios culturales pueden incluir en un paper tanto a Agustín Lara como al Mono Gatica.
Con estos estilos se extraña al Ignacio B. Anzoáteguy que reprochaba a José Mármol escribir en meaderos y calabozos; pero si les parece muy de derecha, al Roberto de las Carreras que insultaba a un adversario con los calificativos de “guaranguito de extramuros” y de “andrajo fisiológico”.
En los textos que ciertos intelectuales han escrito sobre Cristina de Kirchner, Elisa Carrió y la misma Sarlo hay un plus de indignación y un engolosinamiento en las metáforas descalificadoras que supera largamente a las críticas concretas. El lugar común es llamar “señora” o “señorita” a la criticada, reenviándola simplonamente a su identidad en relación con un hombre. No se trata de misoginia. Hoy, para darse de políticamente incorrecto, está muy bien declararse misógino, pretendiendo inscribirse en una tradición para la que no se tiene el piné. Porque no se trata de la misoginia fecunda, compleja y apropiable de los Strindberg, Freud o, más cerca, Roberto Arlt, a cuyas enseñanzas el feminismo les debe tanto, sino de la chillona protesta viril, lo que Susan Faludi llama la “Reacción a la mujer moderna”.
Este cambio de palabras, a la manera del pisotón y de la escupida en el ojo, de un lado, y austero, casi beige, del otro, no ha podido separarse del modelo jurídico policial. ¿Quién tiene razón? ¿Quién miente? Escuché esta versión sobre Soriano a principios de los años ’90. Sólo ahora la versión incluye a Beatriz Sarlo. Me sorprende que tanto Sarlo como Saccomanno y Bayer debatan en torno de una versión meramente ficticia. Porque no importa si Soriano ha sido o no insultado por los schollars, porque la anécdota funciona como un mito, algo que pone en juego otro tipo de verdad que la probada a través de evidencias. El mito es en principio un relato, no una mentira sino una verdad de ficción que es necesario interrogar. Hay un mito de Sor Juana niña respondiendo a todas las preguntas de los doctores de la Iglesia. El mito de Soriano insultado en el claustro empieza a circular en el momento en que la formación laica que proveía a éste de una Buenos Aires pródiga de lugares de aprendizaje fuera de la universidad es prácticamente imposible y los escritores de las nuevas generaciones, incluso el transgresor César Aira, son licenciados. Que en el mito, el desagravio haya sido propuesto en una cátedra de derechos humanos ilumina sobre la interpelación que la no ficción de denuncia y la investigación política dirigieron a la autonomía literaria. Bayer dice que Soriano no pudo asistir a su reivindicación. Allí se completa el mito: en toda biografía popular, el héroe no puede cumplir su meta. La muerte se homologa al peso de la ley, pero desnuda la injusticia.
Quiero aclarar que ésta no es una defensa de Beatriz Sarlo. Discutir el estilo de un ataque no significa quedar automáticamente del lado contrario, como después de leer el diario del lunes se llora o se ríe por los resultados del partido del domingo. La concepción de lo popular que despliega Sarlo en sus notas de revista Viva, su trayectoria política e intelectual y las propuestas de su libro Tiempo pasado merecen una puesta en cuestión, más allá de cuchufletes lanzados en pandilla.
En lugar de caer en jeremiadas a las puertas de la universidad, lo cual siempre expresa un angustiado deseo de reconocimiento, sería deseable que los admiradores de Soriano iluminaran, más allá del mito mayor del gordo bueno con gato y listas negras, la complejidad de sus textos, como lo hicieron en sus homenajes Luis Gusman, Rogelio De Marchi y el mismo Guillermo Saccomanno, que abrió –en su primera intervención– un territorio ensayístico sobre las relaciones entre literatura, humillación y venganza, tan presente en las ficciones nacionales. Y que reivindicaran a Soriano comenzando a difundir la versión borgeana sobre él de Esther Cross: Bioy lo admiraba.
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