› Por Guillermo Saccomanno
A treinta años de su muerte, sigue faltando una edición de la obra completa de Walsh, una que reúna la diversidad de su escritura, tanto los textos que prueban su pasión por la literatura como los que datan su impulso a la acción. Una edición semejante permitiría discernir con rigor cuánto hay de literatura en su vida y de vida en su literatura. Porque la acción, compruebo, no sólo lo pierde a Walsh: bloquea una comprensión totalizadora de su escritura, una acción de otra clase, obsesiva, pero no menos que su militancia. Walsh pone el mismo empeño en la palabra justa en sus cuentos de ficción “pura” —como si se pudiera hablar de una autonomía de la ficción— que en los documentos de crítica interna a la traidora cúpula montonera. Una metáfora muy de la época ahora: la puntería que exige la palabra justa. En ese afinar la puntería a Walsh también le va la vida. Lo que va de su elegía a un piloto bombardero del ’55 hasta su catilinaria final del ’77, la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, un trayecto de escritura que registra en simultaneidad el diseño de una obra y de una construcción del héroe. En este periplo cuentan sus sucesivas tomas de conciencia, pero también una elección polémica: las armas. Lo admito: no es tan fácil sentenciar desde acá. Pero por qué no correr el riesgo de una lectura de Walsh desde Walsh. O mejor dicho: Walsh contra Walsh. Un Walsh realista, comprendiendo las contradicciones del sujeto, contra un Walsh mitologizado a través de una parcialización desde un imaginario colectivo. Leerlo descifrando, digo, contra las exaltaciones de la retórica folklórica de un setentismo melancólico. Decodificarlo, eso.
Desde el vamos, Walsh se asume hijo de un mayordomo de estancia. Nadie como un mayordomo para internalizar el ser de los patrones. Nadie también como el hijo de un mayordomo para observar el poder de los patrones y la humillación de su padre. Desde acá, Walsh convierte esta humillación en otra cosa: un aprendizaje del elitismo. Ya desde lo “irlandés”, el linaje irish, Walsh es, aunque su origen esté en una infancia de campo y pobreza, una estirpe: lo insurgente, lo viril, la lengua de Joyce, que es la inglesa. En Walsh hay una excentricidad en sus elecciones. Parece consciente, con un desdén elegante, que la periferia reporta un prestigio que pulveriza las convenciones de las letras oficiales. Su modestia para apartarse de las consagraciones de rotograbado es una estrategia literaria, pero también política. Walsh arranca traduciendo policiales deductivas, después escribe, a lo inglés, con “inteligencia”, unas nouvelles deductivas y, es sabido, empieza a alternar el periodismo de denuncia, jugándose la vida, con la literatura “seria”. Walsh entra en el circuito de jerarquizaciones literarias por afuera, practicando el entrismo: desde la narrativa policial, el periodismo y el cuento. La escritura, según la entiende, es una acción tan cuestionadora como la militancia. El escritor opera desde los géneros presuntamente “menores”: el periodismo y el cuento. El periodismo lo diferencia de la “alta cultura” y el cuento lo diferencia de la novela, ese género burgués retrógrado para la época. Su búsqueda estética es al establishment literario lo que su militancia montonera al peronismo. Una “infiltración”. Una elección de estilo también. Las dos, su literatura y su política, con un rasgo en común: la vanguardia. La vanguardia en literatura, en esos años, es la literatura policial. Realismo crítico, como define Lukacks el género. Su metodología deductiva se vuelve hard boiled en sus crónicas policiales. Cuando traduce ahora porteñiza a Chandler y McCoy con el voceo. En lo político, la vanguardia es la lucha armada. Y Walsh se incorpora a Montoneros, organización guerrillera que se postula como vanguardia. Una edición de sus obras completas, calculo, atendería esta hipótesis: Walsh y las vanguardias.
Alguna vez Rodrigo Fresán dijo que Walsh era nuestro Lawrence de Arabia. Pensemos por un instante en Sarmiento definiendo nuestro país como un territorio árabe. No me parece ninguna boutade considerar a Walsh desde esta perspectiva. Del mismo modo que Walsh no elige cualquier literatura, sino una que infiltre, en su militancia el gesto se replica. En esa coherencia hay también la preocupación por una cuestión: la épica. Walsh suma tantos atributos heroicos en su vida como en su literatura. En él se corporiza todo un modelo: el intelectual que renuncia a la torre de marfil cuando empieza a investigar los fusilamientos de la Libertadora. Entonces, la revelación de una causa. Que le permite fundir un ideal de justicia con la aventura. En la misma secuencia, su destreza de criptógrafo avisando en Cuba la invasión yanqui en Cochinos, el periodista mentor de la CGT de los Argentinos y más tarde Noticias, el oficial de la inteligencia montonera. Y, entre estos capítulos, a un costado, siempre, los papeles. Muere, además, joven. En esta zona, la tragedia griega se nacionaliza: ocurre a la vuelta de la esquina. Como aporte esencial a su mitología: una hija, Vicky, con una beba de año y medio, acorralada con sus compañeros en una casa de barrio. La hija se enfrenta al Ejército, tropas que la superan, un tanque, un helicóptero, y finalmente es ella quien se mata y no su enemigo. El padre, Walsh, también es un muerto joven: joven mirado desde hoy, que la adolescencia se prolonga hasta los treinta.
Su imagen tienta las polarizaciones facilongas. El intelectual que se tirotea con un grupo de tareas de la ESMA en San Juan y Entre Ríos tras despachar su catilinaria en un buzón versus el bibliotecario ciego de la calle México. Estas comparaciones son siempre maniqueas. Walsh muere el mismo año en que la dictadura secuestra y desaparece a Oesterheld. El mismo año en que Victoria Ocampo ingresa en la Academia Argentina de Letras (esto también es coherencia) y ocupa el sillón de Alberdi. Sin embargo, no todos los que vivieron con intensidad los ’70 padecen de maniqueísmo: a considerar está ese artículo en el que Gelman le reconoce a Borges un coraje tardío al admitir su necedad política, y firmar en el ’81, bajo la dictadura, una solicitada de las Madres, mientras tantos intelectuales ocultaban sus agachadas.
Oesterheld y Walsh son la pérdida de dos cuadros para Montoneros, pero representan más que eso, más que dos cuadros. No la tenemos fácil cuando ingresamos en este período. Es verdad: no se puede separar vida y obra. El caso Oesterheld es tan trágico como el caso Walsh: cuatro hijas de entre dieciocho y veinticuatro años asesinadas junto con sus compañeros, los nietos secuestrados. El caso Oesterheld y el caso Walsh tienen puntos de contacto. Y merecen una atención especial. No porque haya víctimas de primera o de segunda. Simplemente porque en estos casos se cierne una discusión que puede ser de clase: hasta dónde la literatura no inficionó sus vidas. No discuto el compromiso de ambos. Pero me animo, con el respeto que merece el dolor de los familiares y amigos, a discutir, desde la contemporaneidad, su clase de compromiso quijotesco. Hoy es tan fácil darle un chirlo por izquierda a la Ocampo como levantar por derecha al Walsh fetichizado. Si el Che es un pin, Walsh para muchos puede ser estampita.
Cada vez que se lo homenajea a Walsh, más allá de sus méritos literarios, el acento suele ponerse en su heroicidad. Inevitable sortear, por donde uno se arrime a Walsh, la cuestión de la heroicidad. En suma, Walsh reúne todos los atributos para ingresar al panteón de los próceres bellos. Pero hay una trampa en santificarlo: su lectura puede volverse aséptica. Estoy convencido: aunque no pueda aislarse de su militancia, su literatura es infinitamente más poderosa. La prueba es su vigencia. La calidad de su escritura es invencible. Sus enemigos, no tanto.
Antes de empezar a escribir sobre Walsh pensaba en todas las dificultades que presenta entrar en su literatura. Lo aclaro: detesto el término especificidad con su tinte de entomología. A ver, el problema, quizá la gran dificultad, que presenta la lectura de Walsh: aquello que puede compartirse con él, un gusto por la literatura, nos deja afuera cuando pensamos en el peso y la credibilidad que se le otorgó a su construcción del héroe. La figura épica y la convicción de la violencia ensamblan en este sentido. Y determinan, para nosotros, sus contemporáneos, una lectura. Extrañeza es la sensación, pensé mientras, asociando, antes de escribir estas reflexiones, sacaba de la biblioteca una antología: la Antología del cuento extraño. Walsh preparó los cuatro tomos que componen esta antología en 1956 para la editorial Hachette y son hoy prácticamente inhallables. Walsh reúne autores nacionales (Lugones, Bianco, Borges, p.e.) con otros que pueden resultar exóticos (Lafcadio Hearn, T’ao Yuan Ming, Max Beerbohm). Cada texto está precedido por una información mínima pero aguda, en la que reverbera la síntesis que Borges aplicaba en sus prólogos. A menudo se elogia como paradigmática del género la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo. El trío más mentado de Sur prologa esa antología caprichosa y juguetona con un ensayito prodigioso en el que sientan las reglas de lo fantástico. La principal radica en la observación de lo cotidiano. Lo prodigioso debe suceder en una situación de cotidianidad. Walsh coincide con el trío en algunos autores. Propone a veces otra traducción. Así “La pata del mono” de Jacobs en la antología de aquéllos es en la de Walsh “La zarpa del mono”. Su gusto en este género no se diferencia del gusto del trío de Sur. En la contratapa, presumiblemente anotada por Walsh (Walsh no podía desentenderse, conjeturo, de ese texto), hay una definición que establece reglas distintas de este género, o subgénero, si se quiere. “Largos o breves, estos relatos tienen la característica común de describir insólitas experiencias o de situarse en un clima extraño en el que la realidad prosaica y cotidiana no halla cabida. Todos orillan lo maravilloso, lo mágico y cabe muy bien aplicárseles el calificativo de esotéricos por su contenido subjetivo e interior.” Esta definición podría figurar en una “vida imaginaria” de Walsh escrita por Schwob o, más acá, por Borges. “La realidad prosaica y cotidiana no halla cabida” en esta “vida imaginaria”. La experiencia en Walsh es siempre “maravillosa”. Y pertenece al orden del mito. A esta altura me pregunto si la tragedia de Walsh no ha sido la literatura: hacer literatura en la vida. Tener una vida literaria, digo. De ser así, habría que juzgar desde esta perspectiva su política. Sólo enunciarlo, soy consciente, puede irritar a varios.
Me pregunto si toda la construcción del héroe no está pasando ya al almidón de los manuales escolares con una remembranza heroica a la manera del sargento Cabral. Si en lugar de su causa, me pregunto, la lucha por un mundo más justo, no estará llamada a perdurar, en cambio, su literatura de ficción, los cuentos de irlandeses, el ensamble de “Fotos” y “Cartas” (dos cuentos que, por experimentación narrativa y temática pueblerina, es indeclinable conectar con Puig), o “Nota al pie”, esa narración tan perfecta en composición de trama como en escritura.
Arriesgo: no es su genio narrativo lo que problematiza su lectura. Una digresión, si se me permite: qué formidable en estos tiempos una literatura que presenta problemas en lugar de proporcionar respuestas tranquilizadoras. Y retomando, lo que lo vuelve extraño a Walsh es justamente eso: la cuestión del héroe. Y el héroe, mientras continuemos fascinados por su construcción personal, privilegiando la épica por encima de la palabra justa que él perseguía, seguirá opacando sus relatos. Es cierto: para muchos el militante supera el interés por el escritor. El romanticismo es tramposo: reclama biografías desgarradas para mostrarse sensible en una lectura progre de losa radiante, conmoverse con peligros que se pudo correr, pero que no se está dispuesto a repetir en función de un confort. Walsh se ajusta a la mala fe ideológica de muchos para “idealizar” un pasado en su etapa más macabra. En un razonamiento deleuzeano podríamos convenir que así como no es la enfermedad sino la salud la que escribe la literatura de Kafka, no es la muerte la que legitima la escritura de Walsh. Sugiero reflexionar al respecto: esa sombra, la del hijo del mayordomo que se hace revolucionario. Porque la sombra del héroe puede apagar los brillos de un refinamiento intelectual que no puede ni debe ser patrimonio de los ricos de esta tierra. Y ahí, en su escritura, está la militancia más lúcida de Walsh. Más subversiva también. Volviendo al comienzo de estas reflexiones: cuando se reúna la obra completa de Walsh, anotada, cronológicamente fechada y contextualizada, prescindiendo de toda inmanencia del discurso, allí podrá leerse otra historia, con sus destellos y oscuridades, y el que la narrará será el escritor mismo, porque esa edición de su obra, tal como la imagino, será su autobiografía, no sólo la literaria. También la humana.
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